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¿A qué se podía atribuir su interés súbito? Por supuesto, se podía relacionar con el deseo tanto tiempo privado de vía de salida. Pero de ser así no se hubiera fijado en ella existiendo docenas de mujeres que ejercían esa misma función en las canabae. Cualquiera le hubiera servido, a cualquiera se hubiera acercado. No, no era eso. Lo que le había atraído era que simplemente había observado algo distinto en ella, algo diferente a lo que había contemplado en otras mujeres y que llamó poderosamente su atención. Lo había captado por primera vez el día en que Celio había propinado una paliza a la meretrix amiga suya. Rode podía haber chillado, injuriado, gritado. Se podía haber mesado los cabellos o haber intentado orinar sobre el legionario desvanecido en el suelo. Sin embargo, no había hecho nada de eso. Se había inclinado, por el contrario, sobre su amiga para atenderla con un cuidado casi maternal.

Quizá, había pensado, se había comportado así movida únicamente por el estupor que le había provocado la brutalidad del legionario. Luego… luego lo cierto es que había dado muestras de una conducta aún más chocante. El centurión supo que no había abandonado -no hubiera podido hacerlo- su trabajo, pero se las había arreglado para disponer el lecho de su amiga en un lugar cercano a fin de poder atenderla casi sin interrupción. El cómo había podido sumar a su trabajo como meretrix aquellos desvelos era algo que se le escapaba, pero que, no obstante, incitaba su curiosidad. Después de que juzgaran a Celio -con bastante benevolencia, todo había que decirlo- había contado con la excusa ideal para acercarse a la mujer. Dado que tenía que averiguar los ingresos aproximados que obtenía para calcular la indemnización que debía abonar el legionario, su primera visita no podía despertar sospechas. A decir verdad, sí que provocó alguna, pero fue la de que pensaba aprovechar su situación. Cuando estaba a punto de despedirse, Rode había realizado el ademán de desnudarse. Había abandonado la mísera estancia antes de que lo hiciera.

Resultaba obvio que la esclava era una mujer más que acostumbraba a entregar su cuerpo y que no sólo llevaba a cabo esos actos para obtener dinero. Sin embargo, la constatación de esa circunstancia no le produjo repulsión ni malestar. Por el contrario, sintió una mayor estima por la meretrix. No era ella la que había sido salvada por su intervención, pero, a pesar de esa circunstancia, había querido ofrecerle una recompensa recurriendo a lo único de que disponía como esclava. Su cuerpo. ¿Cómo hubiera podido pasar por alto que aquella mujer era distinta de todas las que había conocido?

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Observó la cabeza del mago. A decir verdad, era lo que más le llamaba la atención. Por supuesto, sus vestiduras pulcramente blancas, el collar de oro y piedras azules que le rodeaba el cuello o las manos largas y finas resultaban dignas de mención. Eso sin contar con su manera de hablar, de accionar, de sentarse o de mirar. Sin embargo, todo parecía eclipsarse ante aquel cráneo mondo. Por supuesto, había visto hombres sin pelo con anterioridad. Era, por ejemplo, el caso de la mayoría de los legionarios al cabo de un cierto tiempo. Sin embargo, el egipcio no era un calvo. Se trataba más bien de una persona que había elegido liberar su cabeza de cabello. Había, pues, una diferencia. Y es que lo que en otro hubiera sido únicamente efecto del tiempo, de la enfermedad o del envejecimiento, en él denotaba algo especial. Si se observaba con atención, de la configuración de su cabeza brotaba una sensación de poder, de fuerza, de dominio de la situación, de cualquier situación. Sí, seguramente por ello había terminado por acudir a su tienda.

Durante aquellas semanas, Rode no había dejado de ver al centurión. A esas alturas, estaba ya convencida de que, seguramente, era un pobre impotente o un desdichado eunuco, pero también había descubierto que no le importaba. El hecho de que se tratara de la única vez en que un hombre no había pretendido aprovecharse de ella le dotaba de un atractivo muy especial. Por ello, precisamente, ansiaba cada día que llegara el momento en que acudía a preguntar por Plácida. Sin embargo, no siempre lo hacía y entonces se apoderaba de ella una ansiedad insoportable. Se retorcía las manos temiendo que la anterior visita hubiera sido la última o cruzaba la estancia a zancadas o respondía de forma incoherente a las preguntas de su amiga. Sin embargo, al fin y a la postre, el centurión volvía a hacer acto de presencia y entonces, a pesar de que sabía de sobra a qué se dedicaba, a pesar de que le constaba que acababa de estar con otros hombres, no daba la sensación de que le importara lo más mínimo. Preguntaba por el estado de su amiga, dejaba su presente y se iba.

Fue precisamente durante una de sus ausencias cuando se dio cuenta de que necesitaba estar con él, aunque no existiera ayuntamiento carnal, aunque no pudiera poseerla como el resto de los hombres, aunque fuera un enfermo o un mutilado. Nada de eso le importaba lo más mínimo. Lo que deseaba era aquella presencia tranquila, serena, casi silenciosa, la presencia que había concluido al recuperarse Plácida. A partir de ese momento, sólo había coincidido con el centurión en dos ocasiones. Una, cuando acompañado por tres legionarios se había llevado a un borracho que había comenzado a golpear a otros en la canaba; la otra, cuando un veterano había insistido en que le acompañara a la salida y allí le diera un beso delante de otros compañeros. A lo largo de su vida, había llevado a cabo acciones como ésa en público -¡y otras más vergonzosas!- en multitud de ocasiones. Lo había hecho sin malestar, sin amargura, sin pesar. Como una parte de su trabajo que no resultaba la más especialmente molesta, sucia o dolorosa. Sin embargo, en esa ocasión, cuando acababa de soportar la presión de aquellos labios sobre los suyos, cuando se desprendía del abrazo sudoroso del legionario, cuando escuchaba las risotadas obscenas de sus compañeros, le vio. Fue tan sólo un instante, el que medió entre que sus ojos lo encontraran y él desapareciera entre las sombras. Fue tan sólo un instante, pero bastó para que sintiera una fuerza especial y desconocida que recorría su cuerpo. Fue tan sólo un instante, pero sobró para que la vergüenza, un sentimiento desconocido hasta ese mismo momento, la invadiera hasta lo más profundo de su alma.

Regresó a su cubículo, desgarrada entre la duda de intentar arrancar de su pecho aquellos sentimientos extraños o la pulsión incontenible de descubrir la manera de apoderarse de su corazón. Temblando de inquietud y desazón, se arrojó ante la imagen de Glykon. Jamás había rezado con tanta pasión, con tanta entrega, con tanta fe. Con palabras entrecortadas por el miedo y la esperanza, prometió al dios con forma de serpiente que le entregaría sacrificios, que le serviría devotamente, que sería su esclava más devota. A cambio de todo ello, sólo le pedía que aquel centurión quedara amarrado a su ser, que nunca se apartara de ella, que permaneciera a su lado, sucediera lo que sucediera. Cuando terminó la plegaria, intentó ponerse en pie, pero no consiguió hacerlo. Por el contrario, se sintió exhausta, agotada, como si un poder extraño y desconocido le hubiera absorbido hasta la última gota de sangre.

Esperó un día, dos, cuatro, una semana, pero aquella extraña divinidad a la que se dirigía cada mañana y no pocas tardes y noches no le dio respuesta. A decir verdad, pareció descargar sobre ella una pesada túnica de silencio. Fue esa falta de respuesta la que la llevó a pensar en buscar ayuda en otro lugar. Pero ¿dónde? La contestación se la dio, involuntariamente, un legionario. Durante tres días seguidos acudió a verla e incluso se permitió dejarle una propina. No pudo evitar interrogarle para averiguar si su suerte había cambiado. Apenas había terminado de formular la pregunta y el veterano comenzó a cantar las alabanzas de un mago egipcio que vivía en el castra. La semana anterior había acudido a visitarlo por cuestiones que no venían al caso. Por supuesto, le había dado consejo, pero además, como de pasada -era un personaje extraordinario aquel egipcio-, le había recomendado no perder la ocasión de jugar cuando la luna fuera amarilla. Amarilla. Ahí es nada. Bueno, pues se fijó en ello y fue a jugar. ¡Ganó casi la paga de un trimestre! Menudo personaje… alguien que puede leer en el porvenir y decirte lo que hay que hacer.

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