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– Muy buena idea, Rebecca -dice Lucy, que siempre me halaga.

– ¿Qué opinas, Carmen? -le pregunto.

– Me gusta -dice-. Suena bien. Siento la otra propuesta. Era una estupidez. Aún estoy adaptándome.

– Por favor, no te excuses -le digo-. Era una buena idea. Te contratamos porque nos gusta cómo piensas. Ésta es todavía tu idea, pero con un toque Ella.

Carmen se relaja y sonríe.

– Todavía me gusta la idea del hombre desnudo -dice Erik.

– Estoy segura -dice Tracy ahogando una carcajada.

Compruebo el reloj.

– Se está haciendo tarde -digo-. ¿Algo más antes de irnos?

Erik levanta la mano con confianza. Juraría que lleva brillo en las uñas. Contengo una risita. Tiene una cara de arrogante que no soporto. Soy mala, lo sé. Es un editor maravilloso, responsable, siempre resolutivo antes de la fecha límite. Pero es una diva. Tengo la sensación de que si pudiera, se haría cargo de la revista y me echaría. Siempre ocupaba la cabecera en la mesa de reuniones, hasta que le pedí expresamente que no lo hiciera. Le señalo.

– ¿Sí?

Cruza las manos remilgadamente e inclina la cabeza hacia un lado con sonrisa de niña.

– Rebecca -dice, enfatizando la «a»-. He visto que apareces en el último número de la revista Forbes como una de las empresarias jóvenes más prometedoras de los próximos diez años. Quería felicitarte -hace una pausa para dar más énfasis, frunce los labios, y todos aplauden-. También me preguntaba si podemos mencionarlo en la revista, con una foto tuya.

Me río y sacudo la cabeza como si la cosa no fuera para tanto.

– Gracias, Erik. Muy bonito. Pero no. No voy a aceptar la culpa de este desastre yo sola.

– ¿La culpa? -pregunta.

– Es una cagada de todo el equipo -bromeo.

Recojo mis papeles de la mesa en señal de que la reunión ha terminado. La arrogancia ha arruinado muchos buenos negocios.

Cuando vuelvo a mi oficina, mi ayudante me entrega una pesada taza de cerámica italiana, con una infusión sin azúcar con extracto de echinacea. Me recuerda que tengo una comida de negocios con el director de publicidad y el representante de una de las mayores empresas de cosmética. Ya han acordado un contrato a largo plazo, y quieren mi aprobación antes de firmarlo. He estudiado todos los detalles con el abogado y doy mi conformidad.

En mi mesa, bebo el té a sorbos y examino las pruebas del próximo número. He leído que esta mezcla de té ayuda a fortalecer el sistema inmunológico, y me lo creo. Hace más de un año que no enfermo, desde que empecé a tomarlo. Ayuda también el hecho de que he dejado de tomar carne, productos lácteos, azúcar, cafeína y grasa.

Al cabo de un rato, hago una pausa y miro por la ventana. El sol está saliendo a través de las nubes, derritiendo la nieve de los tejados. Resbala por mi ventana en gotas sensuales y juguetonas. Miro la foto de nuestra boda en la estantería. Nos casamos en Nuestra Señora del Sagrado Corazón, en Albuquerque, una humilde, pero sólida, iglesia de adobe en la parte más antigua de la ciudad, donde mi familia ha buscado guía espiritual durante más de tres generaciones. Por mi parte estaban todos: mis padres, mis hermanos y hermanas, mis tías y tíos, mis abuelos, todos mis primos y sobrinas y sobrinos, la familia de Truchas y Chimayó. Por parte de Brad había poca gente: su hermana, la directora de cine, que se ha convertido en una buena amiga, y tres de sus amigos del colegio.

Ni rastro de sus padres.

Me dijo que tenían obligaciones previas que no pudieron cambiar. No me dijo la verdad hasta que estuvimos casados: no contaba con la aprobación de sus padres, porque creían erróneamente que yo era inmigrante. No tienes ni idea de cuánto me dolió aquello. Mi familia lleva en este país desde antes de que la familia de Brad llegara a la isla de Ellis. ¡Pero tienen el valor de llamarme inmigrante! Es precisamente ese tipo de prejuicio con el que quiero acabar con mis obras de caridad, conseguir que mi nombre suene como una nueva filántropa, junto al de los Rockefeller y al de los Pugh.

Parecemos felices en esa foto. La cojo entre mis manos. Es más ligera de lo que recordaba. Intento evocar la felicidad de la novia, pero ella ya no existe. No recuerdo cómo se sentía. En la foto, Brad sonríe. Raramente lo hace. Recuerdo que me dijo que le encantaron la iglesia, mi familia y la forma en que adornamos todos los coches con flores de papel para la procesión de recién casados por el casco antiguo. Le gustó mucho el posole, y las enchiladas y el pastel de la boda, elaborado por un gran chef de Santa Fe. Lo dijo. Y yo le creí, ¿o no? Tuvimos una maravillosa y apasionada luna de miel en Bali.

¿Qué pasó? ¿Qué fue de aquel hombre?

Cierro la puerta de mi oficina y llamo a casa. Brad no contesta, supongo que todavía está durmiendo y marco de nuevo. Últimamente duerme a todas horas. Es uno de los síntomas de la depresión, lo sé. Esta vez contesta.

– Soy yo -digo.

– Ah, hola. -Suena defraudado. Frío.

– Quería recordarte que estuvieras en casa cuando Consuelo vaya hoy. La última vez se te olvidó.

– ¿Es todo?

No lo es, pero no sé cómo plantear estas cosas.

– Sí -le contesto.

– De acuerdo.

Colgamos y se me parte el corazón. Siento como si tuviera la piel demasiado fina. Me estremezco aunque la temperatura en la oficina siempre esté a veinticuatro grados.

Espero cinco minutos, mirando fijamente las correcciones en tinta roja que he hecho en las pruebas e intento controlar los malos presentimientos que me suben al pecho. No quiero que mi corazón se desboque, no quiero esta subida de adrenalina. Respiro profundamente. Marco otra vez el número de casa.

– ¿Diga?

– Brad.

– Hola.

Estornuda y se suena la nariz.

No sé qué decir. Por alguna razón pienso que en mi familia, cuando alguien se resfriaba, nadie lo mimaba como he visto hacer en otras familias. Brad espera que lo cuiden así cuando está enfermo. No éramos lo que se podría llamar demostrativos. Yo nunca lo mimo.

Quiero preguntarle a Brad si recuerda lo que sentíamos el día de nuestra boda. Pero no puedo.

– Escucha -digo volviéndome hacia el ventanal para mirar la bulliciosa calle. Me aclaro la voz.

– Estaré aquí -dice-. No te preocupes.

– ¿Cómo? -me palpita el corazón.

– Cuando llegue Consuelo.

– Ah. No, no es eso.

Silencio. Un silencio largo, forzado.

– ¿Rebecca? -pregunta al fin-. ¿Estás ahí?

– Sí.

– ¿Qué quieres? Tengo cosas que leer.

– Nada, supongo.

– Bien. Te dejo entonces.

– No. Espera.

– ¿Qué?

– ¿Qué está pasando? -pregunto.

– ¿Qué quieres decir?

– Con… nosotros.

Esto es tan duro…

– Nada -dice en tono de burla.

– Por favor -digo.

– ¿Por favor qué?

– Dime qué está pasando.

– Te lo he dicho. Nada.

– ¿Podemos hacer un hueco para hablar de esto cara a cara?

Paso un bolígrafo entre los dedos y me vuelvo hacia el calendario de mesa.

Se ríe.

– Ah, ¿quieres decir concertar una cita?

– ¿Qué es tan gracioso? -pregunto.

Siento la cara caliente y tirante. Miro el reloj de pared; tengo media hora antes de ir al departamento de publicidad a buscar a Kelly para ir a la comida.

– Oh, Dios -dice riéndose-. Tú eres la graciosa. No sabes lo graciosa que eres. Eso es lo divertido.

– ¿Cómo?

– No importa. Adiós.

– No. Dime.

Suspira.

– ¿De verdad quieres saberlo? Te lo diré. No pretendía casarme con una ambiciosa burguesa blanca. ¿Feliz? Es como, como si te hubieras convertido en mi peor pesadilla.

¿Su peor pesadilla? Estoy boquiabierta.

– Tengo que dejarte -digo. Lucho contra el impulso de tirar el teléfono, aunque siento que me arde la mano-. Sólo estáte allí cuando llegue Consuelo. No se te olvide otra vez.

– Ah, claro. ¡Consuelo! Ésa es otra. ¿Cómo demonios puedes explotar a una mujer así?

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