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Capítulo 15. USNAVYS

Esto es lo que se llama una asamblea de las temerarias.

Estamos aquí todas, salvo Sara, que todavía está en el hospital, y Amber, que está de gira en algún lugar de Tennessee, promocionando su disco. Un disco, mi'ja. Me llamó hace un par de semanas desde el estudio para ponerme una de sus canciones. Me dio un escalofrío. O igual fue el batido de guayaba que estaba tomando, cremoso y frío. Le tomamos el pelo, pero siempre lo hemos hecho. Me siento tan orgullosa de ella.

Sara es el motivo de que hayamos quedado para cenar esta noche. Rebecca pensó que sería una buena idea juntar esfuerzos y elaborar un plan para evitar que vuelva a ponerse en peligro. Después de visitar a Sara y ver cómo defiende a ese hombre -ella cree que intentaba abrazarla cuando se cayó por la escalera y dice que no entendemos lo difícil que ha sido su vida-, me uno a la propuesta.

Hemos quedado en el Caffé Umbra, uno de los nuevos restaurantes de moda de la ciudad. Es un local largo, estrecho y con techos altos. La cocina es tipo gourmet europeo, e impregna el aire de un intenso olor a ajo y a nata. Lauren nos puso en la pista al mencionar en una de sus columnas que pocas mujeres chef logran triunfar como Umbra. No puede importarme menos qué genitales tenga el cocinero, ¿sabes? Sólo quiero saber una cosa: ¿la comida es buena? Cada mesa tiene una gran botella verde de agua italiana con gas puesta en frío en un cubo. Ni una sola vez me sirvieron un agua tan buena en Roma. Tuve que regresar a Boston para beber agua italiana gourmet. ¿Me sigues? Qué mundo.

Rebecca ya está sentada a una mesa cerca del bar cuando llego con Lauren, a quien he recogido de paso en su oficina. No entiendo por qué no tiene su propio coche. Debe de pensar que nos gusta pasear su rizada cabellera por ahí, mientras se queja constantemente de su jefe. Si lo odia tanto, por qué no se larga, o por qué no hace lo que hice yo: cerrar el pico el tiempo suficiente para terminar de jefa.

Rebecca lleva un blazer cruzado marrón chocolate que vi en la boutique de Anne Klein en Saks, sobre un suéter azul de seda. Ha escogido mi mesa favorita, con vista a la catedral de la Santa Cruz en Washington Street. Sentadas mirando ese maravilloso edificio antiguo de piedra gris, bebiendo agua con gas y disfrutando de esta comida, uno pensaría que estamos en Europa, pero mejor, porque aquí todos hablan inglés y español como Dios manda. La clientela está compuesta por profesionales entre los veinte y los treinta, educados y con estilo, pero vestidos informalmente. Me alegro de haberme dejado una pasta gansa en este traje pantalón de Carolina Herrera que he comprado ex profeso, y en estos botines tipo Oprah Winfrey, con tacón alto de Stuart Weitzman. También he salido de trabajar un par de horas antes, y he ido al Spa de Giuliano Day, en la calle Newbury, para hacerme un envolvimiento en mantequilla de cabra suiza, mi tratamiento corporal favorito. Tengo la piel tan suave que podría derretirme. Como soy socia, me han regalado un tinte de pestañas, negro real. Me gusta. Tienen peluquería en Giuliano, y aunque hablan maravillas de ella, cuando veo a esas blanquitas de pelo fino que trabajan allí estoy segura de que no saben arreglar un pelo como el mío. Eso lo dejo para las chicas de mi barrio. Sé que estoy bien, y también lo saben esos tíos de la barra que no dejan de mirarme. ¿Cuánto costará el metro cuadrado en este local? Parezco la dueña.

Rebecca lee el último número de In Style, con una de esas viejas estrellas en portada, una de esas que aún es sexy a los cuarenta y cinco. Junto a ella, amontonados en la mesa, hay media docena de folletos sobre el síndrome de la mujer maltratada, violencia contra las mujeres y técnicas apropiadas de intervención y comunicación. ¿Ves? Rebecca piensa en todo. Debería haber pensado en traer algo así. Yo soy la que trabaja para United Way. No hay muchas personas de las que crea que puedo aprender, pero Rebecca es una de ellas. Le veo un ligero cambio en el pelo.

– ¿Te has hecho mechas? -pregunto.

Rebecca se pasa la mano por el pelo y se ríe.

– Sí, caoba. ¿Qué te parece?

– Te quedan bien, mi'ja. Me gusta.

El camarero es moderno, amaneradísimo y arrogante, y no necesita papel y lápiz para acordarse de lo que se le pide. A veces, mi'ja, lamento que haya gente con talento que malgasta sus dones. ¿No podría encontrar algo mejor que hacer con esa memoria prodigiosa?

Todas nos abrazamos. Nos hemos visto varias veces en el hospital, y hemos hablado por teléfono, pero es la primera vez que estamos todas juntas desde lo de Sara.

– Es horrible -digo.

– Yo me quedé tiesa -dice Rebecca-. No tenía ni idea.

– Pobre Sara -dice Lauren-. No lo puedo creer.

Todas sacudimos la cabeza.

– Todos esos tubos -digo.-Tiene muchos dolores -dice Rebecca.

– Por eso necesitamos hacer desaparecer a Roberto -dice Lauren.

Nos quedamos mirándola incrédulas.

– Espero que estés bromeando -insinúo.

– No, hablo en serio -dice.

Rebecca me mira y suspira.

– Ese color te favorece mucho -le dice a Lauren.

Se refiere al blusón de ante verde olivo que Lauren lleva sobre un suéter de cuello vuelto, del mismo color que la deliciosa nata de Devon. También lleva vaqueros ajustados metidos por dentro de unas botas de montar color crema, y pendientitos de aro dorados. Últimamente está más delgada. Tiene muy buen aspecto.

– ¿De dónde has sacado esa camisa, mi'ja? -le pregunto, tocándola con la punta de los dedos-. Es de buena calidad.

– De donde siempre, de Ann Taylor -dice-. Lo siento, no tengo mucha imaginación cuando voy de compras.

– Te sienta muy bien con ese pelo -dice Rebecca, y me sorprende, porque rara vez halaga a Lauren-. Te quedaría estupenda con el collar de plata.

Rebecca huele a manzanas crujientes, frescas; juraría que es Té Verde de Elizabeth Arden. Lauren lleva un perfume que no reconozco, de limón con toques de especias.

– ¿Qué perfume llevas? -le pregunto-. Qué rico.

– ¿Ah, éste? -se olfatea la muñeca-. Se llama Bergamota, del Body Shop. Me encanta. ¿Te gusta?

– Huele bien. ¿Cómo se llama?

– Bergamota. -Hurga en la espaciosa cartera Dooney amp; Bourke y saca el bote. Me lo entrega diciendo-: Quédate con él.

– No, no puedo -digo.

– No seas tonta. Puedo comprar más. Voy a esa tienda casi todas las semanas. Me encanta. Toma. Está recién estrenado. Lo acabo de comprar.

– Pero es tuya.

– Quiero que te lo quedes.

Y me planta un beso en la mejilla.

A veces Lauren es muy caribeña. No sé si se da cuenta.

– Gracias, mi vida -le digo; con ella no se puede discutir. Abro la botella y me pongo un par de gotitas detrás de las orejas-: Me encanta. Huele esto, Rebecca.

Rebecca olfatea la botella abierta y mueve la cabeza con aprobación.

– Está muy bien. Me alegro de que hayáis podido venir -dice Rebecca, señalando la mesa-. Sentaos, por favor.

– Yo también, cariño -le aprieto la mano-. Ha sido muy buena idea. ¿Verdad que ha sido buena idea?

Le pego un codazo a Lauren, que parece tensa. Definitivamente tiene algo contra Rebecca y ya empieza a hartarme.

– Buena idea, sí -dice Lauren.

Nos sentamos todas. Copio a Rebecca y me coloco la servilleta de tela blanca en el regazo. Lauren no, a pesar de que ya ha empezado a mordisquear un panecillo caliente de la cesta. De la forma más delicada posible, extiendo la mano y le pongo la servilleta. Parece avergonzada y sonríe.

– Pellizquitos, cariño -le digo en voz baja-. Parte trocitos con la mano, no muerdas directamente.

– ¿Qué les traigo a las damas para beber? -pregunta el camarero.

– Yo una Coca -le digo-, con limón.

– ¿Light o normal? -pregunta.

– ¿Te parece que estoy a dieta? -pregunto.

Me aparto de la mesa y me señalo la tripa. Hincha la nariz, se pone colorado y no sabe qué decir.

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