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Cornelio vio al centurión y se dirigió a pasos agigantados hacia él. ¿Qué estaba haciendo en ese momento? ¿Qué pretendía clavándose de hinojos? Llegó a su lado a tiempo de ver cómo inclinaba la cabeza y abría los labios.

– Padre -escuchó musitar el tribuno a Valerio-. Estamos en tus manos. Moriremos con honor si es tu voluntad, pero tú puedes cambiar la Historia, puedes abrir los cielos, puedes derramar la lluvia, puedes salvarnos de nuestros enemigos…

El estruendo pavoroso de un trueno desvió la mirada de Cornelio hacia el firmamento. Parpadeó intentando aclarar la vista. Sobre el cielo de fuego que se extendía como un inmenso caldero de ardiente metal sobre aquella zona montañosa habían comenzado a acumularse unas nubes plomizas. Pero ¿de dónde habían salido? El segundo trueno, aún más sobrecogedor, provocó una riada de relinchos y gritos. No podía ser… no, no podía ser. Estaba comenzando a llover.

– ¡Agua! ¡Agua! -comenzaron a gritar los legionarios mientras abrían las bocas y dirigían sus yelmos hacia el cielo en un intento de recogerla y poder beber-. ¡Agua!

Sí, pensó, ahora entristecido, el tribuno. Por la misericordia de los dioses, quizá podrían aplacar la sed que los atormentaba desde hacía días y días tan sólo unos instantes antes de morir.

– ¡Oh, Padre, ten piedad de nosotros! -escuchó ahora la plegaria del centurión-. Compadécete de estos hombres que no te han conocido y que no sabrían distinguir su mano derecha de la izquierda. Acuérdate de sus familias. Muestra tu poder incomparable. Glorifícate en la magnificencia de…

Cornelio no oyó el final de la última frase. Una luz deslumbradora, más blanca y más penetrante que cualquier otra que hubiera podido ver jamás, se encendió a unos pasos de él. Se trató tan sólo de un instante, pero, durante el mismo, no fue capaz de observar nada a su alrededor. Luego, cuando pudo ver de nuevo las siluetas que lo rodeaban, distinguió a un grupo de jinetes. Pero ya no cabalgaban hacia sus hombres. Por el contrario, aparecían caídos en extrañas posturas. No sólo eso. Parecían quemados, calcinados incluso. Y entonces, para sumirle aún más en el estupor, como si un dios extraordinariamente poderoso hubiera decidido participar en aquel combate desigual, sobre las filas de los jinetes cuados cayó el fuego del cielo.

5

Resulta verdaderamente impresionante…

Arnufis reprimió una sonrisa complacida al contemplar el asombro con que acababa de escucharle el legado Pompeyano.

– Los testimonios, kyrie, no faltan -dijo el egipcio aparentando no dar importancia a lo que acababa de señalar-. Fueron centenares de legionarios los que lo vieron con sus propios ojos. Aquella mañana, siguiendo las órdenes del tribuno, que había tenido a bien escuchar mis sugerencias, celebré un ceremonial en honor de los dioses del territorio.

– Desde luego, es bien lamentable que se pasara por alto ese requisito -apuntó Pompeyano.

– Lo fue, kyrie, lo fue -concedió Arnufis-, pero debe indicarse que en cuanto se advirtió lo subsanamos. En cualquier caso, la cuestión es que apenas había concluido los ritos cuando, de la manera más traicionera, fuimos asaltados por esos bárbaros.

– Y no había tiempo para formar el acies… -señaló Pompeyano como si deseara ayudar al mago a concluir el relato.

– Ni el más mínimo -reconoció el mago-. Aquella mañana pudimos perecer todos. No fue así, kyrie, porque la Zea Epifanes, la Dea Refulgens, [16] Isis, escuchando mi súplica, dispuso su manto protector sobre nosotros. Con seguridad, llegarán hasta tus oídos distintos relatos. No deseo aburrirte, pero sí quiero insistir en que, inesperadamente, comenzó a caer fuego del cielo. Fueron rayos que golpearon a los bárbaros causándoles, primero, la muerte y luego la huida. Por supuesto, no pretendo exagerar, pero, en mi modesta opinión, nunca han sido las legiones romanas objeto de una protección tan señalada de los dioses.

– Bueno, mago, bueno… -sonrió Pompeyano a la vez que levantaba las palmas de las manos-. Los dioses no han empezado a proteger a Roma contigo.

– Kyrie, jamás…

– Suficiente -cortó el legado las excusas del egipcio-. Roma te está muy agradecida por tus servicios.

Pompeyano se levantó del asiento en que se hallaba y caminó hacia una mesita sobre la que reposaba una caja de madera de sándalo. La abrió y extrajo de su interior un saquete de cuero.

– ¡Toma! -dijo a la vez que lanzaba la bolsa a Arnufis-. Son monedas de oro. No cubren tus servicios, lo sé, pero se trata de una pequeña gratificación.

– Kyrie, me abrumas… -exclamó el mago mientras palpaba con disimulo el saquete para calcular su contenido.

El legado movió las manos como si quisiera disipar con aquel gesto una adulación que le complacía en lo más profundo de su ser.

– Dejemos el pasado, Arnufis -sonrió Pompeyano-, y hablemos del porvenir.

6

A mi señor Marco Aurelio:

Yo, Cornelio, tribuno laticlavio de la vexillatio de la XII legión, he recibido tu misiva en la que me ordenabas informarte sobre lo sucedido en la tierra de los cuados, los sármatas y los marcomanos, y, en especial, sobre los rumores que circulan acerca de un fuego que descendió del cielo aniquilando sus fuerzas y permitiendo que las nuestras, sedientas y en pésima posición, se rehicieran.

Debo decirte, en primer lugar, que, efectivamente, tras varios días de adentrarnos en su territorio, nos vimos sometidos a una terrible escasez de agua que, unida al calor sofocante, comenzó a provocar la muerte de las acémilas y la enfermedad de nuestros hombres. Pensando que semejantes males podían derivar de no haber honrado a los dioses del lugar, ordené que se llevara a cabo una ceremonia que tuviera esa finalidad y, como no disponía de pontífices para realizarla, encomendé el cometido a un mago egipcio, de nombre Arnufis, que viajaba con nosotros. Apenas habíamos concluido la ceremonia cuando, por sorpresa, cayó sobre nosotros un contingente de los bárbaros provisto de nutridas fuerzas de caballería. De ello fuimos avisados por el centurión Valerio, un veterano de nuestras guerras en Partia, que estuvo durante varios años en el cautiverio y que recientemente regresó a Roma.

Estoy seguro de que los bárbaros hubieran aniquilado nuestras fuerzas -ni siquiera tuvimos tiempo de constituir el acies- de no ser porque, cuando se hallaban muy cerca de nosotros, se descargó una poderosa tormenta. Sin embargo, el efecto de la misma resultó muy diferente para nosotros y para los bárbaros. A nosotros, nos proporcionó el agua que tanto ansiábamos desde hace días; a ellos, los hirió con un fuego caído del cielo que les obligó a replegarse. Que ese fuego procedía de un origen sobrenatural es algo que no puede discutirse. A decir verdad, no había una sola nube en el firmamento y, según nos han informado distintos bárbaros, jamás se producen tormentas en esa época del año. Ellos mismos lo tomaron como una decisión de los dioses y ese pavor sagrado contribuyó, sin duda, a su terrible retirada. Sabiendo, pues, que no fue artificio de hombres el que causó aquel prodigio, sino decisión divina, cabe preguntarse a qué dios o dioses atribuirles semejante merced. Aquí es donde debo confesarte, mi señor, la perplejidad que me embarga. Porque he indagado diligentemente entre mis hombres y en ningún momento del combate se llevaron a cabo actos de impetración a los dioses suplicando su clemencia. Sin embargo, yo mismo fui testigo de cómo el centurión Valerio, al que me referí antes, se hincaba de hinojos y oraba a su dios. Semejante circunstancia carecería de importancia e incluso nos impulsaría, como hombres agradecidos, a ofrecer sacrificios a ese dios de no ser porque Valerio es miembro de una relligio illicita. Es cristiano y, por añadidura, yo mismo esperaba al regreso del combate para adoptar una decisión referente a él.

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[16] Diosa manifiesta, diosa refulgente. (N. del A.)

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