III IGNIS EX CAELIS
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Hacía calor, mucho calor, un calor agobiante. Precisamente, el tipo de clima que ningún romano habría asociado con los territorios situados al otro lado del río Ister. A decir verdad, lo esperado habría sido una mezcla de selvas verdes y praderas frondosas, de amaneceres gélidos y tardes ventosas, de lluvias intermitentes y noches largas. Sin embargo, las legiones – la I Adiutrix, la X Gemina- y sus vexillationes – la X Fretensis y la XII- habían encontrado todo lo contrario. El sol se mostraba abrasador, era impensable que lloviera y el día resultaba pesadamente prolongado. Para la mayoría de los legionarios de la cohorte que, como Celio, tenían experiencia en Germania, resultaba difícil no experimentar una pesada sensación de agobio. Su veteranía hubiera dado los mejores frutos entre bosques y pantanos, en medio de ráfagas de viento y de cellisca. Pero ahora se sentían exhaustos. Sudaban y sentían el peso de la impedimenta como nunca, hasta el punto de que no era extraño que alguno de los hombres se desvaneciera mientras se desplazaban.
Aquellas dificultades habían originado en Cornelio una decisión redoblada de comportarse de la mejor manera. A lomos de su caballo, se desafiaba a no beber una gota de agua antes de que sus hombres se hubieran saciado, a soportar el mayor tiempo posible la dureza de la silla de montar, a no dejar que su respiración se hiciera irregular por agotamiento. Estaba convencido de que no faltaban los legionarios que ansiaban encontrar la menor señal de debilidad en él y no estaba dispuesto a proporcionarles ese placer. Era el tribuno y como tal daría las mayores muestras de resistencia.
En aquel propósito le animaba la contemplación de los dos hombres que habían amargado su existencia durante los últimos días. El egipcio era, sin duda, alguien acostumbrado a la comodidad, pero estaba dando muestras de una enorme resistencia. Acostumbrado a una temperatura aún más rigurosa que aquélla, el calor del otro lado del Ister no le agobiaba, sino que incluso le confería una vitalidad renovada, como si le llevara de regreso a la vigorosa juventud. Dado que su impedimenta era llevada por un esclavo griego, la expedición no parecía estar causándole el menor sinsabor. Por lo que se refería a Valerio, tenía que reconocer -y ahora le dolía hacerlo- que se trataba de un legionario excepcional. Hubiera sido razonable esperar que un hombre que llevaba años de servicio a sus espaldas, que además había soportado el cautiverio y la enfermedad, tuviera los huesos corroídos y la capacidad de resistencia prácticamente agotada. En Valerio, no acontecía así. Por el contrario, daba la impresión de que las penalidades sufridas con anterioridad tan sólo habían servido para curtirlo, para endurecerlo, para entrenarlo con vistas a campañas como aquélla. Ciertamente, resultaba deplorable que abrigara en su espíritu tan extravagantes ideas siendo un hombre de tan notables cualidades.
Valerio, por su parte, se sentía dichoso. La acusación que el mago egipcio había formulado contra él era de enorme gravedad y podría haberle costado la vida.
Pero incluso aunque no pudiera probarse -y nunca podría-, el hecho de que se hubiera descubierto que era cristiano colocaba sobre su cuello la espada del verdugo. No, desde la época del césar Nerón, no se había necesitado probar ningún crimen para arrancarle la vida a un cristiano. Bastaba simplemente con arrojar esa acusación al rostro de la persona odiada. La situación ni siquiera había cambiado con el césar Marco Aurelio. De ello podían hablar los familiares de los cristianos asesinados en Lugdunum apenas unos años atrás. Había conocido a algunos y le constaba que cuando una parte del populacho decidió sacrificarlos como si fueran fieras, las autoridades del imperio no sólo no lo habían impedido, sino que habían prestado su apoyo con verdadero entusiasmo. Eso había sido después de la peste…
A pesar del calor sofocante, Valerio no pudo evitar sentir un escalofrío al recordar la plaga que había asolado Roma. Desde lo más hondo del corazón le vino el recuerdo de aquella mañana en que, dirigiéndose a la insula que habitaba con Grato, había caído sin conocimiento en la vía. Aquel día podía haber muerto. Habría bastado para ello que cualquiera de los escasos vestigios de autoridad que aún quedaban en Roma hubiera echado mano de su cuerpo exangüe y lo hubiera arrojado a la cuneta. Allí se hubiera quedado, agonizando con una respiración cada vez más trabajosa, hasta que hubiera dejado de existir. Ni médicos, ni soldados ni ciudadanos hubieran movido un dedo para ayudarle.
Sin embargo, todo había sucedido de una manera muy diferente. Cuando volvió en sí, lo primero que había visto había sido una techumbre de paja. No sabía dónde estaba y había intentado incorporarse sin lograrlo, pero, al menos, seguía vivo. Musitó el nombre de Grato tan sólo para que un hombre se acercara y humedeciera su frente con un paño húmedo. En aquellos momentos, le ardían la garganta, la boca, la nariz, el pecho. El simple contacto con la tela le había parecido un alivio extraordinario. Fue todo lo que recibió antes de volver a desvanecerse.
Nunca había sabido el tiempo que había permanecido en aquel lecho cuya enorme incomodidad no le había permitido captar la enfermedad. Por aquellos días, cuando recuperaba la conciencia, acertaba a descubrir tan sólo pequeños detalles. Que la sala era alargada y estrecha, que estaba tan ventilada que podía resultar gélida, que había dos (¿o eran tres, quizá cuatro?) hombres que atendían a los enfermos, que éstos eran sólo varones. En circunstancias normales, se hubiera interrogado por lo que le estaba sucediendo, pero, sujeto por las manos despiadadas de la plaga, no disfrutó de esa posibilidad. Sólo salía de las tinieblas y volvía a sumirse en ellas. Y entonces, en una de esas noches, o días, o tardes, la negrura dejó paso a una serie de imágenes difíciles de entender. Ante él aparecieron en angustiosos remolinos su madre y su abuela, su padre y sus compañeros de juegos, los primeros días en la legión y el cautiverio, Grato y los combates contra los bárbaros. Todo surgía ante su vista y cuando, angustiado, intentaba tocar a alguno de aquellos seres, se desvanecían no dejando nada tras de sí. Valerio lo ignoraba, pero aquellas pesadillas constituían el anuncio de que estaba saliendo de la enfermedad y la esperanza de que regresaría a la vida.
Sucedió, finalmente, una mañana. De repente, abrió los ojos y descubrió ante sí un rostro que le pareció familiar. Efectivamente, lo era, ya que pertenecía a uno de los hombres ocupados en atender a los enfermos, una de esas figuras que, fugazmente, contemplaba cuando volvía en sí. Parecía ocupado en algo, pero, al percatarse de que Valerio despertaba, lo abandonó y le miró. Tenía unos ojos castaños y compasivos, y una sonrisa impregnada de un sentimiento que el legionario no pudo identificar porque nunca antes lo había contemplado.
– Ubi… ubi sum? -había acertado a preguntar.
El hombre le había sonreído para responder:
– No te preocupes ahora por eso. Descansa.
Pero Valerio no había retornado de la muerte para conformarse con aquellas palabras.
– Soy optio. Dime inmediatamente dónde estoy.
Una sombra se había cernido sobre el rostro del hombre nada más escuchar la condición castrense del enfermo. Sin embargo, fue sólo un instante. De manera inmediata, una sonrisa suave había aflorado en su rostro y había dicho:
– Te encuentras en el lugar donde se dispensa ayuda a los enfermos e indigentes.
Valerio había dejado caer la cabeza sobre el lecho al escuchar aquellas palabras. Su mentalidad práctica le había impulsado a preguntarse por el pago de aquellos cuidados. ¿Cuánto tiempo llevaban atendiéndolo? ¿Qué gasto había implicado?