– Tu esposo es infiel -dijo en la seguridad de que acertaba. Jamás había conocido a un marido romano leal a su mujer y sería demasiada desgracia que el de Lelia constituyera una excepción.
El rostro de la romana se contrajo débilmente en torno a los ojos. Vaya, vaya, así que no le causaba mucha pena… bueno, era un dato digno de consideración.
– Pero no veo un divorcio cerca -prosiguió Arnufis sin dejar de observarla un solo instante.
– Yo no quiero un divorcio… -intervino Lelia-. Si él desea llevar esa vida… pues…
– Accede a la solicitud de ese hombre joven -cortó el mago.
Lelia dio un respingo como si la hubiera tocado con un trozo de electrón cargado. Bien, bien, bien… así que tenía un pretendiente…
– ¿Cómo… cómo lo sabes? -balbució la mujer con los ojos abiertos como platos.
– Puedo leer tu mano -respondió con autoridad el egipcio-… y tu corazón.
– Y tu futuro -intervino la vieja-. No sabes cómo es, este hombre… ve todo, todo.
Lelia permaneció callada. En ese momento, se sentía abrumada, sorprendida, estupefacta. ¿Sería verdad? ¿Podía ser cierto? Entonces…
– Si… si le hiciera caso… -se interrumpió por un instante-. No… no estoy diciendo que sea como dices… pero… pero si lo fuera…
– No intentes ocultarme cosa alguna -cortó el egipcio-. No serviría de nada porque no existe posibilidad de esconder algo a mis ojos.
Lelia tragó saliva. Ahora le temblaba todo el cuerpo y resultaba imposible ocultarlo.
– ¿Me… me tratará bien?
– Mucho mejor que tu marido -respondió Arnufis-. Te desea. Mucho. Ansía hundirse en ti.
– Ya te lo decía yo -susurró la vieja al oído de la mujer.
Lelia dio un tirón y liberó la mano de la presa a la que la tenía sometida el mago.
– ¿Cómo… cómo sé que no me engañas?
El movimiento había desprendido la tela con que Lelia se tapaba el cuello dejando al descubierto un collar de no pequeñas dimensiones. Esta vez Arnufis tuvo problemas para mantener la impasibilidad. Resultaba obvio que aquella mujer era acaudalada. Mucho. Seguramente porque lo era su marido. El que iba detrás de otras. Sí, con toda probabilidad, había intentado distraerla con regalos como aquél y, si ése era el caso…
– Podría arrojarte a la calle por dudar de mí -dijo el egipcio con un tono de voz gélido-. Eso es lo que te merecerías por tu falta de confianza, por venir a insultarme a mi propia casa.
– Kyrie, mi amiga… -comenzó a interceder la vieja. Arnufis levantó la mano derecha imponiendo silencio.
– ¿Sabes, mujer, que en mis manos está desencadenar sobre ti la más terrible de las maldiciones? -Yo… yo…
– No digas una palabra -la redujo a silencio el mago-. Has pedido una prueba y una prueba tendrás. Basta con que me invites a tu domus para mostrarte mi fuerza.
Lelia palideció al escuchar las palabras del egipcio. Era obvio que la propuesta, lejos de parecerle tentadora, la intimidaba. Por un instante, Arnufis pensó que había elevado la apuesta con demasiada premura. Se maldijo interiormente. Era obvio que iba por buen camino y ahora lo había estropeado todo. No pudo evitar el, recuerdo de Sísifo, aquel fulano al que los dioses habían castigado a subir a empujones un pedrusco por la ladera de una montaña para desplomarse siempre que estaba a punto de alcanzar la cima. ¿Cómo podía haber sido tan necio? Oh, y además con una mujer de tanta fortuna…
– ¿Cuándo… cuándo quieres acudir a mi casa? -dijo con voz queda Lelia arrancándole de sus tenebrosos pensamientos.
Por un instante, Arnufis no estuvo seguro de haberla entendido correctamente. Entonces… entonces se rendía, se entregaba, se sometía.
– Pasado mañana -respondió con la mayor autoridad de la que fue capaz-. Por la noche. Invita a tus conocidos y familiares.
Cuando Lelia y su antigua cliente se marcharon, Arnufis no estaba seguro de haber logrado sus objetivos. La mujer se había negado, al fin y a la postre, a darle su dirección alegando que tenía que consultar todo con su marido. Es verdad que había repetido hasta la saciedad que consideraba un privilegio que deseara visitar su domus, pero…
El día siguiente se le hizo interminable. Mientras atendía a una verdulera, a una panadera y a dos prostitutas, no dejó de preguntarse cuándo aparecería Lelia, si es que se dignaba hacer acto de presencia. No fue a verlo. Sin embargo, le envió un esclavo con una nota. Lo esperaba a la tarde siguiente -la del día que había señalado el mago- en su domus. Había hecho extensiva la invitación a sus amigas y, aunque no podía asegurarle cuántas acudirían, estaba convencida de que no serían menos de una docena.
Arnufis dejó sobre una mesita la misiva y a continuación, de manera instintiva, se frotó las manos con satisfacción.
La domus de Lelia se hallaba situada en una zona acomodada de la ciudad. No excesivamente rica, pero sí desahogada y próspera. Era una de esas áreas en las que no se encontraba a familias de la clase senatorial, pero en las que abundaban los equites y los homines novi. En otras palabras, los que habían prosperado económicamente a pesar de no pertenecer a la clase más elevada y pugnaban casi a diario por integrarse en ella. ¿A qué podría dedicarse el marido de Lelia? ¿Trigo de Egipto? ¿Aceite y garum de Hispania? ¿Especias de Asia? Quizá a todo, o quizá a nada. En cualquier caso, sus esclavos, no eran ni escasos ni mal educados. Limpios, correctamente peinados y adecuadamente vestidos, condujeron a Arnufis y a Demetrio, a través de un pluvium y varias galerías, hasta llegar a una sala espaciosa.
-Ecce est! Ecce est! -dijo Lelia dando un salto de su triclinio y encaminándose hacia el lugar donde se encontraba Arnufis-. Ya os dije que vendría.
El mago sintió la enorme excitación albergada en la mujer cuando le agarró de la mano derecha y tiró de él hacia el centro de la estancia. Sabía que no era prudente fijarse demasiado en el lugar, pero aun así a su mirada inquisitiva no escaparon la abundancia de comida, la manera ostentosa en que vestía la casi totalidad de los presentes y el aspecto de gañanes enriquecidos de los hombres. Sobre las mujeres… bueno, mejor era no pensar en lo que parecían.
– ¿Así que éste es el ariolus egipcio del que nos hablabas? -se alzó al fondo una voz ya empañada por el alcohol.
– Pues claro que lo es, Marco, claro que lo es -respondió otra cargada de incrédulo cansancio.
– Bien, ¿y qué sabe hacer este hombre? -indagó un tercero-. ¿Lee el porvenir en las tripas de los pollos?
– ¡Oh, vamos, callaos! Ya estamos cansados de vosotros y lo que queremos es divertirnos…
Sí, no cabía duda. Lo que deseaban era divertirse. ¿Acaso ansiaban otra cosa los habitantes de Roma desde el más empingorotado senador hasta el último de los miserables venidos del norte de África en busca de un mendrugo? Bien. Si lo que ansiaban era entretenimiento, no iban a quedar defraudados.
– Kyrie, te ruego que perdones a mis invitados -le dijo un hombre de ojos casi oblicuos y escaso pelo que se había acercado hasta el lugar donde se encontraba.
Arnufis lo miró. Sí, debía de ser el marido de Lelia. Un plebeyo que se había enriquecido y ahora se dedicaba a buscarse amantes jovencitas, a comprar una domus grande y a quién sabía qué otras estupideces.
– ¿Te apetece una copa de vino? -continuó hablando el calvo-. Es excelente. De Hispania, nada menos.
El egipcio no respondió al ofrecimiento. Sólo miró al hombre y le dijo:
– ¿Hay recado de escribir en esta casa?
– ¿Recado de escribir…? Pues sí, sí, creo que sí…
Arnufis abrió los brazos como si pudiera abarcar con, ellos toda la estancia y dijo:
– Todos vosotros deseáis saber si lo que Lelia os ha contado es cierto.
Un murmullo de protesta acogió la declaración del egipcio.
– Es inútil que lo neguéis -dijo sin bajar los brazos-. Lo sé perfectamente. Pues bien, quiero deciros que lo vais a averiguar enseguida. Os darán ahora recado de escribir.