Doblo la nota y la guardo en el cajón del escritorio de roble del estudio. Me siento en la silla de cuero del despacho y empiezo a revisar las facturas preparando un cheque para cada cosa. Pego los sobres y de un dispensador dorado saco los sellos. Los dejo en una ordenada pila en la bandeja de salida del correo. Cojo el teléfono y empiezo a marcar el número de mi madre, pero cuelgo. Ahora mismo no estoy preparada para sus comentarios. Seguro que piensa que todo se arreglará. Pero no. No quiero oírle decir eso. Seguro que las temerarias se llamarían unas a otras o a mí para contar lo que les estaba pasando, si estuvieran en mi pellejo. Pero no me encuentro cómoda hablando de esto ahora. No quiero un «te lo dije» y cosas así. Me sugerirían tonterías sin pies ni cabeza, como salir a tomar una copa. Mejor solucionarlo y ordenar mis sentimientos sola. Una parte de mí quiere llamar a André. Es la única persona que puede darme un buen consejo. Pero no creo que sea apropiado llamarle. ¿Qué le diría? «¿Hola André, me estoy divorciando. Creo que te quiero?»
Voy a la cocina a picar algo. Es demasiado pequeña, una cocinita empotrada sin apenas mostrador. Me encantaría que aceptaran la oferta que he hecho por la casa. Lavo una manzana en el fregadero, me siento frente al mostrador y me la como con una galleta Graham y un vaso de agua. Me tiemblan las manos, en parte por el hambre y en parte por el susto -o es la emoción- de estar por fin sola. El apartamento está tan silencioso sin el incesante teclear de Brad, sin su constante sonarse la nariz, y sin sus interminables discursos filosóficos.
No estoy segura de qué hacer ahora. Creo que voy a ir al gimnasio, y después a la librería. Cuando una crisis personal explota, es importante seguir la rutina de la mejor manera posible, rodearse de rituales y actividades familiares. Hay que mantenerse activa, y no pasar mucho tiempo pensando en los problemas. Brad nunca entendió que la filosofía es como la psicoterapia, tal y como yo lo veo; es el dominio de gente egoísta que no quiere remangarse y trabajar duro para seguir viviendo. Es importante ser inteligente, pero también es importante tener una inteligencia activa. Cuanto más te encierres pensando en tus problemas, más se complican. Voy a comprar algunas revistas, unas que no conozca, y buscar nuevas ideas. Hay que mantenerse informada de las tendencias empresariales y ver lo que hay fuera. No os podéis imaginar la cantidad de revistas nuevas que salen cada semana.
Un mensajero me entrega los papeles del divorcio antes de que acabe la semana. Brad no me pide ni un centavo. Puedo quedarme con todo, menos con el dinero de su fondo de inversiones. Mi revista está valorada en diez millones de dólares. No me ha pedido nada de eso. No lo quiere. ¿Y por qué iba a hacerlo? Sus padres se alegrarán tanto de nuestro divorcio que probablemente restituyan sus rentas, por lo menos hasta que oigan hablar de Juanita González. Ya no es asunto mío. Firmo los papeles sin consultar con un abogado, los meto en un sobre dirigido al abogado de la familia de Brad en Michigan, y pongo un sello.
Hecho.
Llamo primero a Nuevo México, y encuentro a mi madre en casa. Tal y como esperaba, parece decepcionada.
– Pero no vas a divorciarte, ¿verdad? -pregunta con voz quejumbrosa.
Oigo música de ópera de fondo.
– Sí, mamá. Tengo que hacerlo.
– Que Dios tenga misericordia -me dice-. ¿Sabes lo que vas a hacerle a tu padre?
– ¿A mi padre? -pregunto-. ¿Y yo qué?
– Que Dios tenga misericordia -repite.
– Todos cometemos errores, mamá. Creo que Dios lo entenderá.
– Si Dios comprendiera este tipo de errores, no habría hecho que el divorcio fuera pecado.
– Quizá la gente lo ha convertido en pecado -digo.
– ¡Eso es una blasfemia!
– Brad sólo se casó conmigo para fastidiar a sus padres, mamá. ¿Comprendes? Creía que era una especie de exótica inmigrante, o algo parecido.
– Es un buen hombre, Rebecca. El matrimonio nunca es fácil. A veces tienes que trabajártelo.
– ¿Es lo que has estado haciendo todos estos años?
Nunca le he llevado la contraria a mi madre o rechazado su opinión.
– ¿Qué estás diciendo?
– Siento disgustarte.
– Que el Señor tenga compasión de tu alma -me dice-. Te sugiero que reces un poco.
– No, no pienso rezar -digo-. Y no voy a intentar arreglarlo. Brad y yo nos hemos divorciado. He firmado los papeles hoy. Y ¿sabes qué? Me alegro.
– No creo lo que oigo. Te postraste delante de Jesucristo e hiciste una promesa solemne. ¿Piensas que cada día de mi matrimonio con tu padre ha sido un cuento de hadas? Pues no. Pero ¿crees que me he rendido? Hemos luchado duramente por este matrimonio, y por esta familia.
– Respeto lo que tú y papá tenéis, mamá. De verdad. Pero tú no conoces a Brad como yo. No era para mí, mamá.
– No seas ridicula. Él me gustaba.
– Tú no lo conocías. Yo sí. He tomado la decisión correcta. A Dios no le va a importar.
– Eso es blasfemia.
– Voy a colgar, mamá.
– ¿Y quién será el próximo, Rebecca? La próxima vez que te veamos vendrás a casa con un judío o un chico de color.
«¿Un chico de color?»
– Adiós, mamá.
Clic.
Decido esperar hasta la próxima reunión con las temerarias para contárselo. Y me doy cuenta, con tristeza, de que no tengo más amigas íntimas que las temerarias a quien molestar con detalles de mi vida personal.
Marco el número de la casa de André, pero cuelgo antes de oír la primera señal. Esperaré hasta la próxima semana.
Pasa el lunes, y resisto la tentación de llamar a André. No quiero hacer nada estúpido. Hay mucho tiempo. Quiero asegurarme de lo que siento antes de cometer otro error. El martes mi ayudante interrumpe mi conversación con un escritor que quiere venderme una idea para decirme que André está en la otra línea. Acabo de hablar con el escritor y respiro hondo.
– Hola, André -digo después de pulsar el botón-. ¿Cómo estás?
– Hola, Rebecca. Bien, gracias. ¿Y tú?
– Bien.
– Sólo llamo para ver si todo va bien.
– Gracias.
– En realidad te llamo fundamentalmente para disculparme por cómo me porté en el cóctel el mes pasado. No debería haber intentado llevar nuestra relación a otro nivel. Fue una falta de respeto. Espero que no afecte nuestra relación profesional.
– No pasa nada, André. No te preocupes. No me ofendiste.
– ¿No?
Sonrío:
– No. De verdad. Aprecio tu sinceridad.
– Aprecias mi sinceridad. Eso es bueno. Muy interesante.
– Y… la verdad es que no fui muy sincera contigo.
– ¿No lo fuiste?
– No.
– ¿Y eso?
– Bueno, ¿te acuerdas que me preguntaste si era feliz en mi matrimonio?
– Claro que me acuerdo. ¿Cómo podría olvidarlo? Sospeché que no estabas siendo sincera.
– No lo fui. Quiero decir que no estoy felizmente casada. Ya no. Creo que nunca lo estuve.
– Sé que no te lo vas a creer, Rebecca, sobre todo después de cómo me comporté contigo, pero sinceramente me apena oír eso. Por ti.
– Te creo. Eres una buena persona, André.
– Gracias. Tú también. Mereces ser feliz.
– Lo sé. Estoy en ello. -Y de repente, sin más, me lanzo. Le digo la verdad-. Brad me dejó la semana pasada, y ya ha solicitado el divorcio. Todo ha terminado. Ya he firmado los papeles.
Un largo silencio.
– Siento oírte decir eso. ¿Cómo lo llevas?
– Bien. Se veía venir desde hace tiempo.
– Rebecca, me alegro de que confíes tanto en mí para contármelo.
– Siento descargar mis problemas en ti, André.
– No estás descargando nada. Confía en mí, hoy me siento más feliz que nunca.
– Sabes, en cierto sentido, yo también.
– ¿Cómo tienes la agenda para cenar esta noche?
«¿Esta noche?»
– ¿Esta noche, André?
Se ríe dulcemente.
– Sólo para cenar, y charlar como amigos. He pensado que puedes necesitar alguien con quien hablar.