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Aquella nueva negativa agudizó la rabia que, poco a poco, se había ido apoderando del mago. Por un instante, pensó en decirle que tendría que yacer con él para pagar la manera en que había visto el futuro. El contacto con su piel y el hecho de que amara a otro hombre la convertían para él en un ser codiciable. Lo que, en realidad, le atraía de aquella mujer era que no se doblegara con facilidad. Por supuesto, lo acabaría haciendo, pero, de momento, optaba por la resistencia. Se negaba a escuchar sus premoniciones, se negaba a quitarse a aquel centurión del pecho, se negaba a ponerse en sus manos. Una mujer así era digna de ser tomada, pero no sólo carnalmente.

– No te apresures, muchacha -dijo con una sonrisa untuosa-. Poseo medios para que te ganes el corazón de ese hombre…

Había arrastrado las últimas palabras para convertirlas en más incitantes, pero no obtuvo el efecto deseado. Rode había captado ya en el mago esa antipatía que algunos hombres sienten hacia los varones a los que consideran injustamente afortunados y la desconfianza había prendido en ella. No hubiera podido explicarlo ni razonarlo ni justificarlo, pero algo en su interior le gritaba que Arnufis se había erigido en enemigo del centurión y que jamás llevaría a cabo una acción que pudiera acercarlos. Por el contrario, de él sólo cabía esperar que recurriera a cualquier género de argucias para cavar un abismo entre ambos.

– Tengo que trabajar -se disculpó Rode desprendiéndose de la garra del mago y poniéndose en pie.

Con agilidad inesperada, Arnufis abandonó su asiento y se colocó al lado de la ramera. En apariencia, la serenidad más absoluta lo poseía. Sin embargo, su interior bullía de cólera, la cólera que se originaba en él cuando una situación se le escapaba de las manos.

– No tengas prisa -dijo con suavidad-. Quédate un poco más. Tu futuro presenta cosas muy… interesantes.

Rode se llevó la mano al pecho, de donde colgaba un saquito. Guardaba en él unas monedas, justo las que pensaba entregar al mago antes de abandonar su tienda.

– Toma. Si falta algo…

No concluyó la frase. Arnufis había vuelto a atraparle la mano, que ahora oprimía con fuerza contra sus pechos.

– Si falta algo -prosiguió Rode como si nada estuviera sucediendo-, mi amiga Plácida te lo traerá.

El egipcio dejó escapar una carcajada sin soltar la presa.

– Hay otras formas de pago… -susurró mientras acercaba la boca a la mejilla de Rode.

La ramera colocó la palma de la mano en el pecho del egipcio y con un ademán repetido miles de veces enérgicamente lo apartó de sí.

– Con eso, yo no pago. Cobro.

Cuando Arnufis intentó volver a acercarse a la mujer, ésta, como si fuera un gato curtido en mil huidas, ya había desaparecido por la entrada de la tienda.

7

Cornelio contempló con desagrado a la persona que tenía ante él. No se le hubiera ocurrido decirlo en voz alta, pero cada vez soportaba menos a los bárbaros, especialmente a aquellos que habitaban en el interior del imperio sin dejarse moldear por la influencia civilizadora de Roma. En la capital, le habían parecido un enjambre de parásitos que se aprovechaban de la generosidad del imperio para su beneficio y no para el bien de Roma; en el castra, no le resultaban mejores. Entendían el latín -o el griego- a la hora de regatear y sacar el dinero a los legionarios, pero cuando se trataba de pagar, de contribuir, de arrimar el hombro… ¡Por Júpiter! Era sorprendente la rapidez con que se escudaban en su lengua y cómo aparentaban que ni entendían ni comprendían para no colaborar. Quizá resultaba inevitable que las meretrices no fueran romanas y lo mismo podía decirse de aquellos sirios o judíos que acompañaban a las legiones como modestos buhoneros. Pero ¿en qué contribuía al bienestar del imperio la presencia de aquel mago egipcio? Las legiones ya tenían sus harúspices, sus pontífices, sus lectores de entrañas. ¿Por qué tenían además que soportar a aquel africano? Porque, a decir verdad, Cornelio se sentía especialmente incómodo con aquella gente procedente del norte de África. Quizá porque había vivido en una insula donde estaban presentes con sus ruidos y sus gritos y sus cánticos, se trataba de los bárbaros hacia los que sentía una mayor repulsión. Estaba convencido de que la mentira constituía su verdadera naturaleza, pero, por encima de todo, le asqueaba la manera en que miraban a las mujeres y la forma en que buscaban obtener dinero mediante el engaño y la estafa. Y ahora, por si todo lo anterior fuera poco, venía uno de ellos a importunarle a su propia tienda. Supuestamente, para hacerle un favor…

– De manera que tienes una información importante que proporcionar al mando… -repitió Cornelio intentando reprimir la repulsión que lo invadía.

– Kyrie, así es -respondió con fingida sumisión Arnufis.

– ¿Conoces la pena por delación falsa? -preguntó el tribuno mientras clavaba sus ojos en el egipcio.

Ni un solo músculo del rostro del ariolus experimentó el menor movimiento. Hubiérase dicho que, gracias a alguna magia desconocida, acababa de convertirse en una de las estatuas de piedra tan abundantes en su país de origen.

– Sólo deseo servir a Roma -respondió sereno.

¿Servir a Roma? ¡Qué descaro! ¡Servirse de Roma! Eso era lo que pretendía aquel embaucador africano.

– Bien -dijo Cornelio con acento de áspera autoridad-. Te escucho.

Arnufis reprimió la sonrisa gatuna que pugnaba por asomar a sus labios. Había necesitado dos semanas -¡dos semanas nada menos!- para llegar al lugar en el que ahora se encontraba, pero no le cabía duda alguna de que había transitado el camino mejor.

– Uno de tus hombres -comenzó a decir pausadamente-. Uno de tus hombres que además dispone de mando es culpable de perduellio.

– ¿Perduellio? -repitió Cornelio sorprendido al ver que el mago utilizaba una categoría legal.

– Sí, kyrie, el delito de asebeia -remachó Arnufis con apenas oculto placer.

– Vamos a ver, egipcio -señaló el tribuno con evidente malestar-. ¿Pretendes decirme que bajo mis órdenes hay un hombre que es culpable de traicionar al emperador?

– Un centurión -respondió con aplomo el mago.

– ¡Un centurión! -alzó los brazos Cornelio a punto de montar en cólera. Pero ¿quién se creía que era aquel ariolus para insultar así a uno de sus oficiales? Aquello sobrepasaba holgadamente la medida de descaro tolerable.

– Sí, kyrie -prosiguió Arnufis-. Fue el que detuvo al legionario Celio hace unas semanas por golpear a una prostituta de nombre Plácida. Se llama…

– Sé de sobra cómo se llama -le cortó el tribuno-, pero tú debes enterarte de algo más. La acusación por perduellio es extraordinariamente grave. Quizá la más grave que se pueda lanzar sobre alguien. Si tus palabras no se corresponden con la verdad, dispondré que te crucifiquen a las puertas del castra.

El egipcio intentó abrir la boca, pero Cornelio no se lo permitió.

– No sólo eso. Como seguramente sabrás, los tormentos del crucificado se suavizan en parte aplicándole el crurifragium, la fractura de sus piernas. Quiero que sepas que tú no dispondrás de ese privilegio si estás mintiéndome.

Una capa delgada y brillante de sudor apareció sobre el cráneo rasurado del mago. Siempre había sido consciente de que la apuesta era muy elevada, pero ahora tenía que reconocer que el tribuno distaba mucho de ser un personaje fácil de manejar.

Sin dejar de mirar al mago, Cornelio se dirigió a uno de los tres soldados que estaban en el interior de la sala:

– Lucio, haz venir al centurión primero de la cohorte. Que deje lo que esté haciendo para presentarse porque es urgente.

El legionario saludó y se dispuso a salir. Se hallaba apenas a unos pasos de la entrada de la tienda cuando la voz del tribuno volvió a sonar.

– Espera… -dijo Cornelio como si acabara de tener una idea súbita-. Una vez que hayas custodiado al centurión hasta mi presencia, cuando haya comparecido, ve a buscar al legado Pompeyano. Dile que necesito su asistencia en un asunto de especial relevancia.

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