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– ¿Qué deseas, egipcio? -indagó con aspereza.

Arnufis captó perfectamente el cambio de tono en la voz de Cornelio. Tan sólo unos momentos antes se mostraba dispuesto a concederle todo; ahora se hallaba a un paso de la cólera. Lamentablemente, no podía dar marcha atrás. Tenía que formular alguna petición relacionada con aquel desagradable personaje.

– Kyrie -dijo aparentando humildad-, lo único que deseo, como ya te he dicho, es rendirte el mejor servicio que pueda y, precisamente por eso, debo decirte que no puede estar presente en la ceremonia de propiciación de los dioses un hombre que niega su existencia.

– No puedo prescindir de ese centurión -dijo Cornelio.

– Ni es preciso -señaló el egipcio-. Basta con que lo alejes. Que no se le vea.

El tribuno respiró hondo. Sí, ésa era una petición razonable. No tendría que maltratar a un centurión respetado por los hombres y, por otro lado, siempre sería posible encontrar una excusa para distanciarlo.

– Se hará como dices, egipcio -señaló el tribuno-. Que todo esté preparado para mañana al amanecer.

4

Valerio observó al egipcio acercándose al altar. No cabía duda de que se había ataviado con sus mejores galas. Las hopalandas blancas, el pesado collar de oro, las otras joyas de color azul conferían a su alargada figura una especial majestuosidad. Sin embargo, el centurión no podía dejar de sentir un malestar difuso viendo aquella ceremonia. Ante sus ojos se extendía una cohorte hambrienta, sucia, sedienta, en la que los enfermos se sumaban a cada hora. La situación era difícil, pero el tribuno podría haberla solucionado desde hacía varios días, desde tiempo antes de que comenzaran a morir acémilas y legionarios. Hubiera bastado tan sólo con dar la orden de detenerse y esperar a la llegada de las legiones. Pero su orgullo, su soberbia, su deseo de aparentar una firmeza que, en realidad, no poseía estaban empujándolos al desastre. Y ahora, como manera de ocultar su falta de sensatez, recurría a aquel adorador de imágenes que, a pesar de tener ojos, no podían ver, a pesar de tener oídos, no podían escuchar y, a pesar de tener boca, no podían hablar. Quizá todo aquello estaba dotado de una enorme coherencia. Daban la espalda al único Dios, despreciaban la sabiduría y acababan cayendo en el culto a las criaturas ya fuera un trozo de metal, un pedazo de madera o incluso una bestia. No, decididamente aquellos corazones no eran menos yermos que los parajes que los rodeaban.

La ceremonia no duró mucho. Tampoco fue muy distinta de otras que Valerio había contemplado a lo largo de su vida. Si acaso, la única diferencia estribaba en los aspavientos, en las gesticulaciones y en los alaridos ocasionales que lanzaba el egipcio. En otro tiempo, quizá todo aquello le hubiera impresionado -seguramente así estaba sucediendo con los legionarios-, pero ahora no dejaba de causarle un vivo malestar. Bien mirado, sólo podía dar gracias a Dios por la manera en que le había sacado de en medio de aquel ritual. Apartó la mirada apesadumbrado y la deslizó por el territorio casi desértico en el que se encontraban. Difícilmente, hubiera podido imaginar algo tan desolado.

Estaba a punto de volver a dirigir la vista hacia los hombres cuando sus ojos percibieron algo extraño. Al principio, se trató únicamente de un punto similar al que habría dejado una mosca en un plato, pero, repentinamente, aquella mota diminuta se vio flanqueada por otra y otra y otra más. ¡Dios santo, eran docenas! Parpadeó en un intento de agudizar su mirada. ¿De qué se trataba exactamente? ¿Eran infantes? ¿Jinetes? Sí, eran fuerzas de caballería y venían a galope tendido. Caerían sobre ellos en unos instantes.

Dirigió la mirada hacia los legionarios. No tendrían tiempo de formar el acies. Los… los exterminarían. Sucedería como en la tierra de los partos. No, peor. Esta vez no habría cautivos. Estaba seguro. Se trataría de la segunda derrota de su carrera castrense y nuevamente por culpa de un tribuno inexperto. No podía ser.

Valerio echó a correr hacia sus hombres. Lo hizo con toda la fuerza que le permitían las piernas mientras gritaba advertencias que, absortos, no escuchaban.

Fue el optio el primero que le vio. No pudo oír nada de lo que decía, pero por los gestos que hacía con las manos, por la expresión de su rostro y por la velocidad con que se dirigía a su encuentro, captó que sucedía algo de importancia. Pero ¿de qué se trataba? Lo comprendió antes de que Valerio llegara a su altura, pero no fue gracias a él. Se debió al temblor repentino de la tierra, a un tremolar áspero y violento que la experiencia de años de combates le permitió identificar inmediatamente.

-Hostes! Hostes! -gritó mientras echaba a correr en dirección al tribuno.

Cornelio quedó sorprendido al ver al optio, que apartaba a empujones a los legionarios para llegar hasta él. ¿Qué penosa muestra de irreverencia era aquélla? ¿Se había vuelto loco? ¿No se percataba de que podía estar enfureciendo a los dioses a los que intentaban propiciar? Las preguntas -formuladas en su corazón con angustia- se desvanecieron al instante. No hubiera podido ser de otra manera porque la caballería de los cuados era, a pesar de su lejanía, perfectamente visible.

– ¡Formad el acies! ¡Formad el acies! -escuchó, y pudo comprobar que era Valerio el que daba las órdenes.

– ¡Formad el acies! -gritó él también, y el sonido le pareció salido de otro pecho a través de otra garganta.

Pero no había tiempo para constituir la formación que hubiera podido salvarlos del embate de los bárbaros. Los mismos hombres parecían clavados al suelo, como si una divinidad perversa hubiera decidido inmovilizarlos y así facilitar el triunfo de los cuados. En realidad, sólo algunos se estaban sobreponiendo a la sorpresa lo suficiente como para embrazar el escudo o desenvainar la espada.

Arnufis cerró los ojos mientras mascullaba una horrible maldición. En los meses anteriores, especialmente los pasados en el castra, se había arrepentido repetidas veces del momento en que había adoptado la decisión de acudir a Roma. Pero ahora no sentía pesar. Lo que experimentaba era una cólera ardiente que, de buena gana, le hubiera impulsado a abofetearse. ¿Por qué, Isis, por qué? No era posible -no podía serlo- que acabara degollado por alguno de aquellos bárbaros peludos que se acercaban lanzando alaridos.

Cornelio no sentía en su corazón ni pesar ni ira. Como si la contemplación de los cuados hubiera provocado en su interior un cambio radical, el único sentimiento que le embargaba era el de la proximidad de la muerte. Su cercanía creciente a cada instante no le infundía, sin embargo, temor. Tan sólo se trataba de una sensación casi tangible de responsabilidad. Sí, se había equivocado y ese error iba a costar la vida a todos sus hombres. Por eso lo único que le quedaba era morir con honor. Su existencia -y era lamentable que así sucediera- había sido breve, muy breve. La concluiría al menos con dignidad.

Tampoco Valerio sentía temor. No hubiera podido explicar lo que le sucedía, pero fue una experiencia como la de aquel que, paseando por un valle sumido en las tinieblas, sabe -aunque no pueda verlo- que a uno y otro lado se alzan montañas. Cuando en un momento dado se levantan las brumas, lo que contempla es únicamente la confirmación de lo que ya sabía. De repente, de manera inesperada, le pareció que la cortina espesa e invisible que separa este mundo del otro se alzaba y que podía vislumbrar el camino que iba de una vida a la siguiente. Sí, al caer, no se convertiría sólo en una presa fácil para los buitres y las alimañas. Todo lo contrario, su espíritu partiría al encuentro del Dios único a la espera del día de la resurrección de la carne.

De repente, algo en su interior le dijo que, a pesar de lo que cualquiera podía contemplar, no sabía lo que el Dios único deseaba. Y si… y si… desenvainó la espada, la sujetó en la diestra y, a continuación, se hincó de rodillas.

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[15] ¡Enemigos! ¡Enemigos! (N. del A.)

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