14 ARNUFIS
El cuerno de la abundancia se desplegó generoso sobre la vida de Arnufis durante los siguientes meses. Como si una deidad generosa se complaciera en bendecirlo, a su casa comenzaron a llegar verdaderas procesiones de ciudadanos interesados en que les anunciara lo que el porvenir iba a depararles, en que les proporcionara remedios para dolencias reales o imaginarias, en que solventara sus problemas más diversos. Tan sólo permaneció en la vivienda en que habitaba dos semanas más. Resultaba demasiado miserable -sí, miserable, que no modesta- para dar entrada a aquellas personas que se arremolinaban como moscas en torno a la miel. Se cambió a otra insula no muy lejana donde pudo hacerse en encarnizado regateo con la primera planta. Sólo cuando tomó posesión de su nueva morada, se percató cabalmente de las diferencias. No disponía -hubiera sido imposible en Roma- de más silencio o de más sosiego. Sin embargo, contaba con agua corriente y, sobro todo, con un mecanismo quo le permitía desviar sus detritus hacia las alcantarillas sin que Demetrio tuviera que transportar orines y excrementos en cubos repugnantes y malolientes. Quizá no fuera mucho, pero tras varias semanas en un piso elevado le pareció extraordinario no tener que subir escaleras, no pasar por la oscuridad de los pisos apenas recortada por las humeantes teas del pasillo y no verse obligado a escuchar los cantos y alaridos de los norteafricanos de las viviendas situadas a más altura.
La Fortuna había llamado a su puerta y no parecía dispuesta a dejarle de su mano. Tan sólo mes y medio permaneció Arnufis en aquel piso bajo. La gente seguía afluyendo, comenzaron a aparecer las literas de ciudadanos acomodados y la vivienda que poco antes le había resultado lujosa se le reveló ahora como escandalosamente humilde. La tarde que salió acompañado por Demetrio hacia una domus que ocuparía en grata soledad, los acompañaba una pareja de carros donde cargaron
los utensilios y muebles comprados durante aquellos
escasos días. Y no se trataba únicamente de sus adquisiciones. También había que tener en cuenta los regalos de gentes agradecidas por la manera en quo había intervenido en sus vidas.
Con seguridad, ésa era la circunstancia que más satisfacción procuraba a Arnufis. Era plenamente consciente de que ganaba dinero engañando a incautos. Hasta ahí
todo era normal. Siempre habría gente más avispada quo se aprovechara de los simples. Lo que no terminaba de asimilar, de ver como normal, de aceptar era que los estafados además lo estuvieran agradecidos. En cualquier momento, regresaban para darle las gracias por la manera en que los había anunciado el futuro y -maravilla de maravillas- le decían cómo se había cumplido algo que era exactamente lo contrario do lo que les había predicho. ¡Oh, profundidad de la necedad humana! ¡Oh, inescrutabilidad de la estupidez de los mortales! ¡Oh, insondabilidad de la idiotez de romanos y bárbaros!
Fue Demetrio el quo encontró la domus y en su favor había que decir que el hallazgo merecía la pena. Dividida en dos partes, el centro de la primera era un atrium y el de la segunda, un peristylum, un jardincillo ceñido con columnas que se abría a distintas estancias. Según le habían contado, esa segunda parte de la casa era una innovación en la arquitectura romana tomada de las construcciones griegas. Seguramente, porque Arnufis había conocido viviendas de ese tipo en el Oriente donde el gran Alejandro había dejado su impronta.
Sin embargo, lo que más agradeció el mago de aquella vivienda fue que estuviera volcada hacia el interior y no, como los pisos de las insulae, hacia la calle. Dentro de la domus resultaba posible aislarse, no escuchar gritos ni voces, verse a salvo del estrépito de los carruajes. Incluso las diferentes dependencias tenían una finalidad concreta. No se trataba de superficies irregulares en las que lo mismo podía dormir un esclavo que almacenarse comida o materiales de la más diversa especie. No, el cubiculum sólo servía para dormir; el triclinium, para comer, y así sucesivamente.
En aquel ambiente de orden y sosiego, había mañanas en que Arnufis se permitía la satisfacción de entretenerse en el peristylum oliendo el aire impregnado del aroma de las flores. Por supuesto, fingía -las paredes oían y no era cuestión de bajar la guardia ante cualquier fisgón- dedicarse a ocultas y sesudas prácticas ceremoniales. Incluso quemaba incienso, molía en el mortero los más diversos materiales y balbucía ininteligibles frases que los incautos tomaban por fórmulas mágicas. Sin embargo, en realidad su intención era bien diferente, disfrutar como antaño lo había hecho a orillas del río Nilo.
Se sentía Arnufis tan dichoso y sus ingresos eran tan considerables que llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era comprarse la domus e incluso plantearse la adquisición de una villa rústica donde pasar los periodos de estío. Sí, comenzó a decirse entonces, había que reconocer que Roma poseía algo especial. No era su grandeza porque existían otras ciudades de magnitudes similares. Tampoco se trataba de su belleza porque Atenas o Antioquía la superaban. Menos se podía decir de sus habitantes, que a Arnufis le resultaban enormemente desagradables. En realidad, lo singular de Roma era que, efectivamente, ofrecía oportunidades de prosperar. Por supuesto, la mayoría de los que llegaban a sus calles arrastrados por el océano de la vida no desembarcaban, sino que naufragaban. Sin embargo, la gente de talento… ¡Ah! Eso resultaba, sin duda, algo muy diferente. Ejemplos no faltaban. Si los griegos habían abierto escuelas de filosofía, los hispanos dominaban las de retórica en las que se enseñaba a hablar el latín con elegancia y corrección. Gente peculiar los hispanos. En los últimos tiempos, incluso los emperadores procedían de Hispania… y el aceite era excelente. Así, divagando sobre unas cosas y otras, la mañana transcurría grata para el mago, que, por la tarde y hasta bien entrada la noche, ofrecía sus remedios a la sociedad romana. Y entonces, precisamente cuando mejor discurría todo, cuando las cosas iban a pedir de boca, en ese momento, se produjo el cambio.
Que así sucediera se debió a algo totalmente inesperado. A decir verdad, más bien a una combinación de acontecimientos verdaderamente fatal. En primer lugar, algunos de los legionarios que defendían aquel extraño imperio perdidos entre brumas y lluvias constantes recibieron permiso para regresar a casa unos días. No tenía noticia de que antes hubiera sucedido algo semejante, pero, por lo visto, el césar se había levantado generoso una mañana y había llegado a la conclusión de que no les vendría mal un poco de sol antes de seguir dándose de golpes con aquellos tipos rubios de aspecto repugnante. Por supuesto, si lo que deseaba era únicamente exponerlos a las clementes radiaciones de Helios, podía haberlos enviado a las costas de Dalmacia, a Egipto, a Siria… a cualquier sitio, menos a Roma.
A esta circunstancia -quizá indiferente- se sumó el hecho de que uno, no más de uno, pero uno a fin de cuentas, de aquellos legionarios veteranos conocía a Arnufis. Seguramente, este hecho no tendría por qué haber interferido en su dicha de no aparecer una tercera. El legionario en cuestión se topó un día en el mercado con una de las esclavas de Lelia. No era muy agraciada ni tampoco muy limpia, pero desde hacía años venía reuniendo un modesto peculio gracias al socorrido expediente de entregarse a la práctica de la prostitución en horas libres. Como actuaba al margen de la ley, lo cierto era que no pagaba impuestos y nunca le faltaban clientes porque nadie la hubiera considerado una ramera strictu sensu. Era, más bien, una esclava honrada, una chica que no se dedicaba a la prostitución -habría que preguntarse entonces qué era hacerlo-, sino que otorgaba sus favores con cierta liberalidad y aceptaba a cambio no pagos, sino regalitos. Que los regalitos fueran dinero contante y sonante las más veces, por lo visto, no alteraba la situación.