La experiencia de Plácida era escasa y agradeció los consejos que Rode le daba. En su desgracia, había llegado a pensar que el simple hecho de saber cómo complacer a un legionario le dotaba de un valor especial y que, por lo tanto, podía sentir un cierto orgullo absolutamente perdido desde el día en que un borracho la convirtió en un ser deformado. Durante los tres años siguientes, recorrieron un par de castra. Se dirigían ahora hacia el tercero. La única diferencia era que de éste les habían dicho que hacía mucho frío.
9 CORNELIO
No te lo crees?
Cornelio no respondió. En realidad, ni lo creía ni lo dejaba de creer. Simplemente, le resultaba chocante.
– Pues es la pura verdad, muchachito, la pura verdad -continuó el vejete sin dejar de caminar-. Se atascan por eso y luego la peste… ¡puafff, menuda peste!
El joven guardó silencio. Tenía que reconocer que Roma no se correspondía mucho con las ideas, bien confusas por otra parte, que tenía formadas sobre la capital. Sin embargo, tampoco podía decirse que su concepto de lo que podían ser las diferencias hubiera transitado por aquellos terrenos. Era cierto que esperaba más calles que en su pueblo, pero no pudo jamás imaginar aquellas casas de hasta cinco y seis pisos, llenas de gente ruidosa, que hablaba en otras lenguas. Era verdad que se había hecho a la idea de vías más anchas que los caminos de cabras que conocía, pero no hubiera pensado nunca que estuvieran atestadas de comercios, de carricoches, de olores completamente ignotos. Era real que había imaginado que en aquella urbe inmensa podían existir ladrones, asaltantes e incluso homicidas, pero que intentaran asaltarlo en plena noche, que se salvara de la muerte hundiéndose en una cloaca y que pudiera ver lo que había contemplado… no, eso no.
Y es que lo que acababa de ofrecerse a sus ojos le había llamado la atención de una manera totalmente inesperada incluso en aquella urbe de prodigios impensables. Se trataba de una veintena de niños recién nacidos. Lo peculiar no era que contaran con pocas horas de vida -seguramente ninguno llegaba al día-, sino que estaban abandonados a la orilla de aquel trozo del trazado de las cloacas que emergía a la luz y resultaba difícil de distinguir del propio río Tíber. Alguno lloraba, era cierto, pero la mayoría estaban quietos y callados emitiendo como mucho un gemido casi inaudible, como el de un perrillo a punto de morir. Al preguntar qué era aquello, el vejete había respondido con la misma indiferencia con la que se hubiera referido a un arbusto colocado al borde del camino. Se trataba de niños abandonados por sus padres. Los expuestos a la muerte. Claro que también le había aclarado que no todos morían. Algunos, los que respiraban cuando aún llegaban las mujeres, eran recogidos para ser vendidos como esclavos. Lupanaria para ellas y minas para ellos. La mayoría -había añadido enseguida- eran niñas. Sí, rara era la familia romana que deseaba tener más de una en casa. Las que venían después de esa primera hembra -salvo que se produjera su muerte- eran carne de exposición.
Hasta ahí el vejete se había referido a todo con calma, con sosiego, de la manera más natural, pero justo al llegar a ese punto de su aburrida exposición, había recordado un detalle. Precisamente el detalle que había llamado más la atención de Cornelio. Había días en que llovía, o en que los habitantes de Roma habían orinado más de lo habitual, o en que el río había recibido un empujón del agua fundida de los torrentes. Había días, a fin de cuentas, en que el caudal del Tíber se ensanchaba y con él lo que contenían las cloacas. Cuando eso sucedía, las aguas se llevaban a los niños -aún vivos o ya cadáveres- antes de que pudieran hacerlo las alimañas o los ladrones de criaturas. No debería haber tenido mayor importancia, pero lo cierto es que aquellos cadáveres diminutos acababan atascando los servicios de limpieza de la capital. Excrementos, orines, detritus de la procedencia más diversa comenzaban a atascarse provocando el mal olor, una peste verdaderamente asfixiante, en la zona de las calles afectadas por aquella obstrucción de carne y hueso.
– No te preocupes, muchacho -dijo el vejete como si adivinara el contenido de los pensamientos de su acompañante-. Siempre acaban arreglando el problema. Huele mal, eso es cierto, y cuando sacan los cuerpecillos da mucho asco, pero todo se arregla. Mira, eso es algo que debes recordar siempre en Roma. Problemas no faltan, pero siempre, ¿me oyes?, siempre, acaban arreglándose. Por algo somos el centro del mundo.
Sí, pensó Cornelio para consolarse, eran el centro del mundo, el lugar adonde afluían todos los que deseaban encontrar gloria o servir al imperio o hacer fortuna. Y, sin embargo… sin embargo, lo único que el joven quería ahora era poder quitarse toda la inmundicia que le cubría y sentirse limpio. No hubiera podido desear nada con más ansia.
10 ARNUFIS
El dibujo, áspero pero elocuente, de Demetrio salvó a Arnufis de morir de hambre o de terminar condenado por deudas ante un tribunal romano. No era poco. Sin embargo, el mago no había navegado hasta Roma para conformarse con aquello. Durante unos meses, subsistió a costa de mujeres que deseaban saber si tenían posibilidades de quedarse embarazadas, de mujeres que ansiaban enterarse de las infidelidades -reales o supuestas- de sus maridos o amantes, y de mujeres que se desvivían por vengarse de vecinas a las que consideraban odiosas o de suegras no menos aborrecidas. Sí, sus clientes eran, en su inmensa mayoría, mujeres. Ocasionalmente, aparecía algún hombre como aquel negro aquejado de impotencia que lloraba señalándose el miembro viril como un cocinero señalaría un guiso quemado e inservible. Pero se trataba de la excepción a la regla general. Mujeres, mujeres, mujeres eran las que venían a pedir ayuda y, por supuesto, su peculio resultaba limitado y, a veces, hasta ridículo. La única diferente -¡y cuánto!- fue Lelia. Llegó una tarde acompañando a Antonia, una de sus clientes más asiduas, una mujer de pésimo aliento y dientes encabalgados a la que prodigaba consejos para retener a su lado a un amante que hubiera podido ser casi su nieto.
– Kyrie -le dijo Antonia con una sonrisa de complicidad que repugnaba a Arnufis-. Traigo a una amiga de confianza. Se llama Lelia.
La frialdad del rostro del mago no experimentó la menor variación al percibir cómo se dirigían a él en un pésimo griego. A decir verdad, le sacaba de quicio la disposición que tenían algunos romanos por aparentar una cultura de la que carecían por completo. Como buen egipcio, conocía el griego desde la infancia. Aquella arpía, sin embargo, no sabía más de media docena de palabras que empleaba a cada paso. Kyrie para referirse a él, dule para hablarle a Demetrio, kalon, kalon, para señalar que algo le gustaba. ¡Qué personaje más deplorable! A saber con qué estupidez llegaba.
– ¿Qué puedo hacer para servirte? -dijo, finalmente, Arnufis.
– Mi marido… -respondió Lelia-. Estoy segura de que me engaña con una mujer más joven.
¡Con una mujer más joven!, pensó Arnufis. ¡Qué necedad! Por supuesto. Si fuera mayor que ella, tendría que tratarse casi de una anciana.
– Permíteme tu mano -dijo el egipcio tendiendo la suya con la palma vuelta hacia arriba.
Lelia estiró la diestra en un intento de posarla sobre la del mago. Pero no lo consiguió. Como si fueran las fauces de un cocodrilo, los dedos del egipcio se lanzaron sobre la mano de la mujer cerrándose sobre ella.
– No tengas miedo -susurró mientras percibía el temor que sacudía el cuerpo de la recién llegada-. Sosiégate.
Lelia respiró hondo e intentó serenarse. No lo consiguió. En realidad, el contacto con aquel hombre le producía una turbación que no conseguía dominar.
Sin dejar de mirarla a los ojos, Arnufis le abrió la mano y comenzó a deslizar el dedo corazón sobre la palma. Sabía de sobra que no había nada que se pudiera leer en aquella superficie blanca, ahora sudorosa por la ansiedad. Por eso, no se molestaba en echarle un vistazo. No, la mirada había que mantenerla clavada en la presa, para ver cómo reaccionaba. Se trataba de algo tan sencillo -y, a la vez, tan complicado- como pescar.