– ¿Cómo continúa la enferma?
Rode dio un respingo al escuchar la pregunta y giró el rostro hacia la entrada de la habitación que ocupaba en la canaba. La silueta que se recortaba contra la escasa luz que procedía del interior era la de un legionario.
La meretrix parpadeó para captar su figura. Pudo hacerlo cuando ésta penetró en la estancia. Se trataba de un centurión, precisamente el mismo que había impedido que aquel legionario llamado Celio matara a Plácida.
– ¿Qué tal sigue? -indagó de nuevo.
Un pujo de hiriente desconfianza se extendió por el pecho de Rode como si fuera una mancha de aceite caída sobre un paño. ¿Por qué acudía el centurión a interesarse por una simple lupa que no era ni su concubina ni formaba parte de su propiedad? ¿Qué deseaba? La experiencia le decía que, con toda seguridad, tenía la intención de cobrarse el favor. A fin de cuentas, nadie ayuda a una meretrix sin tener en el corazón el propósito de recibir algún pago en carne o en metal. Bueno, era justo. Había salvado a su amiga, ella estaría encantada de saldar la deuda.
– Algo mejor -respondió fingiendo creer que el centurión sentía interés por Plácida-, pero no termina de recuperarse.
– ¿Cuántos días más puede seguir así? -indagó el veterano.
– ¿Cuántos días…? No lo sé. Una semana, dos… Sólo los dioses podrían responder a tu pregunta.
El centurión movió las cejas en un gesto incómodo. No cabía duda de que no había quedado satisfecho con aquella contestación.
– ¿Qué cobraba tu amiga por su trabajo?
Rode se quedó sorprendida al escuchar la nueva pregunta. ¿Adónde quería ir a parar aquel sujeto? ¡Ah, sí, claro! Estaba tanteando el valor de la pobre Plácida para calcular lo que podía sacar de su intervención. Desde luego, no cabía duda de que todos los hombres eran iguales. Unos verdaderos cerdos.
– Lo habitual -respondió secamente Rode.
– Lo habitual -repitió el centurión-. Ya… ¿Cuánto es lo habitual?
Rode miró sorprendida al legionario. ¿Deseaba burlarse de ella? ¿Acaso no tenía otra mejor manera de divertirse que mofándose de una meretrix? Le estaba agradecida por haber salvado a Plácida, pero eso no le concedía ningún derecho a…
– Ignoro lo que cobra una mujer como ella -dijo el legionario interrumpiendo los pensamientos airados de Rode-. Nunca vengo a la canaba.
La meretrix frunció el ceño. Por un momento, intentó recordar si había visto con anterioridad a aquel hombre. No, desde luego, con ella no se había acostado y tampoco era uno de los que tenían una concubina entre las otras meretrices. A ésos los conocía porque aparecían por las canabae armando gresca y pidiendo el dinero que habían logrado en el lecho sus mujeres. Bien. Quizá fuera cierto que no sabía nada. De manera breve, pero detallada, Rode explicó al centurión los servicios que rendía diariamente una mujer como Plácida y lo que cobraba por ellos.
– Habría que descontar los días en que tiene la menstruación -señaló el legionario-. Imagino.
– Sí, por supuesto. No es habitual trabajar en esos días.
– Bien -dijo el centurión mientras sacaba una tablilla de cera y un punzón-. Por lo tanto… si hablamos de cinco días menos al mes… Son unos cinco días, ¿verdad?
– Más o menos.
– Bueno, pues entonces… -prosiguió con sus cálculos-. No es pequeña pérdida la que ese asno ha causado al amo de esta mujer.
– No -reconoció Rode-. No lo es.
– En cualquier caso -añadió-, aquí la que más pierde es esa infeliz. Cualquiera sabe si se recuperará y cómo.
Rode clavó la mirada en su interlocutor, como si pudiera leer los pensamientos que se ocultaban tras sus ojos castaños y profundos. ¿A qué obedecía aquel comentario? ¿Verdaderamente sentía lo que estaba atravesando Plácida? Sacudió la cabeza desechando tal eventualidad. No, con seguridad, se trataba de una argucia. Sí, debía de ser una treta para facilitar el camino a sus intenciones. Las mismas de todos.
– Tengo muchas cosas que hacer -dijo Rode con tono áspero mientras se llevaba la mano al broche que sujetaba su túnica con la intención de soltarlo-. Así que no perdamos más tiempo.
Pero no llegó a desnudarse. Antes de que hubiera comenzado a hacerlo, el centurión abandonó la estancia.
4
Así que ésas son las órdenes. ¿Han quedado entendidas?
Los oficiales asintieron con un gesto. A excepción del tribuno Cornelio, todos eran veteranos y no se trataba de la primera vez en que recibían instrucciones. Por lo demás, no pasaba de ser una expedición de tanteo. Buscar al enemigo, localizarlo, ocasionarle un escarmiento y, acto seguido, imponerle condiciones de paz. Una tarea rutinaria, a fin de cuentas.
– En ese caso, podéis retiraros -dijo el legado Pompeyano.
Los hombres saludaron marcialmente y comenzaron a salir de la tienda.
– Cornelio, quédate un momento -ordenó el legado. El joven se detuvo y cruzó la distancia que le separaba de su superior.
– Domine -dijo-. Quid vis?
– Es tu primera campaña -comenzó a decir Pompeyano-. Yo sé lo que eso significa. Tenía más o menos tu edad durante la primera en la que participé. No sé si sabes que lo hice a las órdenes de tu padre.
– No, domine -respondió Cornelio-. Lo ignoraba.
El legado sonrió y propinó una palmada amable en el hombro del joven.
– Fue hace mucho tiempo -continuó mientras vertía vino en dos copas y le tendía una a Cornelio-. En una ocasión semejante a ésta. Por supuesto, los bárbaros eran otros. No hay pueblo que pueda presentarnos batalla durante tantos años…
– Salvo Cartago -dijo el joven.
– Sí -sonrió el legado-. Salvo Cartago, pero de eso ya hace siglos. Ahora Cartago no nos duraría más de un par de campañas. Quizá entonces también hubiera sucedido así de haber hecho caso al viejo Catón, pero no nos desviemos. Voy a decirte lo mismo que a mí me dijo tu padre. Pero bebe, bebe.
Cornelio se acercó la copa a los labios. Nunca había sido aficionado al vino, y ciertamente, la mezcla repugnante de los castra no estaba logrando que ahora se convirtiera en uno de los seguidores del dios Baco.
– No me voy a extender refiriéndome a lo importante que es la defensa del imperio. Estoy seguro de que sabes de sobra cuál es nuestra misión -continuó Pompeyano-, pero sí deseo detenerme en algunos aspectos… llamémoslos, prácticos, de cómo debemos cumplir con nuestro deber. Supongo que conoces las Doce Tablas.
– Sí, domine -respondió Cornelio ahora un tanto confuso por la referencia a la ley milenaria.
– ¿Recuerdas qué castigo merece aquel que da muerte a un agresor que pretende atacar la vida o la honestidad?
– Ninguno -respondió el tribuno.
– Exacto -corroboró satisfecho el legado-. No merece ninguno. Y ¿por qué? Pues sencillamente porque existe un derecho de legítima defensa para proteger la vida y la honestidad. Ese derecho, como bien sabes, se amplía incluso a los ataques contra la propiedad si se realizan de noche o cuando el agresor es descubierto con las armas en la mano. Pues bien, aquellos que atacan el limes del imperio o que amenazan nuestra seguridad o que se permiten realizar incursiones en nuestro territorio para matar o robar no merecen mejor trato que los incursores. En otras palabras, el hostis siempre está fuera de la protección de nuestro derecho. Se puede -y generalmente se debe- darle muerte aunque no lleve armas ni luche. Tanto si está dentro de nuestro limes como fuera. Esas muertes nunca constituyen un homicidio, sino defensa propia. ¿Lo has entendido?
– Sí, domine -respondió Cornelio.
– Excelente. Ahora viene la segunda cuestión. Mientras nos encontramos en el interior del castra, la disciplina resulta indispensable. Sin ella, la tropa se relaja y su capacidad de obedecer y combatir disminuye peligrosamente. A pesar de todo, en algunas ocasiones no está de más hacer uso de la benevolencia. La manera en que actuaste el otro día con el legionario que golpeó a la meretrix fue, desde luego, ejemplar. Podías haber ordenado que lo molieran a palos, pero preferiste solucionar la cuestión como una acción por daños. Fue una salida ingeniosa, incluso brillante, y te felicito por ello. Sin embargo… sin embargo, ese comportamiento resultaría inaceptable fuera del castra.