¿Debemos deducir de todo esto que la enseñanza de los denominados cristianos es verdadera? No lo creo, pero sí debemos reconocer que su dios es poderoso, que puede movilizar las nubes y hacer que el cielo arroje su fuego, y que sus acciones no quedan limitadas a un territorio u otro como sucede con otros dioses. Actuó -soy testigo- en tierra de los bárbaros.
Éstos son los hechos sobre los que puedo informarte con absoluta certeza porque yo los contemplé.
Ahora, oh, mi señor, ha de tomarse una decisión referente al centurión Valerio y a la manera en que debe proceder a honrarse a su dios, al que -creo prudente señalarlo- no debería ofenderse.
Vale.
7
El césar te recibirá ahora.
El centurión se cuadró y siguió al tribuno que acababa de darle la noticia. Mientras recorrían el camino que llevaba a la tienda de Marco Aurelio en el castra de Carnuntum, se decía que eran muy numerosas las situaciones que había vivido en los últimos tiempos y que nunca hubiera imaginado. No ser procesado como cristiano y sobrevivir a la campaña contra los bárbaros formaban parte de la lista, pero no le parecía menos sorprendente que el propio césar deseara hablar con él. «Se trata de una investigación rutinaria», le había dicho el tribuno Cornelio al comunicarle en persona la orden.
No pudo evitar un sentimiento de satisfacción al penetrar en la tienda del césar. Ciertamente, se trataba de una estancia más amplia que la que disfrutaban los legionarios, pero, a pesar de todo, resultaba mucho más modesta de lo que tenían por costumbre no pocos mandos. Una mesa de madera apenas desbastada, un asiento con brazos y algunos libros constituían todo el lujo de que disfrutaba el señor del imperio. El señor del imperio. Resultaba más bajo y más grueso de lo que había pensado. Aunque sus cabellos y su barba eran largos y ensortijados, no podía ocultar del todo los signos innegables de una calvicie creciente. Sí, posiblemente su aspecto se correspondía más con el de un filósofo griego que con el de un general romano y, sin embargo…
– Domine, el centurión que estabas esperando. Marco Aurelio alzó la mirada de un libro que estaba apoyado en la mesa y dijo con voz tranquila: -Puedes retirarte, tribuno.
El veterano saludó marcialmente y abandonó la tienda dejando solos a Valerio y al césar.
– Toma asiento -dijo Marco Aurelio con un gesto de la mano-. En ese taburete.
Valerio desconfiaba de lo que podía interpretarse como muestras de familiaridad de sus superiores, pero obedeció.
– El tribuno Cornelio -comenzó a hablar el césar mientras sujetaba en la mano una carta- me ha enviado un informe sobre el enfrentamiento que mantuvisteis con los bárbaros. Dice cosas bien notables sobre ti.
Valerio guardó silencio. No hubiera resultado decoroso interrumpir al césar con comentario alguno, pero, sobre todo, hubiera constituido una imprudencia. A fin de cuentas, se trataba de una situación en la que se estaba jugando la vida.
– Según el tribuno a cuyas órdenes has servido, fueron tus oraciones las que provocaron que cayera un fuego del cielo que aniquiló a los bárbaros -continuó el césar clavando ahora su mirada en Valerio. No había hostilidad en aquellos ojos, pero sí una expresión de firmeza que no hubiera causado sorpresa en el centurión, caso de transformarse en dura severidad.
– Sin duda -continuó Marco Aurelio- se trata de un hecho prodigioso, a juzgar por lo que señala el tribuno y más si tenemos en cuenta que tú eres cristiano…
La última frase quedó colgando de los labios del césar como si esperara que su interlocutor la recogiera, pero Valerio guardó silencio.
– Yo sí creo en los dioses -dijo el césar-. Creo además que deben ser honrados. No se trata sólo de que buena parte de nuestra existencia se encuentre en sus manos. Por supuesto que es así, pero además resulta que debemos no poco a su benevolencia. Les rendimos culto, les ofrecemos sacrificios, los honramos no sólo para congraciarnos su voluntad, como pretende la gente carente de instrucción, sino también para manifestarles una más que debida gratitud, gratitud que, por lo visto, tú pasas por alto.
Una vez más, Marco Aurelio estaba impulsando a Valerio a intervenir, a dar una respuesta, a manifestar lo que creía. Sin embargo, el centurión se mantuvo callado.
– ¿Sabes que puedo ordenar tu ejecución ahora mismo por el mero hecho de ser cristiano? -preguntó el césar sin elevar su voz lo más mínimo.
– Lo sé, domine -respondió Valerio.
– ¿Y no te importa?
– La autoridad sobre la vida y la muerte la posee únicamente el que tiene las llaves de la muerte y del Hades -contestó el centurión-. Si decidieras quitarme la vida, él me la devolvería.
Marco Aurelio se llevó la mano al mentón y se acarició con el índice el espacio de la barba colocado bajo el labio inferior. La visión que tenían los cristianos de la muerte le resultaba intolerable, incluso irritante. No era similar a la serenidad de los estoicos que él se esforzaba por alcanzar ni tampoco al valor cívico de que tan pródigos ejemplos habían dado espartanos, atenienses o romanos. No, se trataba de algo muy diferente, de una mezcla de irresponsabilidad y de confianza en una existencia ultraterrena que le desagradaba profundamente. Por supuesto, él también creía que el espíritu seguía viviendo tras la muerte del cuerpo, pero estaba convencido de que esa existencia no se prolongaba mucho. Durante un tiempo -limitado como todo lo humano- aquella alma volaría hacia las alturas, se acercaría a las grandes luces y a los astros brillantes para luego, en un chisporroteo, desaparecer para siempre. De la nada había venido en algún momento y a la nada regresaría, al fin y a la postre.
– ¿De verdad crees lo que dices? -preguntó el césar, pero en sus palabras no había el menor atisbo de burla ni de animadversión.
– Sí, domine -respondió Valerio.
– ¿Y también crees que un esclavo es igual a un hombre libre?
– Sí, domine -contestó el centurión-, de la misma sangre y de la misma carne. Los esclavos se duelen como nosotros, se alegran como nosotros y tienen temores y motivos de gozo semejantes a los nuestros.
Sí, quizá fuera así, pensó el césar. A fin de cuentas, Platón había seguido siendo Platón en la época de su esclavitud, y Séneca, el consejero de otro césar, había indicado que también los esclavos eran hombres. También era verdad que no por eso los había puesto en libertad…
– Así que no diferencias entre esclavo y libre. Tampoco lo harás entre hombre y mujer ni entre bárbaro y romano…
– Todos hemos nacido -respondió Valerio-, todos hemos de morir y todos compareceremos ante el juicio del único Dios.
– Del único dios… -repitió el césar como si se hubiera convertido en un eco cansado y triste de aquellas palabras.
Marco Aurelio apartó la mirada del centurión y la dirigió hacia la entrada de su tienda. Se hallaba casi cerrada, pero no tanto como para no permitirle la visión de algunos legionarios que se afanaban por cumplir con su deber, aquel deber que, ejecutado con diligencia, garantizaba la pervivencia del imperio.
– ¿Cuánto tiempo llevas sirviendo en las legiones? -preguntó el césar saliendo de su breve silencio.
Valerio respondió con una cifra escueta.
– ¿Has tenido alguna mención honorífica en este tiempo?
– Dos, domine. La última por mi participación en la campaña de los partos.
– Ya veo -dijo el césar-. ¿Crees que tu labor en la defensa del imperio ha cumplido con alguna utilidad? Déjame más bien que te lo pregunte de otra manera. Tú no tienes inconveniente alguno en ver a esclavos, a bárbaros, a mujeres como seres semejantes a un ciudadano romano. Imagina que esos bárbaros invadieran un día el imperio y lo arrasaran. Sé que es difícil de imaginar, pero piensa en ello. En el pasado, ha sucedido con otros grandes imp erios como el de Ciro el persa o el del macedonio Alejandro. Si eso sucediera, ¿qué sería de toda la belleza creada por Roma a lo largo de casi mil años de existencia? ¿Qué perduraría de Virgilio, de Horacio, de Julio César, de Séneca y de tantos otros? ¿Qué quedaría en pie de la libertad? ¿Puedes tú decírmelo, centurión?