Lo primero que había anidado en su corazón era el propósito de actuar de manera diferente como legionario. En la medida de lo posible, se negó a practicar la extorsión, evitó calumniar o adular, y se conformó con su paga. Al principio, aquella conducta molestó a sus compañeros -no digamos a sus subordinados-, que no veían por qué comportamientos tan habituales tenían que ser reprimidos. Sin embargo, al cabo de muy poco tiempo, llamó la atención de sus superiores directos. De aquel hombre -un veterano, por más señas- podía esperarse que no llegaran quejas de alguna persona a la que habían obligado a soltar dinero, que no apareciera por la tienda de un legado o un tribuno criticando a cualquier compañero y que no organizara motines ni los mirara con complacencia cuando se retrasaban los cobros del salario. En otras palabras, se había convertido en la persona de confianza en la que cualquier oficial desea descansar sin temor a que le defraude en el momento más inesperado. Su propuesta de ascenso a centurión fue aplaudida unánimemente por sus superiores aunque no pudiera conjurar los celos de algunos legionarios.
Aquel cambio no excitó su ambición. Todo lo contrario. Le llevó a pensar que lo mejor que podía sucederle era llegar al final de su tiempo de servicio y, en breve, concibió la esperanza de que el dios en el que creía, al que se dirigía varias veces a lo largo de la jornada, al que adoraba de manera especialmente fervorosa al principio del día, le salvaría la vida permitiéndole un retiro tranquilo. Precisamente, al poco de comenzar a abrigar aquella alentadora sensación, se produjo el primero de una serie de sueños que se habían repetido durante años.
A decir verdad, lo que contemplaba era siempre muy similar. Tanto que parecía más un sola experiencia onírica con ligeras variaciones que sueños distintos. Siempre se veía caminando hacia su hogar por una calle especial. Era, desde luego, bien diferente de las que había conocido en Roma o en los lugares donde había servido. Las viviendas -no estaba seguro de que se tratara de domusestaban separadas entre sí por jardincillos y huertos, y no faltaban los árboles que flanqueaban la vía arrojando sobre ella
una grata sombra. Caminaba él hacia su morada. Aunque no siempre llegaba a verse, cuando se daba esa circunstancia, llevaba una ropa de cierto abrigo. Este hecho le
hacía pensar que el clima de aquel lugar desconocido debía de ser suavemente frío, aunque soleado, precisamente el que más le agradaba. También resultaba habitual que sujetara en la mano izquierda o bajo el brazo un rollo escrito, aunque no sabía de qué podía tratarse.
De repente, cuando menos lo esperaba, llegaba a una domus que era suya. Entonces, la puerta se abría y dos niños de no más de cuatro o cinco años, un varón y una hembra, salían corriendo a su encuentro. Se abrazaban a sus piernas, contentos, sonrientes, felices de verlo, y lo llamaban «padre» y, justo en ese momento, en el umbral aparecía una mujer que se secaba las manos. Nunca lograba ver su rostro. Una luz, una sombra, una nube diminuta cubrían sus facciones, pero el legionario sabía de sobra que era su esposa y entonces una alegría serena, un gozo tranquilo, una dicha indescriptible, le llenaba el corazón. Era justo el instante previo a que se despertara y comprobara que dormía en un castra, al lado de docenas de legionarios.
¿Tenía algún sentido aquel sueño? No se hubiera atrevido a sugerirlo siquiera. Se decía que resultaba demasiado hermoso como para constituir un vaticinio y que, por otro lado, quizá tan sólo expresaba un deseo que nunca se convertiría en realidad. Pero… pero ¿y si no fuera así? Si no fuera así, estaba tranquilo. Lo estaba con una paz que no había conocido nunca antes.
Se puso de pie y con gesto experto se limpió la tierra de las rodillas y se bajó el uniforme para cubrirlas. No hubiera deseado ensuciar sus vestimentas de legionario ni siquiera para orar. Recompuso el subarmilis, pero no se colocó la lorica segmentata. Su utilidad era innegable en batalla. Sin embargo, para el trabajo del campamento tan sólo hubiera significado un estorbo. Lo mismo se podía decir de la espada. En el castra bastaba con una daga y el bastón. Hasta podía ahorrarse el uso del yelmo. Sopesaba si lo utilizaría o no cuando hasta él llegó un sonido de difícil identificación. Le pareció un jadeo, acompañado de unos pasos apresurados y seguido por un forcejeo. Y entonces, mientras se preguntaba por el origen de aquellos ruidos extraños, le golpeó los oídos un grito desesperado, animal y -cosa sorprendente- femenino.
2
Descargó con saña su manaza sobre el rostro de la meretrix. A decir verdad, hubiera bastado con mucho menos para que las piernas no pudieran sostener a la pobre mujer. Celio era conocido en la cohorte precisamente por un juego consistente en permitir que su mano se desplomara sobre algún infeliz que estaba cerca. No lo hacía con fuerza, ni tomaba impulso. Tan sólo la dejaba caer. Raro era el legionario que soportaba aquel impacto de un simple peso muerto. Era más que posible que la desdichada tuviera a esas alturas algún hueso roto.
– ¡Eh, Celio! -gritó el centurión mientras corría hacia el legionario-. ¡Deja a esa mujer!
Pero Celio no escuchó la orden o si lo hizo, no manifestó la menor intención de obedecerla. Levantó a la meretrix del suelo contra el que la había estrellado. Fue como alzar un guiñapo, pero la ramera sólo se mantuvo erguida un instante. Justo el que la sostuvo la mano izquierda de Celio antes de propinarle un nuevo puñetazo.
El centurión acertó a ver el rostro de la lupa, de nuevo lanzada contra tierra. No pasaba de ser una masa sanguinolenta. Entre la sangre y la hinchazón, hubiera resultado prácticamente imposible distinguir sus facciones.
– ¡Celio!
El nuevo grito del centurión sonó apenas un momento antes de que el legionario clavara su talón derecho contra la espalda de la mujer. No llegó a repetir el golpe. El canto de la mano de su superior le golpeó a la altura de la nuez. Trastabillando, Celio retrocedió un par de pasos.
– ¿Te has vuelto loco, legionario? -le increpó.
Pero Celio no respondió. Tosía y estiraba las manos como si pudiera alcanzar con la punta de los dedos el aire que se le escapaba. Aún necesitó algunos instantes para recuperar el resuello. El golpe recibido hubiera resultado mortal si así lo hubiera querido el centurión. Sin embargo, dominaba lo suficiente el arte del pugilato como para inmovilizar medianamente a su adversario sin causarle
lesión alguna.
– ¿Qué haces? Esto te va a costar caro -dijo con tono de
autoridad el centurión, la suficiente como para que Celio se reportara.
El legionario respiró hondo, parpadeó y entonces, como si lo hubiera movido un resorte, se lanzó de nuevo
sobre la mujer. No llegó a alcanzarla esta vez. Con un gesto rápido, el centurión trazó un semicírculo con su bastón. Fue un movimiento certero desde la línea paralela
con su pierna hasta el escroto de Celio. El aullido que
lanzó esta vez el legionario hubiera bastado para convencer a cualquiera de que su indisciplina había llegado al final. Con ambas manos colocadas en las ingles, boqueaba.
– Bien -dijo el centurión-. Ahora quiero saber por qué golpeabas a esta mujer.
La meretrix emitió un gemido apenas audible, como el
de un gatito a punto de morir. No cabía duda de que se
había empleado a fondo con ella.
– ¡Vamos! Responde. Ya.
Pero el legionario no estaba dispuesto a responder a las preguntas de su superior. Separó las manos de su bajo vientre, lanzó un grito salvaje y estiró la mano para agarrar a la mujer que yacía a un par de pasos. Consiguió agarrarle un tobillo y tiró de él como si fuera la pata de una gallina asustada o una muñeca de trapo.
– ¡No, no, noooo…! -comenzó a sollozar la mujer nada más sentir la presa que acababa de cerrarse sobre ella.