Angustiada, miró en derredor buscando algo que pudiera ayudarla en su cometido. Pero ¿el qué? Hasta donde se perdía la vista sólo había árboles y nieve. Árboles y nieve. Árboles y… nieve. Echó mano del niño y sintió aquella tibieza tierna. Unos instantes más en sus brazos y la hubiera llevado a abandonar sus propósitos. Por eso, precisamente, lo depositó en el suelo colocándolo delante de ella. Se inclinó para besarlo y entonces, como emergida de algún lugar secreto, apareció la imagencilla de Glykon. La llevaba colgada del cuello cuando dormía, para asegurarse protección en caso de que se produjera algún ataque, y esa mañana no había recordado quitársela. Ahora, la sombra del dios con cuerpo de serpiente y orejas de hombre cayó sobre la carita enrojecida de la criatura. Sin embargo, no se trataba de una presencia amable. Por el contrario, Rode tuvo la sensación de que el dios le estaba insistiendo para que no se distrajera y acabara con su cometido. Respiró hondo. Sí, sin duda, así era. Entonces lo comprendió todo.
La tierra era dura como la piedra, pero había otras maneras de cumplir con su misión. Agarró con ambas manos un montón de nieve y lo depositó sobre el pecho de la criatura. No pareció que el niño se percatara de lo que sucedía. Mejor. Con rapidez, como si actuara impulsada por un resorte invisible, Rode volvió a repetir su acción una, dos, tres veces. Fue entonces cuando el hijo de Plácida reaccionó. Al contacto con su cuerpecillo, la parte inferior de la nieve se había fundido y el agua había calado las fajas que lo envolvían. Primero, se produjo un gruñido suave, luego el inicio de un sollozo que se congeló en el interior de su boca.
Los ojos de Rode se dilataron al descubrir lo que sucedía. Entonces, una prisa aún mayor, aún más poderosa, aún más invencible la poseyó. Jadeando, babeando, conteniendo las lágrimas, tapó el rostro del niño con la nieve. Luego siguió cubriendo el pecho, el abdomen, las piernas. La ausencia total de movimientos en la criatura
no detuvo a Rode. Siguió acumulando nieve sobre aquel cuerpecillo hasta que en medio del claro quedó formado un minúsculo montículo.
Con las pupilas clavadas en la chata elevación, Rode hubiera deseado en aquellos momentos elevar una plegaria a algún dios bueno y compasivo, un dios que pudiera escucharla y proteger al hijito de Plácida en su camino hacia las oscuras moradas del Hades. Sin embargo, no lo consiguió. Glykon dispensaba su amparo en esta tierra, pero ¿tenía alguna fuerza cuando las almas abandonaban el cuerpo y emprendían el camino hacia el río Estigio? ¿Podía susurrar alguna recomendación en manos de Caronte, el barquero despiadado? Colocó las palmas de las manos en la tierra helada y, tomando impulso, se puso en pie. Con rapidez, se giró y enderezó su camino hacia la salida del bosque. Ni una sola vez volvió la vista atrás. Ni una.
Salían delgadas columnas de humo gris de las cocinas cuando Rode volvió a entrar en el castra. Los legionarios despertaban con apetitos primarios y, con los ojos pegados por el sueño, rompían las delgadas capas de hielo de los recipientes para lavarse la cara. Comenzaba una nueva jornada. De eso no podía caber duda.
Una sensación de tufo y aire casi irrespirable la envolvió cuando entró en el cubículo estrecho que compartía con Plácida. Aún dormía. Incluso parecía más tranquila, como si hubiera podido sortear el negro mar de las pesadillas. Sin dejar de mirarla, Rode se sentó a su lado y, procurando hacer el menor ruido posible, intentando no perturbar su descanso, comenzó a llorar queda y silenciosamente.
II Limes
1
Reprimió con cólera un gesto de repugnancia. No cabía duda de que los romanos estaban muy orgullosos de los castra que salpicaban su limes, pero, se mirara como se mirara, aquello era el anus mundi. [11] Para empezar, estaba el tufo. A millares de pasos, se podía percibir aquella mezcla asquerosa de olor a sudor, a cuero, a acémilas, a excrementos y a orines. ¡Bonita muestra de civilización! Y pensar que había terminado allí cuando mejor le iban las cosas… Bueno, había que intentar observar todo con la mejor disposición de ánimo. Con eso que los romanos llamaban virtus. A fin de cuentas, si estaba allí, con algún dinero escondido en las alforjas y, lo que era más importante, sano y salvo, se lo debía a uno de los incautos que habían pasado por sus manos en los últimos meses. Aún podía recordar la cara de sorpresa que había puesto cuando, a altas horas de la noche, había llegado a su domus y le había comunicado que se iba y que le agradecería unas cartas de recomendación.
Como era de esperar, no había entendido que existiera alguna causa para abandonar la capital en sus mejores momentos. Razón, desde luego, no le faltaba. Pero no iba a ser él quien le diera explicaciones cumplidas de su huida. Lo malo había sido que ni era su cliente más poderoso ni tampoco contaba con muchas influencias. Al fin y a la postre, tan sólo había podido sacarle una misiva en la que le encomendaba a la consideración de un tal Pompeyano, legado del ejército que se enfrentaba con los bárbaros a orillas del Ister y, sobre todo, yerno del césar. En aquellas líneas garrapateadas por uno de los escribas de la domus, insistía en que se trataba de un ariolus extraordinario, de un verdadero maestro de las artes mágicas, de un prodigio surgido del distante Egipto con la misma pujanza con que el sol se levanta cada día en Oriente. Bien pensado, no estaba mal, pero ¿ahora qué?
Respiró hondo, apretó los puños para reprimir el asco que le provocaba aquella peste propia del castra y dejó que su mirada se paseara por entre aquella barahúnda de armas, animales y legionarios. Aún no había llegado al extremo de su ángulo izquierdo cuando reparó en uno de los hombres de la guarnición. Caminaba con lentitud, demasiada lentitud, pero… No, por supuesto, aquella circunstancia no podía atribuirse a la edad. Tampoco se le hubiera ocurrido relacionarla con el cansancio. No, lo que causaba aquella manera peculiar de andar no era el agotamiento. Se trataba de otra cosa, de…
Una sonrisa gatuna, semejante a la del felino que acaba de descubrir una presa desprevenida, afloró en el rostro de Arnufis. Quizá Isis estaba echándole una mano después de todo. Con gesto de autoridad, chasqueó los dedos corazón y pulgar de la mano derecha.
– Kyrie -dijo Demetrio con una voz que indicaba que esperaba órdenes.
– ¿Ves a ese hombre? -preguntó alzando levemente el mentón.
– ¿El calvo?
– No -respondió molesto el egipcio-. El calvo no, el…
– El que cojea un poco, tan poco que casi no se nota.
– Sí, ese mismo. Dile que venga. Los dioses han decidido librarle de sus males.
Demetrio sonrió maliciosamente mientras se encaminaba a cumplir la orden de su amo, el incomparable Arnufis.
Terminó su plegaria y abrió los ojos. Había adoptado esa costumbre tiempo atrás, al percatarse de que aquel gesto sencillo le permitía concentrarse mejor. Necesitaba hacerlo. Nunca oraba valiéndose de fórmulas repetidas ni de textos aprendidos de memoria. Por el contrario, se valía de lo que le brotaba del corazón en cada momento. Y en los instantes anteriores, lo que había salido a borbotones, como el agua de una fuente impetuosa, era el deseo de llegar a la conclusión de su servicio de una vez para establecerse en algún lugar tranquilo lo más lejos posible del limes. Había llegado a esa conclusión mucho tiempo atrás, cuando una enfermedad terrible se había aferrado a su cuerpo con la clara intención de arrancarle el espíritu y llevárselo al Hades. Si así hubiera
sucedido, posiblemente la idea ni se le hubiera pasado por la cabeza. Sin embargo, en aquel entonces era cuando había nacido de nuevo. Había estado muerto -no le cabía la menor duda- y de aquella penumbra había emergido vivo. Esa convicción de estar disfrutando una nueva vida le había constreñido hasta el punto de ir modificando poco a poco su comportamiento.