Литмир - Электронная Библиотека

– Maldito imbécil -le dice-. ¿No sabes la hora que es? No tienes que tocar tantas veces, tío, tranquilízate que alguien vendrá. ¿Qué coño te pasa?

Juan me mira agachando la cabeza, como derrotado.

– Navi -me dice en español-. ¿Me dejas entrar?

Mi inquilino me ve, se da la vuelta y sube a toda pastilla.

– Dile a tu amigo que no sea tan pesado -me dice.

Menuda cara tiene. Creo que voy a subirle el alquiler.

– ¿Qué quieres? -le digo a Juan.

– Sólo quiero hablar, Navi.

– ¿Hablar? Son las diez y vienes aquí sin invitación, como Robert Downey, Jr. Vete a casa -le digo.

– Por favor, Navi, ¿puedo entrar y hablar contigo un minuto?

Lleva la misma chaqueta desde hace cinco años, una vaquera negra con forro de franela escocesa. No puede ser caliente. Sin guantes, por supuesto. Tampoco gorro. Y estamos bajo cero. Está empapado, como un perro abandonado. Este cabrón ha vivido en Nueva York y Boston toda su vida, y todavía no se ha comprado un buen abrigo. Mirad, se sacude como un perro mojado. ¿Qué demonios le pasa?

Suspiro.

– Entra, pero tienes un minuto.

Tengo que reconocer que, a pesar de todo, me alegro de verlo. Está guapo. Se le ve sano, tiene las mejillas rojas por el frío, y aunque esté flaco se le ve fuerte. Ojalá tuviera un buen abrigo y un buen gorro, incluso un móvil para no haber tenido que afrontar la aterradora idea de que me abrace en el sofá en una noche como ésta en la que lo único que quiero es ver pelis juntos. Me duele verle tan abatido.

– ¿Por qué no llevas un abrigo decente? ¿Qué demonios te pasa?

– Ahórrate las críticas, ¿vale? -me dice, entrando por la puerta al salón.

Se asoma y cierra la puerta él mismo, algo que no le he visto hacer antes.

– No te estoy criticando.

– Sí, lo estás haciendo. Siempre lo haces. Es lo que mejor haces, Navi.

Sonríe, seguro y extraño; nunca le he visto así.

Nos sentamos, yo en el sofá y él en el sillón de cuero verde. Mira los recipientes de comida de aluminio que hay en la mesita.

– ¿Estaba bueno? -me dice con una sonrisa.

Como me educaron bien -aunque fuéramos pobres- le ofrezco algo caliente para beber. No queda comida.

– No -me dice-. Quiero ir al grano. No has contestado al teléfono, vale, bien. No quieres hablar conmigo, vale. Pero quiero que sepas una cosa, Navi: te quiero. Odio que te quejes de mí constantemente, odio que me mires como si fuera mierda de perro y odio que siempre pienses en encontrar alguien mejor que yo, y odio que tengas hombres de repuesto para hacerme daño. Odio que me culpes a mí por todos los que te han hecho daño en tu puta vida. No soy tu padre. No soy tu hermano. Soy yo. ¿Y sabes qué? Estoy harto de esos hombres que merodean a tu alrededor. Reconoce de una vez que me quieres. Sinceramente. ¿No es así? Dime la verdad. Tengo razón.

No sé qué contestar. Tiene razón. Sé que tiene razón. Pero no quiero darle el gusto.

– Quizá -le digo-. Quizá.

– ¡Aja!

Se levanta y empieza a pasear por la habitación como enloquecido. Nunca he visto a Juan así.

– ¿No entiendes lo que está pasando? -pregunta-. Me quieres tanto que no me dejas quererte. ¿Lo captas? Eres tan complicada, mujer, que he tardado una década en entenderte.

Estoy a punto de llorar. Acaba de decir algo que no quiero oír. No quiero llorar delante de él.

– ¿Lo entiendes? Esos payasos, esos médicos y todos los que me restriegas por las narices, esos tíos son pura fachada. No los quieres como me quieres a mí. Admítelo. Finges dejarles entrar en tu vida porque sabes que no te van a hacer daño como tu padre. Tengo razón, ¿verdad? ¡Estás llorando porque tengo razón, reconócelo! No me puedo creer lo tonto que he sido todo este tiempo, pensando que estabas enamorada de esos idiotas, y que volvías conmigo porque no tenías a quién joder. Y yo, tan loco por tu estúpido culito puertorriqueño, lo acepté y te aguanté. ¿Sabes qué? No he besado a otra mujer en diez años, Navi. No he mirado a otra mujer, ni he pensado en nadie más que en ti. Casi me muero, casi me vuelvo loco. Siempre me insultas como si no tuviera sentimientos, ¿sabes? Y me quedo ahí de pie aguantando como un idiota. Sólo lo hacías porque soy el único que realmente te conoce, ¿eh? Soy el único que sabe que no eres una niña mimada como todas tus amiguitas. Soy el único que sabe que llevas toda la vida tratando de superarte. Y me odias y me quieres por eso, porque nadie te entenderá jamás como yo. Dime que miento, Navi, dime que no es verdad. Sí. ¿Lo ves? No puedes.

Ay, Dios mío. Me está haciendo llorar.

– Se acabó el minuto -digo.

– Mi minuto acababa de empezar, Navi. Escúchame. O ellos, o yo. No puedes seguir teniéndolo todo. No voy a repetir lo de Roma por ti. Moriría por ti, ¿lo sabes? De verdad lo haría. Tenemos casi treinta años. Quiero tener hijos contigo. Quiero pasar el resto de mi vida contigo, y quiero jubilarme en Puerto Rico contigo. Decide, ¿yo, o ellos? ¿Ellos, o yo? Depende de ti. Voy a darte cinco minutos para que lo pienses, y entonces me voy y, o vuelvo con un anillo de compromiso, o no volveré nunca más.

– ¿Me estás pidiendo que me case contigo?

– Sí, supongo que sí.

– ¿Supones?

– Pues sí, ¿vale? Sé que no puedo regalarte el anillo que te gustaría, y sé que no llevaré la ropa apropiada a la boda y que te burlarás de mí. Lo sé. Sí, te lo estoy pidiendo. Mira. Me estoy arrodillando aquí mismo, al lado de esta cursi mesita de gueto que tanto te gusta, esta mesa horrorosa que me pone enfermo, y te lo estoy pidiendo. Usnavys Rivera, ¿te quieres casar conmigo? ¿Te quieres casar con un hombre bueno, honrado, y mal vestido como yo? Nunca te engañaré, nunca te mentiré, seré un buen padre, haré todo por nosotros, y te amaré ahora y siempre, como llevo haciéndolo los últimos diez años. Navi, ¿qué dices? ¿Te casas conmigo? Deja de joderme y cásate conmigo ya. Sabes que quieres.

– Se me han pasado mis cinco minutos con tu verborrea.

– Está bien. ¿Okay? Está bien. Esto es lo que voy a hacer. Voy a subir a arreglar el escape de agua de tu estúpido baño porque no aguanto más ese goteo tan escandaloso como ese estúpido abrigo de piel blanca nuevo que llevas. ¿Dónde está? ¿En este armario?

Me levanto para impedirle abrir el armario.

– No, quieta ahí. ¡Aja! ¿Ves? -y se ríe-. Te quiero, estúpida chiquilla de gueto. Ni siquiera le has quitado la etiqueta. Es tan triste. Sé que mi chaqueta es triste, y puede que no te gusten mis zapatos de J. C. Penny, pero al menos los he pagado. Ahora voy a subir, y cuando vuelva me vas a dar una respuesta. ¿De acuerdo? Allá voy. Adiós.

Miro extasiada la película. Y lloro. Lloro y lloro. Lloro cinco minutos seguidos hasta que vuelve.

– Bien, ¿entonces qué? -me pregunta con las manos llenas de grasa negra.

Ya no oigo el goteo. Ha arreglado el lavabo.

– No es una verdadera petición sin el anillo -contesto.

– Cierto. -Y alza las manos como un policía haciendo retroceder al gentío-. Es verdad. Quédate ahí.

Sale corriendo y vuelve de la cocina con el cierre del pan de molde en forma de anillo.

– Esto tendrá que servir de momento -dice, manoseándolo torpemente, dejándolo caer y recogiéndolo de nuevo-. Y además da igual, porque ibas a sentirte decepcionada con cualquier anillo auténtico que consiguiera, así que toma. Tómalo. Tómalo y date cuenta de que el anillo no es lo importante. Es el hombre y es la mujer, y el amor que sienten y el hecho de que podrían perder sus anillos, pero se querrían para siempre igual. ¿Comprendes eso, Navi? Coge el maldito anillo. Y ahora, ¿qué respondes?

– Este anillo apesta -le digo.

Se ríe. Alza los brazos sobre la cabeza y grita a pleno pulmón:

– ¡Te quiero, mujer! ¿Eso no es suficiente?

Pienso en su pregunta. No le va a gustar la respuesta.

– No -le digo-. No lo es. No es suficiente.

Juan se derrumba. Se cubre la cara con las manos y cuando levanta la vista tiene lágrimas en los ojos y manchas de grasa negra en las mejillas. Me mira, y se vuelve hacia la puerta.

57
{"b":"125323","o":1}