Mientras esperaba en un semáforo en la camioneta ayer por la tarde, un vecino blanco, blanco como la miga del pan, se burló de mí en la entrada de su casa comiendo uvas de una manera grotesca.
Gritó:
– ¡Menuda pérdida! ¡Mírate! Además eres una negra guapa. Tú lo que necesitas es un hombre que te ponga en tu sitio.
Cacareó. Cacareó alto y claro como un loco. El mundo empezó a dar vueltas y no había dónde esconderse. ¿De verdad se sujetó el paquete con esas gordas manazas? ¿De verdad me sacó la lengua, grande, rosa e hinchada, este hombre al que saludaba por encima de mi valla?
Esta mañana he ido a trabajar aterrorizada, el corazón golpeándome contra el pecho, y ahora estoy aquí, en el oscuro aparcamiento subterráneo, con miedo a salir, borrando el contestador del móvil. Selwyn cree que le estoy dando demasiada importancia a lo que ella llama «la limitada y despreciable polémica de tu lesbianismo», pero Selwyn no es periodista. Yo sí. Tiemblo, y no de frío. El mundo me asusta. He dado las noticias durante cinco años. Padres que estrangulan a sus hijos. Hombres que torturan a los gatos. Gente que esclaviza a gente. Sé lo malo que es el mundo.
– No te obsesiones -dice Selwyn en mi cabeza.
Eso es imposible.
Enciendo la radio del coche y pongo la emisora de informativos AM. Tarda diez minutos, pero acaba saliendo. Liz Cruz es lesbiana. Cambio de emisora a un programa de debate con llamadas en directo.
El locutor se está riendo y dice:
– ¿Qué les pasa a estos hispanos, Jack? ¿Es que todos los guapos son gays? Primero Ricky Martin, ahora Liz. A mí Ricky me da igual. Mi esposa te desea, tío, así que tírate a todos los hombres que quieras, ¿me entiendes? Estupendo. ¡Pero Liz no! Mi esposa está feliz. Ahora se está vengando. Esta vida apesta. Lo próximo será que Penélope Cruz también es gay. Entonces me tiro por un puente.
Salgo corriendo del coche hacia el ascensor.
Paso por maquillaje y por la reunión matinal sin que nadie diga una palabra, aunque deduzco por cómo me miran de reojo que todos me quieren fuera de sus vidas. Por supuesto. Nuestros índices de audiencia están desplomándose. Todos fingen que les parece estupendo que siga aquí.
Preparo el informativo y hago lo que puedo para blindarme. Convertirme en la mujer de acero. Ahora soy invulnerable. Puede que no digan nada. Puede que me despierte de este sueño y todo sea como antes. No hay nada en las noticias sobre mí.
Acaba el informativo. Me dirijo al camerino para desmaquillarme. No me quito la chaqueta azul oscura ni las perlas. Llevo pantalones vaqueros porque nadie ve cómo visten los locutores por debajo de la cintura. Normalmente me cambio y me pongo un jersey o algo más cómodo, pero hoy no. Hoy no quiero sentir el frío aire de WRUT en el cuerpo. No quiero quedar expuesta.
El director de informativos, John Yardly, llama a la puerta, entra y suspira tres veces claramente antes de cerrar la puerta tras él. Es temprano, pero este hombre de pies enormes y gafotas ya brilla de sudor y huele a cebolla. No quiero ni imaginarme lo que desayuna.
– ¿Estás bien? -me pregunta.
Tamborilea con las manos en sus muslos. Siempre está inquieto como un gorrión, pero hoy más de lo normal. Fuerzo una sonrisa y le digo que sí.
– Me alegro -dice-. Porque todos estamos preocupados por ti. Ya lo sabes.
Sigo desmaquillándome y lo miro por un instante a través del espejo. Sus ojos mienten. Es la primera vez que ha mencionado el, cómo decirlo, escándalo. Y veo que le fastidia.
– Te lo voy a preguntar con toda normalidad -dice. Parece avergonzado-. Quiero decir, sin rodeos.
– Tranquilo, John -digo-. La palabra «normalidad» no me ofende.
Deja escapar una carcajada.
– Liz, ¿es verdad?
La rabia se apodera de mí. Me posee. Quiero irme volando. Necesito a Selwyn. Ella sabría qué decir. No se sentiría herida de esta manera. Ella lleva blindada muchos años. Esta ciudad, esta vida, es tan fría. Todo es frialdad.
– ¿Por qué? -pregunto-. ¿Habría alguna diferencia?
John niega vigorosamente con la cabeza y se ríe incómodo:
– No, claro que no -dice-. Soy tu amigo. Somos amigos, ¿verdad? Sólo quería que habláramos de ello y decirte que si es verdad todo el equipo de WRUT te apoyará y te defenderá.
– ¿Habéis hablado a mis espaldas?
– No, por supuesto que no. Pero como director del informativo, tengo que dejar claro que tienen que apoyarte. En otras palabras, nada va a cambiar.
– ¿Cambiar? ¿Como qué?
– Quiero decir que todavía eres nuestra presentadora favorita de la mañana.
– Oh, ¿hablas de bajarme de categoría o despedirme?
– No he dicho eso. He dicho que nada va a cambiar.
– No sería legal si lo hicieran -digo-. ¿Correcto? Massachusetts es uno de los estados donde es ilegal discriminar por ser homosexual.
– No, no lo sería -dice con sonrisa amarga-. Pero ése no es el tema. El hecho es que aunque cada día recibamos más llamadas e-mails (cientos de ellas, Liz, de dentro y fuera del país), pidiéndonos que nos deshagamos de ti, no vamos a hacerlo.
Cientos de llamadas. Han recibido cientos de llamadas.
– Podríamos preparar un comunicado -dice-. Intentar arreglar las cosas.
– ¿Declarando qué?
– Negándolo. Podríamos desacreditar a O'Donnell. De todos modos, todos la odian.
– ¿Por eso la mantienes en el programa cada semana? ¿Porque todos la odian?
– Honestamente, sí. La gente quiere escuchar lo que dice para discrepar con ella. Es cruel y vulgar. Tienes una gran ventaja sobre ella, Liz. El público piensa que eres buena y bonita. Piensan que Eileen es una zorra.
– Déjame pensar lo del comunicado -digo.
Tengo que reconocer que sería agradable recuperar el anonimato. Al mismo tiempo, sin embargo, hay algo liberador en que todos sepan la verdad al fin, incluida Sara. Sean cuales sean las consecuencias. Y la verdad es la verdad. Si le declaramos la guerra a Eileen O'Donnell y al Herald, habrá más gente siguiéndome, más secretos, más de la auténtica Elizabeth Cruz escondiéndose en los límites de mi vida, como si no tuviera derecho a ser yo misma.
– No tenemos demasiado tiempo, si decides hacerlo. Me gustaría entregar algo a los medios de comunicación en las próximas horas. Una cosa como ésta no puede quedar sin respuesta por mucho tiempo. Creo que ya hemos esperado demasiado, pero quería ver la reacción del público y ahora la conocemos. No están perdiendo interés. Tenemos que defendernos. Es mejor dar la cara.
– Lo sé. Te diré algo al final del día, ¿vale?
– De acuerdo. Buen trabajo esta mañana, como siempre.
Se levanta y abre la puerta. Cuando voy a pasar junto a él me detiene.
– Antes de bajar en el ascensor al garaje, creo que deberías ver algo. Ven conmigo.
Me lleva a su despacho, una vista de la calle desde el sexto piso. Es media mañana. El bullicio normal de un edificio oficial, gente con prisa de un lado a otro. Pero abajo, justo en la entrada de WRUT, hay seis personas embutidas en chaquetas y gorros, algunos con pancartas, otros con velas encendidas, la mayoría murmura al unísono. Un par llevan niños en brazos, otros alzan una cruz. Apenas oigo lo que dicen, pero puedo imaginármelo. Los he visto cuando entro y salgo del edificio durante las últimas ocho semanas. El fuego de su mirada me lo dice. Las pancartas lo dicen. «PENSAD EN LOS NIÑOS», dice una, y «¡NUESTROS VALORES SON NUESTRA SEGURIDAD!», dice otra. Las furgonetas de los informativos de las demás cadenas de la ciudad están aparcadas en la acera. Los periodistas entrevistan a los manifestantes.
– Todos me han pedido permiso para subir y entrevistarte -me dice John señalando con la cabeza a los periodistas que deambulan fuera-. Es justo la noticia que han estado esperando. Jodidos reptiles.
– Lo sé -digo-. Hijos de puta.
– Ya.
– ¿Por qué les importa? Es tan medieval.
John tarda en responder. Observa a la gente. Yo también. Los dos miramos fijamente durante un rato. Entonces me dice: