El corazón de Rode comenzó a arder desde ese mismo momento. Necesitaba hablar con aquel hombre. Quizá… sí, quizá ese mago podría decirle algo sobre su futuro, sobre lo que podía esperarle en algún recoveco del porvenir, sobre… sobre aquel centurión. Y ahora se encontraba ante aquel hombre de cráneo sensacional, rotundo, rasurado, poderoso como si fuera la misma cabeza de un dios desconocido, pero rebosante de vigor y de potencia.
– Así que estás enamorada… -dijo y la sugerencia sonó como el silbido de una serpiente que ha avistado un desprevenido ratoncillo.
– No… no lo sé -balbució Rode, y en verdad así era.
– Bien -cortó el mago-. Quizá sólo te gusta, pero te gusta mucho.
– Sí… -respondió confusa-. Me gusta mucho.
– Ajá, y ¿por qué?
Rode guardó silencio por un instante. No es que no quisiera hablar. Sí que deseaba hacerlo, pero no sabía cómo. A decir verdad, le resultaba imposible responder por qué le agradaba aquel legionario.
– Creo… creo que es bueno… -respondió al cabo de unos
instantes.
Una sensación desagradable de malestar se posó en la
boca del estómago de Arnufis. Bueno. ¡Bueno! Vaya con la ramera… ¿Quién lo hubiera pensado? Y ¿qué entenría esta furcia por bueno? ¿Que no la había golpeado nunca? ¿Que no regateaba?
– ¿Quieres decir que te trata bien? -indagó el egipcio, que necesitaba desesperadamente algún mínimo fragmento de la realidad sobre el que elevar su fantasía.
Rode se llevó la mano a la boca y se frotó los labios, como si pretendiera limpiarlos y así emitir únicamente más adecuado.
– Pues… pues no sé… -comenzó a decir-. La verdad es
que no hemos tenido mucho trato.
– ¿Te has acostado con él muchas veces? -cortó el mago, al que empezaba a incomodar la meretrix.
– No… nunca.
Una ceja levemente elevada fue la única muestra exterior de la enorme sorpresa que se había llevado el mago. ¡Isis! A lo que se había visto reducido en los últimos tiempos. Nada más y nada menos que a tener que engañar a una ramera enamorada de un legionario cuyo único merito era no haber sido nunca su cliente. Las mujeres eran algo contrario a la razón, de eso no cabía duda, pero lo de ésta en particular se resistía a una clasificación sensata.
– Pero has hablado con él alguna vez -dijo proporcionando tono de afirmación a lo que, en realidad, no pasaba de ser otro intento para saber el terreno por donde pisaba.
– Sí, hablar, sí.
El colmo. Al final, iba a resultar que lo que necesitaba la ramera era conversación. Ni que se tratara de una mujer filósofa…
– Entiendo -dijo Arnufis ocultando lo irritado que se encontraba por no lograr desentrañar aquella confusión-. Entiendo. ¿Es guapo?
Rode parpadeó. ¿Era guapo? A decir verdad, no se había detenido a pensar en ello. Era… otra cosa.
– Bueno… -comenzó a decir-. Creo que no. Es… es fuerte.
– Fuerte -repitió Arnufis-. ¿Alto? ¿Joven?
– No -respondió Rode, que tenía la sensación de estar escuchando a otra persona distinta de ella respondiendo las preguntas del egipcio-. No es alto. Tampoco es bajo, pero no, creo que no podría decirse que sea alto. Ni joven. En realidad, creo que es mayor que tú. Sus sienes… sus sienes son canosas y los días que no está bien rasurado, tiene la barba llena de pelos blancos.
Lo que le faltaba por oír. La ramera se ponía caliente con un centurión viejo que ni siquiera se le acercaba. Conocía a un sujeto así en el castra. Por cierto, bastante antipático. Y raro. Un verdadero indeseable.
– Veo una imagen… -exclamó el mago con una respiración repentinamente trabajosa-. Sí, es la figura de un centurión. No es joven, pero es fuerte. Se quita el yelmo. Tiene las sienes… tiene las sienes canosas. Parece fuerte.
– Ya te dije que lo era -corroboró Rode cada vez más admirada de las dotes del ariolus.
– Tu hombre trabaja al servicio del tribuno Cornelio… -dijo Arnufis con un tono que lo mismo podía interpretarse como una afirmación que como una pregunta.
Rode, totalmente sorprendida, asintió con la cabeza. En verdad que todo aquello resultaba prodigioso. ¿Qué más podía llegar a ver aquel hombre?
Arnufis respiró hondo y alargó la diestra hasta coger la mano de Rode. Tenía la piel suave, muy suave, cosa rara en una mujer que se dedicaba a su ocupación en una canaba. ¿Qué podría ganar una meretrix con esa piel? Seguro que su amo gastaba lo justo en vestirla -poco, para el tiempo que llevaba ropa encima- y alimentarla. Beneficio puro, casi puro. Bien, no podía entretenerse ahora en eso. Intentaría un truco que rara vez fallaba.
– Tienes un corazón muy especial -susurró con un tono de voz aceitoso-. No te exagero al decirte que pocas veces, en realidad, en ninguna ocasión, he visto un espíritu tan bello como el tuyo.
Rode abrió los ojos y miró con enorme atención al mago. Había escuchado miles de palabras de hombres, pero aquéllas presentaban una característica muy particular, tanto que se sentía rebasada, sobrepasada, abrumada.
– Ese espíritu bello que anida en tu interior busca la altura. Es posible que tú misma no lo sepas, pero ansía ir más allá de lo que te rodea.
Rode dejó escapar un suspiro. Nunca se le había ocurrido pensar que sus aspiraciones eran elevadas, pero ahora, escuchando al egipcio, no tenía duda alguna de que estaba diciendo la pura verdad, una verdad que siempre había estado ahí sin que llegara a verla. Sí, lo que ella deseaba era colocarse por encima de todo lo que vivía. Quizá, quizá…
– ¿Ese centurión… se interesará por mí?
Arnufis se mordió levemente el labio inferior. La ramerilla estaba resultando más resistente de lo que parecía a primera vista. Quizá habría que alterar el camino.
– Déjame que vea tu mano -dijo mientras la agarraba, le daba la vuelta y comenzaba a deslizar la yema de sus dedos sobre la palma-. Podría recurrir a otros métodos, pero creo que éste será el más adecuado.
Extendió los dedos de la muchacha como si en ellos pudiera estar escrito realmente algo y luego paseó los suyos sobre la palma. Sí, era una piel deliciosa. Subió por la muñeca y se adentró en el antebrazo. Lástima de muchacha. Hubiera podido dar mucho de sí en otro lugar. Quizá todavía sería capaz de ello.
– No llegarás a nada con ese centurión -dijo con voz susurrante, pero no tanto como para evitar que la muchacha diera un respingo e intentara echarse hacia atrás.
No lo consiguió. El mago la sujetó con firmeza por la muñeca y mantuvo su mano abierta. Como si no hubiera pasado nada. Como si se tratara de lo más normal.
– Quizá en algún momento yazcas con él -prosiguió con un tono de voz suave, casi susurrante-. Eso entra dentro de lo posible, pero… pero no va a cuajar nada. No hay ningún futuro para ti con ese centurión.
La mujer bajó la cabeza. Las últimas palabras del egipcio le habían causado una profunda desilusión, una pena incontenible, como si en su interior se hubiera roto un jarro de pesar y ahora su contenido se esparciera por todo su ser.
– Pero veo más cosas -continuó el egipcio sin soltar la mano de Rode-. Aquí aparece otro hombre.
La meretrix no reaccionó. Se sentía tan desilusionada que lo que ahora estaba diciendo el mago le parecía ajeno y distante.
– Es un varón sabio y poderoso. Verdaderamente, podría cambiar tu existencia. Podría darte…
– Ya sé todo lo que quería saber -cortó Rode, que a duras penas lograba contener las lágrimas-. Dime lo que te debo.
Un pujo de indignación subió por la garganta del egipcio al escuchar aquellas palabras. Pero ¿qué se creía aquella furcia? ¿Que podía marcharse cuando le pareciera bien? ¿Acaso trataba así a sus clientes?
– No he terminado -dijo con un tono que no dejaba lugar a la réplica.
– Sí, sí lo has hecho -respondió Rode mientras se llevaba el dorso de la mano a la cara para quitarse las lágrimas-. Dime qué debo darte. Tengo que irme.