– ¿Así cómo?
– Hispana.
– Ay, Dios. Me tengo que ir.
– Bien. Pero ¿puedes decirle a tu amiga la agente inmobiliaria que deje de llamar a todas horas? Estoy harto de hablar con ella. La odio.
– No puede llamar aquí. Dijiste que ayudarías.
– No quiero una casa de ladrillo visto. No la necesito. Odio a la gente así. No eres la de antes.
La sangre se agolpa en mis oídos y puedo oír los latidos de mi corazón.
– Entonces -susurro dando la espalda a la puerta cerrada de mi despacho-. Entonces ¿cómo creías que era?
– Terrenal.
– ¿Terrenal?
– Eso es. Terrenal. Como la madre Tierra.
– Brad, voy a colgar.
– Vale. Adiós.
No cuelgo. Él tampoco. Nos escuchamos respirar unos segundos e intento no llorar. Finalmente digo:
– ¿Por qué haces esto?
– Adiós, Rebecca.
Clic. Cuelga.
¿Terrenal?
Miro más fotos nuestras de hace tiempo. En ellas parezco aturdida y ruborizada. No nos conocíamos demasiado por aquel entonces, pero recuerdo estar entusiasmada con su fortuna. Seré honesta. Ése era el mayor atractivo, ése, su pelo claro y una bonita cara. Hay una foto en la que apoya su cabeza en mi hombro, agachándose porque es más alto que yo, y me doy cuenta de algo por primera vez. Parece que está rezando.
Nunca he conocido a sus padres. Su hermana y yo íbamos juntas a clases de steps, a veces salíamos de compras por la calle Newbury, y una tarde fuimos al Museo Isabella y Stuart Gardner con bocadillos de Au Bon Pain en el bolso. También esperaba que sus padres llegaran a querer conocerme. ¿Cómo iba a saber que me despreciaban tanto que empezarían a restringir la asignación que le pasaban a Brad? No tenía sentido. Durante meses intenté conectar con ellos, ganármelos con cartas y regalos. Mi padre incluso los llamó para invitarlos a pasar un fin de semana en nuestro rancho de Truchas, así podrían ver que llevamos en Nuevo México desde hace generaciones, que no somos inmigrantes. Me llamó y me contó que su madre le había dicho que no tenía ningún interés en ir a «México». ¿Sería posible que personas con tanto dinero fueran tan ignorantes?
Brad cerró ambos puños cuando le conté mi intento con sus padres y me dijo que era inútil; me recordó que a pesar de todo su dinero, sus padres nunca habían comprado un ordenador para casa, y que en su mansión no había un solo libro que no hubiera llevado él. Ni un libro de adorno, ni uno de cocina. Ni un solo libro.
– Son idiotas, Rebecca -me dijo.
Solía decirle que no dijera eso de sus padres. A mí me enseñaron a respetar a los mayores. Pero tenía razón. Les llamé y les dejé un mensaje explicándoles que Nuevo México era un estado, y que yo vengo de una rama de respetables políticos y hombres de negocios de allí, que descendemos de la realeza española, que procedemos de Andalucía, donde todos son blancos. No contestaron. Ahora parece que van a desheredar a Brad. Me lo ha contado su hermana.
Negaba rotundamente las acusaciones de mis amigos de ser una cazafortunas, pero ahora tengo que ser honesta conmigo misma; si Brad no hubiera sido hijo de un multimillonario, jamás me habría casado con él. Cierro los ojos y me concentro. Ya no volveré a pensar que le quiero, si es que alguna vez lo hice.
10.00 h: Cuando salgo a buscar a Kelly para nuestra reunión, paso por delante de mi asistente. Me detiene y me entrega un mensaje telefónico en papel rosa.
– André Cartier -dice, levantando una ceja.
Dudo que lo hiciera a propósito, pero lo hizo. No estoy segura de lo que insinúa con el gesto, pero parece como si pensara que tengo algo con André, o que es un hombre atractivo. La gente no tiene mucho control sobre los músculos faciales, que traicionan constantemente nuestros pensamientos si no los dominamos. Se llaman «microexpresiones». Los mentirosos profesionales y los políticos no las tienen. Bill Clinton nunca las tuvo, por ejemplo. Su cara hacía lo que él quería. Mi madre tampoco las tiene, y yo heredé ese regalo de ella. No importa lo mal que me sienta o los pensamientos negativos que me pasen por la mente, no soy el tipo de persona al que le pregunten: «¿Te pasa algo?». Sonrío serena y le quito el mensaje de la mano.
André es un magnate inglés del software que trasladó su compañía a Cambridge, Massachusetts, hace varios años. Y es el motivo por el que existe mi revista.
Cuando mi familia no pudo reunir el capital, y cuando la familia de Brad se negó a ayudarme, cuando estaba casi a punto de renunciar a mi sueño de crear la revista Ella, André estaba allí. Me escuchó cuando le expliqué mi visión durante una cena de la Asociación Comercial Minoritaria (parecida a la que voy a ir esta noche), en la que tuvimos la suerte de estar sentados juntos. No me dijo quién era o lo que hacía, sólo escuchó mis ideas sobre el negocio. Sabe escuchar.
Pensé que era guapo, educado y encantador, con ese acento británico y ese sencillo esmoquin, aun siendo negro. No soy racista, pero me educaron de cierta manera. No es que tenga nada contra los negros -de hecho, Elizabeth es una de mis mejores amigas-, pero no me sentiría cómoda saliendo con alguien de otra raza. Mi madre lo dejó claro cuando me repetía: «Sal con un negro, y me matarás del disgusto». Por eso esta situación con los padres de Brad es tan sorprendente. No entienden de dónde vengo, quién soy, o en qué creo.
André tiene una cara agradable y honesta. Después de oírme hablar durante casi una hora sobre Ella, sacó su maletín de debajo de la mesa, lo abrió y cogió un talonario y una pluma cara.
– ¿Cómo se deletrea su nombre? -me preguntó.
Pensé que hablaba en broma, o que iba a darme una pequeña aportación, porque acababa de decirle que iba a necesitar la friolera de dos millones de dólares para hacer el primer número. Sonrió discretamente y continuó rellenando el cheque. Entonces me dio su tarjeta de visita. Reconocí el nombre de su empresa por las páginas del Watt Street Journal. Debajo de su nombre ponía, «Presidente y Director Ejecutivo». Cuando me entregó el cheque de dos millones de dólares, casi me da un ataque al corazón. Intenté rechazarlo, pero insistió.
– Es una buena inversión -dijo.
No sabía si hablaba en broma, pero con el tiempo he descubierto que no. La compañía de André vale más de 365 millones de dólares, y va a más.
Leí la nota rosa cuando caminaba por el pasillo hacia el departamento de publicidad.
Dice que le verá esta noche en la cena de la ACM, y espera que baile por fin.
…Empieza un nuevo año y los organizadores del desfile anual del día de San Patricio por el sur de Boston ya han anunciado otra vez su intención de excluir a los homosexuales y a las lesbianas de las festividades. ¿No entienden que al hacerlo prácticamente garantizan que los medios fijen su atención en los homosexuales y lesbianas que desean ser incluidos? Si el objetivo del desfile es celebrar la herencia irlandesa en Boston, más que la intolerancia, los organizadores deberían aprender una lección de las fuerzas armadas: «Sin preguntas, no hay respuestas». De otra forma, consiguen que la homosexualidad y el desfile del día de San Patricio estén inexorablemente unidos en nuestra memoria cívica.
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ