Литмир - Электронная Библиотека

¿Me quiere? Miro hacia Usnavys. Está observándome, tapándose los ojos como quien ve un terrible accidente de coche. Con curiosidad, pero sin querer ver lo que va a pasar.

– ¿Cómo te llamas? -le pregunto.

– Jesús -dice.

Sus amigos se ríen. No sé por qué. Entonces dice:

– Jesús, no. Tito. Sí. Tito Rojas.

Sus amigos vuelven a reírse. Añade:

– No, Amaury.

Ni una risa.

– ¿De dónde eres?

– De Santo Domingo.

– ¿A qué te dedicas?

– Limpieza.

Eso es bastante noble.

– Llámame -le digo.

El suelo se mueve bajo mis pies y tengo que agarrarme a su brazo para no caerme. Estoy borracha. Le señalo y digo:

– Esta noche -digo mientras me alejo gritando-: Llámame esta noche. Yo también te quiero.

Los amigos levantan las cejas y Amaury parece avergonzado. Vuelvo donde Usnavys y le digo:

– ¿Ves? No es narcotraficante, como dijiste. Es un hombre de la limpieza. Limpieza.

Le saco la lengua.

– ¿Se llama Amaury? -pregunta la listilla.

Asiento.

– ¿Es de Santo Domingo?

Asiento de nuevo.

– ¿Te ha hablado de sus hijos?

Deniego con la cabeza. No sé si está de broma. Se ríe en voz alta.

– Ay, mi'ja. Tienes mucho que aprender sobre los latinos.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Na. Olvídalo.

– ¿Crees que no soy latina? ¿Por qué? ¿Porque soy clara? ¿Crees que hay que haber crecido en los suburbios para ser latina?

– No, lo eres, técnicamente. Pero tu parte blanca, sin embargo, te da bastantes problemas. Chica, me vuelves loca.

– Mi parte latina es blanca, ¿recuerdas? Somos de todos los colores.

– No empieces a redactar uno de tus artículos ahora, ¿vale?

Finge un bostezo de aburrimiento.

– No estoy de humor. Además, ya sabes lo que quiero decir.

– Cállate.

– Como quieras, mi'ja.

No pienso ni tocar el tema, no esta noche.

– Va a llamarme esta noche -presumo-. Cuando llegue a casa. Le deseo. Después del día de hoy, chica, me lo merezco. Saborearlo, comérmelo, vomitarlo. Eso es lo que hacen ellos, y eso es lo que voy a hacer a partir de ahora.

Usnavys se encoge de hombros.

– Entonces no puedo detenerte -dice-. Sólo te digo, mi’ja, que tengas cuidado. Quiero decir mucho cuidado. Conozco a su familia desde hace tiempo. Y no ha tocado una fregona en su vida, ¿vale, sucia? Créeme. Ese tipo no sirve pa'ná.

Para nada, ¿eh?

Suena a mi pareja ideal.

Amaury llama cuando llego a casa, tal y como dijo que haría. Me pide la dirección. Contra mi sentido común, se la doy.

– Yo en quince minutos -dice asesinando el inglés-. Prepárate a mí, nena.

Cuelgo y me siento, aturdida, en el sofá de flores de Bauer, el que compré en oportunidades en los bajos de Jordán Marsh. Miro el montón de fotos destrozadas que hay en la mesa de cristal. Las he roto todas, hasta la última reliquia de Ed. ¿La que nos hicimos en la entrada de la exposición de Botero en Manhattan el año pasado? ¡Destrozada! ¿Esquiando juntos en New Hampshire? ¡En pedazos! ¿Ed con gorro de chef sonriendo sobre una fuente de lasaña quemada con sabor a jabón, su único esfuerzo por cocinar para alguien? Ras, ras. Mi disco compacto de Ana Gabriel languidece. Yo languidezco también hasta que mi octogenario vecino de arriba da bastonazos en el suelo.

Me comí dos tarrinas de helado mientras rompía las fotos, vomité, tomé un poco más, me bebí un par de cervezas, vomité de nuevo, y volví a beber. Y lloré. Como una idiota. Quiero decir, ¿por qué llorar si te has librado de un feo e ignorante texicano como Ed antes de que te atrape? Por la misma razón por la que los exiliados cubanos hablan de Cuba todo el rato. La Cuba que dejaron atrás ya no existe. Lloras por el sueño perdido, no por el lugar verdadero, o por una persona determinada. La pérdida de la persona que creías que era, no la que es. Papá Noel no existe. Ya no hay un futuro con un Ed que enseñe a nuestro hijo a recoger la manguera.

¿Quince minutos? Hundo los dedos de los pies en la alfombra azul de pelo largo, le pongo boquita de beso a mi gata, Fatso, que duerme en el enorme ventanuco en forma de media luna. Como me ignora, la beso aún más fuerte. Beso, beso, beso, beso. Hasta que la despierto. Bosteza enseñando los colmillos y levanta su enorme corpachón redondo. Se estira, se deja caer y me lanza las patitas. Está gorda por mi culpa, por supuesto. Yo soy quien le pone cuatro latas de Fancy Feast al día. Así le demuestro mi amor. Ella me demuestra el suyo frotándose contra mis espinillas dejando restos de pelo blanco a su paso. La rasco detrás de las orejas hasta que ronronea.

– Vale, grandota.

Cojo la caja de pienso de salmón de la mesa auxiliar y la abro; el sonido hace que se ponga a dar vueltas maullando desesperada. El gato de Pavlov. Le lanzo unos granitos. Los atrapa como puede, para ser gato es lenta de reflejos, se los come con gusto, ronroneando y mascando a la vez.

– ¿En qué nos hemos metido ahora?

Me pongo en pie, me tambaleo, y me doy cuenta -de nuevo- de que no estoy sobria. Sigo borracha. Me agarro a la barandilla blanca de la escalera y bajo con cuidado al piso del apartamento donde están cocina, comedor y baño.

Este apartamento mola. Techos altos, moderno. Al menos tengo esto, aunque sea gorda, fea y no tenga novio.

Es diáfano y tiene un montón de luz, muy artístico. Es el mejor sitio en el que he vivido. Usnavys hizo que me mudara aquí, mira por dónde. Pensé que no podría permitírmelo. Y ella:

– Mi'ja, basta de ser tacaña y tener mentalidad de pobre. Ahora puedes permitírtelo. Problemas. Problemas.

Tenía razón. Todavía no me he acostumbrado a tener dinero. Mucho dinero. Recuerdo demasiados días en que papi me daba dinero para el almuerzo sacándolo de su bolsillo arrugado en una bola. Siempre me decía suspirando: «No estamos hechos de dinero, recuérdalo». Y siempre se lo tenía que pedir, además. Cada mañana. Papi olvidaba esas cosas. Era un buen padre, pero mal profesor. No se acuerdan de las cosas más prácticas, aunque no se debe generalizar tampoco. Nunca teníamos dinero suficiente.

Vale, de acuerdo. No volveré a hablar de papá. Perdón.

Así que ahora que tengo dinero no sé qué hacer con él, excepto ahorrarlo para el inexorable hambre. ¿Este comedor? Usnavys me hizo comprarlo. También el dormitorio de abajo.

– No esperes -dijo-. Vive.

Me apoyo en la pared para equilibrarme y «ando» -o algo parecido- hasta el baño. La caja de la gata está sucia otra vez. Tengo que limpiarla. No puedes recibir a un hombre en casa con la caja de la gata sucia. Probablemente todo el apartamento apesta a sus pequeños torpedos cubiertos de pelo gris. Yo ya no lo noto. Soy inmune. Pero quiero causarle una buena impresión a mi narcotraficante.

¿Narcotraficante?

Dios mío, Lauren, ¿qué has hecho?

Dejo correr el agua caliente en la bañera. Saldrá caliente en unos tres minutos. Es un buen apartamento, recién reformado, pero como todos en esta sobrevalorada ciudad de hielo, tiene las cañerías rematadamente viejas. Todos los apartamentos de Boston dan problemas a las personas con mi nivel adquisitivo. Sé que gano más que la media, vale, pero he aquí la cuestión: cuesta más vivir en Boston que en cualquier otra ciudad del país, mucho más, aún más que en San Francisco. Así que acabas ganando cifras con seis ceros, pero vives como un estudiante.

Debería volver a Nueva Orleans, donde las cosas tienen más lógica. Palmeras, humedad, huracanes, los hermanos Neville, el Café du Monde, los cangrejos, los funerales con jazz. Sólo he tenido mala suerte desde que llegué.

Cojo el pequeño recogedor rojo y empiezo a echar la caca de Fatso en el retrete. Plop, plop. Quiero demasiado a esta gata, ¿vale? Demasiado esfuerzo también. ¿Lo aprecia? ¿Tú qué crees? Entra y empieza a remolonear en la alfombrilla del baño, la primera alfombrilla de baño buena que he tenido, una cosa morada carísima que compré en una tienda de la calle Newbury. La gata la deja llena de pelo. La acabo de lavar. Por su culpa tengo que lavar la alfombrilla cada dos o tres días. Y que pasar el aspirador cada dos. Hay pelo suyo por todas partes. Ésa es una de las razones por las que no me siento la mujer de éxito que la gente cree que soy. Las mujeres de éxito tienen gatos, sí, pero son capaces de mantener el pelo a raya, ¿entienden lo que quiero decir? No andan por ahí rodeadas de una nube de pelos de gato, como en una pocilga. Yo sí. Esta nube de pelos me sigue a todas partes. El otro día, cuando fui a Bread and Circus a comprar comida sana que me ayudara a superar lo de la bulimia, una señora en la cola me estornudó encima y me preguntó si tengo gato. Le dije que sí, y me respondió que se lo imaginaba por la pelusa que tenía en la chaqueta.

42
{"b":"125323","o":1}