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– La casa está rodeada, kyrie.

Las palabras de Demetrio lo arrancaron de sus irritantes recuerdos. ¿Por qué aquel legionario tenía que haber venido a Roma, por qué tenía que haber experimentada ayuntamiento carnal con aquella esclava, por qué esa prostituta ocasional tenía que pertenecer a Lelia, por qué, además de fornicar, tenían que haber charlado sobre sus vidas y, sobre todo, por qué aquel bocazas al servicio del emperador tenía que haber estado destinado en Alejandría al mismo tiempo que vivía otro ser siniestro llamado Agesilao? No lo sabía. Quizá ni siquiera había una razón para todo aquello, pero lo que sí existía era una consecuencia, una consecuencia clara y evidente. Una vez más se veía obligado a huir y mucha suerte tendría si no acababa remando en una galera o colgando de una cruz romana.

15 VALERIO

Cogieron al anciano como si se tratara de un fardo maloliente del que había que desprenderse cuanto untes. Con cuidado, con asco, con miedo, lo agarraron por debajo de las axilas y por los tobillos y lo dejaron caer en la cuneta. Es verdad que no lo habían lanzado Contra el suelo, ni tampoco habían maldecido, ni parecían odiarlo. Simplemente se desprendían del viejo porque estaba enfermo y nadie -ni siquiera sus seres más cercanos- estaba dispuesto a correr el riesgo de verse contagiado por aquel mal desconocido e irremediablemente letal.

Valerio había captado la escena justo cuando se dirigía a la casa de Grato e inmediatamente se había tapa do la nariz y la boca, y, con celeridad, se había desviado por una calle lateral. Sabía que si las miasmas de aquel condenado a la muerte le alcanzaban, muy pronto sería otro muerto más al que dejarían caer en el arroyo. ¿De dónde procedía aquella plaga que estaba causando centenares de muertos al día? Había oído que se trataba de un castigo divino, algo similar a las flechas que Apolo había lanzado sobre los griegos durante la guerra de Troya. Sí, quizá. Desde luego, las explicaciones sobre los orígenes de aquel mal habían sido de lo más variado. Sin embargo, no había quedado convencido por ninguna de ellas. Se inclinaba más bien a pensar que el desastre procedía de aquella región perdida en Oriente donde tanto había sufrido.

Había llegado a esa conclusión no porque estuviera obsesionado por aquellos años -aunque no podía evitar que se le humedecieran las manos cuando recordaba algunos episodios acontecidos en el país de los partos-, no, más bien, lo que pensaba derivaba de lo que había visto. Durante el regreso, ya varios de los legionarios liberados habían caído enfermos e incluso no habían faltado los muertos a los que se había arrojado al mar. En algún momento que ignoraba, de alguna manera que ni siquiera podía imaginar, aquella extraña enfermedad había entrado en sus cuerpos famélicos seguramente sin encontrar mucha resistencia. Pero no se había conformado con corroerlos desde dentro, con arrancarles la posibilidad de respirar tranquilamente, con hinchar sus vientres. No, seguramente, la fuerza que impulsaba aquel mal consideraba que se trataba de presas demasiado poco valiosas. Por eso, de sus cuerpos había saltado a los más cercanos sin atender a su condición de esclavos o libres, de hombres o mujeres, de ciudadanos romanos o bárbaros. Nunca se había visto un poder más ciego y menos limitado por las diferencias humanas. A todos hería por igual.

Y entonces Valerio descubrió dos circunstancias que nunca hubiera podido imaginar. La primera fue que los médicos se habían apresurado a abandonar Roma en cuanto se percataron de que existía una epidemia. Aquella circunstancia sorprendió al optio porque hasta entonces los físicos que había conocido siempre habían sido hombres que servían en las legiones. Habían pasado frío y calor, hambre y sed, trabajos y fatigas, de la misma manera que cualquier otro hombre que combatiera bajo las águilas del césar. Cuando había heridas o miembros fracturados, cuando le arrancaban una mano a un legionario o le partían la cabeza a un centurión, acudían corriendo con la intención de reparar el mal. Lo conseguían en escasas ocasiones -eso era cierto-, pero, al menos, intentaban remediar la desgracia, curar la dolencia y paliar el dolor. Desde luego, nunca huían del padecimiento. Sin embargo, los médicos de Roma eran bien distintos. Cobraban a sus clientes sumas elevadas, se compraban villas en las afueras, recomponían los huesos de gladiadores o vendían pomadas rejuvenecedoras a damas presumidas y sí, llegado el momento de la verdad, huían. ¿Por qué, a fin de cuentas, debían cambiar el disfrute de sus fortunas amasadas con el ejercicio de la medicina por el riesgo derivado de atender a unos desdichados heridos por una extraña plaga?

Se sintió indignado Valerio al percatarse de aquella conducta, pero la que verdaderamente le hizo montar en cólera fue otra peor si cabía. Se trató del descubrimiento de que las familias romanas no eran más compasivas que los físicos. En realidad, éstos se limitaban a distanciarse de extraños peligrosos, pero las matronas honorables, los paterfamilias y los hijos obligados a la piedad por los dioses dejaban de atender a los que eran de su carne y de su sangre. La hija abandonaba a la madre que la había amamantado, la esposa empujaba al marido a la calle y el padre expulsaba al hijo de casa. Por regla general, los llevaban hasta las cunetas y allí los dejaban. Bien mirado, se trataba de una muestra de sensibilidad ciudadana. Dejaban a los contaminados en aquellos lugares donde no pudieran causar más daño.

De nada había servido al final tanta precaución. A pesar de las advertencias, de los insultos, de los escupitajos, de los golpes, los moribundos se arrastraban hasta las fuentes deseosos de apagar su ardiente sed con unas gotas de agua, defecaban en cualquier lugar, se desplomaban en medio de calles donde la muerte los sorprendía intentando regresar a sus hogares.

¿Cuándo había clavado la enfermedad sus garras en Grato? Con toda seguridad, después de encontrarse en Roma. Durante el viaje de regreso ni él ni Valerio ni ninguno de sus hombres habían mostrado ningún síntoma de la plaga. En realidad, la llegada a la capital les había infundido una nueva fuerza que casi, casi parecía jovial. A la espera de un nuevo destino, mientras se discutía si recibirían algún ascenso o, por lo menos, alguna recompensa económica, llegaron a creer que lo sucedido en Partia sólo había sido una experiencia mala, incluso terrible, pero no definitiva ni irreparable. Algún día, las legiones de Roma regresarían y recuperarían sus águilas y, si era la voluntad de los dioses, se encontrarían entre los que aplastaran a aquellos altivos bárbaros. Y entonces sucedió todo.

Una mañana, Grato le informó de que un centurión perteneciente a otra de las cohortes derrotadas en Partia estaba enfermo. Valerio sólo lo conocía de vista, pero Grato había combatido a su lado en el pasado y le dijo que pensaba visitarlo para llevarle algo de fruta y vino. El aspecto del hombre, de piel traslúcida y, a la vez, oscura, causó una pésima sensación en Valerio. De hecho, balbució una excusa para marcharse apenas llegó. Quizá eso le había salvado la vida. Porque Grato no tardó en enfermar y, en apenas una semana, el mal se extendió como una mancha de aceite en un paño y Roma contempló sus calles rebosantes de muertos, precisamente las mismas calles en las que resultaba imposible encontrar a un solo médico y en las que las familias abandonaban a sus familiares más cercanos y queridos.

Cuando todo aquello sucedió, Valerio recordó el pacto que habían cerrado en Partia, aquel que comprometía a dos docenas casi raspadas de legionarios a cuidarse de sí en medio de las mayores dificultades. Buscó entonces a sus antiguos compañeros de cautiverio. No pudo encontrar a ninguno. Los que habían sido ascendidos al grado de optio ya estaban encuadrados en nuevas unidades y los que seguían siendo simples legionarios habían resultado los primeros en salir de la capital hacia otro destino. Ni siquiera parecía seguro que a esas alturas estuvieran vivos. Le gustara o no -y debía confesar que abrigaba algo de miedo a la extraña enfermedad que diezmaba Roma-, su deber era permanecer junto a Grato.

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