Las temerarias se ríen.
– Una Coca normal -dice el camarero-. ¿Y para usted, señora?
– ¿Cuándo me he convertido en señora? -nos pregunta Lauren.
El maquillaje de ojos también se le ve fantástico. Morado. Por fin utiliza morado. Llevo años detrás de ella para que lo pruebe.
– Señorita, pues -dice el camarero, en plan zorro-. ¿Así mejor?
– Mucho mejor -dice Lauren-. Estoy bien con el Pellegrino.
Rebecca ya tiene un vaso de té helado. Cuando se va el camarero nos entrega un juego de folletos.
– Probablemente sepáis todo lo que cuentan -dice-. Pero yo los encontré muy informativos.
– Estoy segura -dice Lauren.
No sé por qué siempre tiene que ser tan grosera.
– Elizabeth debe de estar al caer -digo, intentando cambiar de tema.
Cuando estoy cerca de Lauren, siempre me da la impresión de que ando detrás de ella limpiando su mierda. Es como mi madre, habla sin pensar.
– Sí -dice Rebecca-. Debemos esperar a que llegue.
– La pobre Sara -digo. Me acuerdo de su cara llena de moretones y me entran ganas de llorar-. ¿Por qué no nos lo dijo?
Lauren y Rebecca mueven la cabeza. Nadie habla y miramos la carta unos instantes.
Elizabeth aparece y viene rápido hacia nosotras. Lleva sus vaqueros de siempre, sudadera, y zapatillas de deporte con una gabardina de hombre. No lleva maquillaje. Otra vez una ronda de abrazos. Elizabeth huele a jabón Dove.
– Creo que me han seguido hasta aquí -dice.
Parece asustada.
– ¿Quién? -pregunto.
– Los periodistas.
Lauren se acerca a la ventana, se inclina como si llevara un bate de béisbol. Siempre está lista para la pelea, en cualquier momento o lugar.
– Ellos no tienen vida -digo-. No te preocupes por eso.
Lauren ya está en la acera, echándose encima de alguien gritando. El hombre tiene una cámara y se rinde. Como la mayoría de la gente que se mete en líos con Lauren.
Se pierde enseguida y se va. Ella busca otras fuerzas hostiles y camina hacia un coche aparcado en doble fila al otro lado de la calle.
– Va a hacer que la maten un día de éstos -dice Rebecca.
– Ella no tiene problemas -digo-. Sabe cuidarse.
Rebecca le pasa a Elizabeth el juego de folletos. Se vuelve al camarero. La reconoce inmediatamente, se le ilumina la cara.
– Ay, Dios mío -dice él-. ¡Pero si eres tú! No puedo creerlo.
Elizabeth se prepara para lo peor sin saber a qué atenerse. Yo también.
– Es que… es que te adoro -dice el camarero-. ¡Eres mi heroína! Tengo una foto tuya en la pared de mi casa. Tienes tanto valor. Eres una inspiración para todos nosotros.
– Gracias -contesta Elizabeth, pero se la nota incómoda.
Mira afuera, a Lauren, que discute con una pareja de hombres de mediana edad en una furgoneta, y los ojos del camarero la siguen.
– Si intentan entrar, confía en mí, te defenderemos -dice-. Puedo parecer una reina, pero peleo como un hombre.
Elizabeth se ríe.
– Gracias.
– Sabes -suelta el camarero-, eres más guapa al natural que en la tele. ¡Ay, no creía que fuera posible!
– Gracias.
– Tranquila. ¿Qué te traigo de beber, Liz? Invita la casa.
Al fondo, los otros camareros cuchichean señalándonos.
– Sólo agua.
– ¡Venga! Invita la casa. ¿Un poco de vino? Tenemos una fantástica lista de vinos exóticos.
– No bebo, gracias. El agua es suficiente.
– ¿Té? ¿Café? ¿Nada?
– Eh…, ¿tienes chocolate caliente?
Elizabeth se encoge, temiendo haber dicho una tontería.
– Te puedo batir un moka capuchino. ¿Qué te parece?
La rodea con un brazo como si fueran viejos camaradas.
– Me parece bien.
– Vuelvo enseguida.
Cuando el camarero se va Elizabeth parece aliviada.
– ¿Estás bien? -le pregunto.
Asiente.
– Me he hecho famosa por motivos equivocados -dice-. Qué raro.
– Seguro que sí -dice Rebecca, mirando aún con el rabillo del ojo al camarero.
Lauren vuelve, murmurando obscenidades; las mejillas encendidas por el aire helado.
– ¿Tienes un arma? -le pregunta a Elizabeth.
– No.
– Debes pensar en conseguir una.
Rebecca alza la vista.
– Lauren, por favor. ¡No seas ridicula!
– Necesita un arma -repite Lauren-. Es ridículo dejar que esta gente te arruine la vida. Me pasma nuestra profesión.
– Decidamos qué vamos a comer -digo oportunamente.
– Sólo intento ayudar -dice Lauren.
– Claro que sí, mi'ja -digo yo-. Siéntate y busca algo que te guste en este maravilloso menú.
Le paso la carta. Es como tener un hijo.
El camarero vuelve con las bebidas y nos recita los especiales del día:
– Para empezar tenemos mejillones con pisto, absolutamente fabulosos. La sopa del día es crema de lechuga con mantequilla de langosta, inolvidable. Como plato principal tenemos rollito de cerdo, para morirse, lo prometo, y suflé de bacalao con patatas, milagroso.
Se me hace la boca agua y tengo que tragar.
– ¿Listas para pedir?
Rebecca asiente con la cabeza y nos mira a cada una; asentimos.
– Liz, empezaremos contigo -dice el camarero.
– Voy a tomar la crema de lechuga. ¿Cómo preparáis la raya?
– Buena elección -dice el camarero-. La raya viene en cuatro triángulos fritos, sin espinas, sobre coliflor y patatas, decorados con guisantes y migas de bacon.
– Suena bien -dice Elizabeth-. Tomaré eso.
– ¿Y usted? -dice mirándome.
– Tomaré el entrante de carne y el de cóctel de gambas.
– ¿Los dos?
– Sí.
Pero ¿qué se cree? Las raciones aquí son tan pequeñas que apenas se ven.
– Y los goujonettes de lenguado.
– Una buena elección -y mira a Lauren-. ¿Señorita?
Lo interrumpo:
– Todavía no he acabado.
– Lo siento. Siga.
– También me gustaría probar la crema de lechuga.
– Bien. ¿Algo más?
– Asegúrate de que no nos falte pan.
– Por supuesto. ¿Algo más?
Me llevo un dedo a los labios, pienso un momento, y dicen ellas:
– No, eso es todo.
– ¿Señorita? -se dirige a Lauren.
Lauren escudriña la carta.
– Quiero el plato de pasta.
– ¿Algo de primero? ¿Quizá el alioli de verdura?
– ¿Es pesado?
– Para nada. Muy ligero.
– Bien.
– Estupendo. ¿Algo más?
– Eso es suficiente.
Me mira fijamente.
– ¿Y usted, señorita?
Rebecca le sonríe al camarero.
– Quiero el saucisson.
– ¿Algo más?
– No.
– Es una ración muy pequeña, señorita.
– Está bien.
– Ah, vamos -digo-. Te vas a matar de hambre.
Rebecca sacude la cabeza y le devuelve la carta al camarero. No ha tomado nota, pero repite el pedido sin equivocarse y se marcha hacia la cocina.
– Bueno -dice Rebecca.
– Sí, bueno -hago de eco.
– Como sabéis, he pensado que debemos idear juntas una estrategia para ayudar a Sara a recuperarse de forma que nunca tenga que volver a pasar por esto.
Lauren, que tiene los codos apoyados en la mesa, pone los ojos en blanco.
– Es una gran idea -digo-. Pensemos.
– Seguro que todavía le quiere -dice Rebecca-. Es difícil que entendamos algo así. Pero le quiere. Y no creo que sea muy productivo criticarla por eso. Pienso que tenemos que enfrentarnos a ella de una manera constructiva, y hacerle saber que se merece algo mejor. Tiene que saber que estamos aquí para ayudarla.
Elizabeth se inclina hacia delante y se aclara la voz.
– Es una buena idea -dice-. Pero creo que hay una forma mejor de comunicarse con Sara.
– ¿Cuál? -pregunta Lauren.
– Tiene un buen detector de mentiras -le dice Elizabeth-. El médico dice que no está en coma, sólo adormecida y sedada por los dolores. Pronto será capaz de mantener una conversación coherente, y tenemos que asegurarnos de no parecer demasiado complacientes o que le tenemos pena.
– Es bueno saberlo -dice Rebecca-. ¿Cómo crees que debemos hacerlo?