Observó que dos esclavos acababan de llegar con las tablillas de cera y los estiletes. Por lo menos había que reconocer que el paterfamilias de la domus se estaba esforzando. Esperó a que todos dispusieran de material para escribir y sólo entonces siguió hablando.
– Escribid ahora en la tablilla vuestro nombre y el problema que más os angustia.
Los invitados se intercambiaron miradas preñadas de preguntas, pero el paterfamilias zanjó la cuestión.
– ¡Vamos! ¡Haced lo que os dice!
– Sí, sí, hacedlo -le secundó Lelia.
– Recogedlas -dijo Arnufis cuando se percató de que todos habían acabado de escribir.
Los esclavos obedecieron con diligencia. Resultaba obvio que estaban acostumbrados a hacerlo.
– Colocadlas en esta mesa, pero boca abajo -ordenó ahora el egipcio-. De manera que no pueda leerlas.
Una vez más, los siervos actuaron como se les ordenaba. Arnufis fingió observarlos, mientras su mirada recorría los rostros de los presentes. De momento, estaban expectantes. Como mínimo.
Esperó unos instantes a que todas las tablillas hubieran sido depositadas ante él y luego dio un paso hacia la mesa. Respiró hondo, cerró los ojos y alzó las manos hasta que los brazos adquirieron una posición casi paralela a su cuerpo. Guardó silencio unos instantes y entonces, de la manera más inesperada, lanzó un alarido. Los grititos de sobresalto que escuchó le confirmaron que había logrado su objetivo. No era otro que desconcertar a aquellos palurdos. Entonces, con los párpados cerrados, estiró la mano hasta que sus dedos tocaron una tablilla. Con gesto solemne, la elevó sobre su cabeza y describió tres círculos sobre su coronilla.
– Lucio -dijo con tono firme y solemne, como si fuera un sacerdote a través del cual un dios se dirigiera a los simples mortales-. Tu vientre te atormenta…
– ¡Es verdad! ¡Es verdad! -sonó una voz al fondo.
– Deja de preocuparte. Te curarás en dos días -cortó el entusiasmo del hombre a la vez que echaba un breve vistazo a la tablilla, la depositaba sobre la mesa y cogía otra.
Volvió a repetir el ritual de llevarse la tablilla hasta la cabeza y trazar con ella tres círculos. Sin bajarla, dijo:
– Porcia. Deseas complacer a tu esposo. Bien, nada mejor puede desear una buena esposa.
Un murmullo de risitas recorrió la estancia. Una jovencita de cabellos rojizos y tez arrebolada bajaba la vista. Sí, debía de tratarse de ella. Arnufis depositó la tablilla sobre la mesa y cogió una tercera repitiendo los pases que había realizado ya dos veces.
– Vitelio -dijo-. No debes temer por ese negocio. Saldrá bien o, en caso contrario, los dioses, que te son muy propicios, te entregarán una ganancia mayor con otro.
– ¡Por Júpiter, va a merecer la pena el haber venido! -comentó con la sonrisa en el rostro un hombre de unos cuarenta años, de pelo crespo y ojos saltones.
Nuevamente, Arnufis echó un vistazo a la tablilla, la dejó sobre la mesa y tomó otra. Repitió el ritual una y otra y otra vez hasta que terminó con el montón. No se equivocó ni una sola vez. En todos y cada uno de los casos, acertó el nombre del interesado y el problema que había escrito. En todos y cada uno de los casos, señaló un posible remedio o pronunció un pronóstico favorable. En todos y cada uno de los casos, infundió en los presentes la convicción de que estaban presenciando algo que superaba con mucho los límites de la conducta normal entre los mortales. Aquel hombre estaba poseído -¿quién podía dudarlo?- de un poder absolutamente sobrenatural, indescriptible, sobrecogedor. Esa potencia era la que le permitía adivinar lo que aparecía en cada tablilla con absoluta exactitud y añadir luego un pronóstico o un remedio.
Arnufis dejó la domus seguido por un Demetrio que, a duras penas, podía sostener todos los regalos que había recibido. Sin embargo, por encima de las monedas, del jamón, del vino, del aceite, el mago egipcio llevaba consigo algo de una importancia muchísimo mayor. La satisfacción que derivaba de la seguridad de que los días de la fortuna -de la verdadera, de la real, de la que sobrepasaba la mera supervivencia por muy holgada que ésta pudiera ser- habían llegado.
11 VALERIO
Al rendirse, los hombres del centurión Grato salvaron la vida. Durante los meses siguientes, tuvieron sobradas ocasiones de lamentar el no haber muerto combatiendo. A pesar de que lo exigieron, lo pidieron, lo suplicaron, los partos no les dieron de comer ni de beber en dos días. Dos días en los que no dejaron de caminar bajo un sol que descendía sobre ellos como sí fuera plomo derretido, dos días en los que no dejaron de recibir los golpes de sus captores, dos días en los que no dejaron de preguntarse qué sería de ellos cuando alcanzaran su destino. Llegaron, al fin y a la postre, a una población parda y polvorienta perdida en medio de la nada.
– ¿Aquí nos darán agua? -escuchó Valerio que musitaba uno de los legionarios más veteranos, un soldado cuyas carnes parecían haberse escurrido en las últimas horas como si se tratara de un odre que se hubiera ido vaciando.
Nadie se atrevió a responder la pregunta porque ansiaban que la respuesta fuera afirmativa, pero no tenían ninguna confianza en que así resultara.
Aquel día, un día en que el sol abrasador quedó empañado por unas nubes blanquecinas y desvaídas, les permitieron beber unos sorbos antes de encerrarlos en algo parecido a una cochiquera. Incluso pudieron dormitar unas horas, desplomados sobre un suelo sucio y con olor a estiércol.
De aquel sueño los arrancaron las patadas de algunos jinetes partos. Penetraron en el recinto inmundo y escogieron a tres de los cautivos. Seguramente, se trató de una selección al azar, sin razón alguna determinada, pero con un propósito obvio. Valerio, exhausto y adormilado, se percató de todo cuando ya los sacaban a empujones.
– Pero… pero ¿dónde los lleváis?
– ¿Qué van a hacer con ellos?
– ¡Bárbaros! ¡Miserables! ¡Bárbaros!
Los partos no dieron respuesta a sus prisioneros. Tan sólo uno de ellos, antes de cerrar la puerta de la pocilga, señaló un ventanuco para realizar, acto seguido, un gesto obsceno.
Por un segundo, los hombres de Grato permanecieron inmóviles sin entender nada, pero, de repente, un presentimiento los catapultó hacia la oquedad de la pared. Se agolparon como moscas que, golosas, ansiaran hartarse de miel. Hallaron acíbar.
Los legionarios caminaron unos pasos con las manos alzadas sobre el rostro, deseando proteger unos ojos que estaban cansados y enrojecidos. Por eso tardaron en percatarse de que los conducían a una plaza desnuda, situada a unos centenares de pasos de la cochiquera, y donde se erguían tres postes. Sólo cuando escucharon los rugidos de la muchedumbre que había situada en semicírculo, comenzaron a sospechar cuál iba a ser su destino. Intentaron resistirse, pero fue inútil. Unos bastonazos asestados con energía disiparon las escasas fuerzas de los desdichados. Arrancarles los harapos, atarlos y sujetarlos a los postes apenas significó un esfuerzo para los partos.
– ¿Qué pasa, optio? -preguntó uno de los legionarios a Valerio.
– No molestes -le cortó Grato, que era junto con el optio el único que podía asomar la cabeza por el ventanuco.
El legionario dio unos pasos atrás y musitó:
– Bueno… pero decidnos qué sucede…
Lo que sucedía no pudieron verlo, pero lo escucharon. Oyeron con toda nitidez los alaridos desgarradores de unos hombres a los que los partos desollaban con habilidad y delectación; y las aclamaciones de una muchedumbre ansiosa de ver el sufrimiento de sus enemigos. Los dejaron colgando de los postes para que sus últimas horas de agonía se vieran agitadas por los impactos de los excrementos y las frutas podridas que les lanzaban los partos; por los picotazos crueles y golosos de los tábanos; por las raspaduras ardientes de los rayos del sol.