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– Ayúdame a levantarme -musitó con voz entrecortada-. El coste…

– No existe ningún coste -zanjó con tranquilidad el hombre.

– Que no… que no existe… -protestó débilmente el optio-. Y entonces ¿por qué actúas así? ¿Eres un filósofo?

– Duerme -fue toda la respuesta que recibió.

Valerio volvió a quedar sumido en el sueño, pero, en adelante, sus descansos fueron acercándose poco a poco a la normalidad hasta que un día pudo levantarse del lecho y sentarse a descansar en un poyete cercano a la habitación. En aquel lugar dejaba que las horas fueran transcurriendo y, sumido en reflexiones profundas, contemplaba cómo se libraba una batalla incansable contra la muerte. En ocasiones, las Parcas lograban cortar el hilo que unía a los mortales a la vida, pero tampoco faltaban las ocasiones en que aquella suma de cuidados, de celo y de limpieza las obligaba a retroceder soltando su presa. ¿Cuánta gente pudo salvarse gracias a la labor de aquellos pocos? Seguramente, no más de unas docenas. Bien escaso resultado era si se comparaba con el daño que la plaga estaba causando en las calles de la urbe y, sin embargo, qué grande si se contrastaba con el ejemplo de aquellos ciudadanos -médicos o no- que habían huido o arrojado al arroyo a los enfermos para no correr ningún peligro.

Una noche, ya caminaba con cierta soltura por aquel entonces, salió a respirar algo de aire fresco sentado en el poyete. De la manera más corriente, sus pensamientos fueron aflorando por sí solos en una nube desvaída y carente de orden. Grato -¿qué habría sido de Grato?-, sus años pasados en las legiones, la cautividad, la manera en que se había desarrollado su vida, todo ello quedaba reducido a presencias espectrales que iban y venían sobre su corazón. Y entonces sintió una angustia que, primero, se presentó como una punzada sorda para terminar convirtiéndose en un manto de ansioso pesar. En toda su existencia, no encontraba nada que mereciera la pena. Sí, por supuesto, estaban la valentía, el honor, la disciplina, la obediencia… todo eso tenía un valor, y, seguramente, no era reducido. Sin embargo, ahora, al contemplarlo ante las puertas del Hades, le resultaba mínimo. Se trataba únicamente de cenizas de una vida, consumidas, sí, al servicio del senado y del pueblo de Roma, pero cenizas a fin de cuentas. Se encontraba cada vez más abrumado por esos pensamientos cuando, e» medio de la oscuridad, vislumbró la silueta conocida de la persona que le había atendido durante aquellos días. Esperó a que llegara a su altura y entonces se incorporó y lo agarró del brazo.

– Necesito hablar contigo -dijo con toda la fuerza de que fue capaz.

La figura titubeó un instante, pero, al final, colocó su mano sobre la del legionario, la palmeó suavemente y se dejó caer en el poyete.

– Te escucho -dijo nada más sentarse.

Valerio respiró hondo, como si pensara llenar sus pulmones de fuerza, y entonces habló:

– ¿Quiénes sois y por qué hacéis esto? Te ruego que me contestes con veracidad.

No pudo contemplar en la penumbra los ojos del hombre, pero le pareció sentir una mirada clavada en su rostro. Luego escuchó:

– No temas, optio. Somos cristianos.

¿Cristianos? ¿Qué quería decir aquel hombre? Por lo que sabía, los cristianos eran una creencia extraña, una doctrina de patanes e iletrados, una relligio illicita en la que los hermanos se acostaban entre sí violando las leyes y costumbres más sagradas. Como impulsado por un resorte, Valerio intentó ponerse en pie, pero una mano le obligó con firmeza a permanecer sentado.

– Optio -dijo su interlocutor-. Durante más de dos semanas, te he limpiado, he recogido tus orines y tus excrementos, te he alimentado, he hecho todo lo posible para que pudieras vivir. ¿Consideras un pago muy elevado el que escuches la respuesta a la pregunta que tú mismo has formulado?

Valerio no respondió. Se limitó a guardar silencio, como si de esa manera concediera un permiso tácito para continuar hablando.

– Sé que la gente cuenta muchas cosas sobre nosotros. La mayoría, he de decírtelo, son falsas. No bebemos sangre en nuestras reuniones, ni mantenemos relaciones íntimas entre hermanos ni tampoco aborrecemos al género humano. Nada de eso es verdad. Se trata de afirmaciones nacidas de la mala fe o de la simple ignorancia. En realidad, somos gente sencilla que cree -que sabe- que el único Dios se convirtió en hombre para salvarnos de este mundo de sufrimiento y de la muerte. Es la gratitud que sentimos hacia ese Dios único la que nos lleva a hacer el bien a los demás sin importarnos su condición.

Valerio respiró hondo. Lo que acababa de escuchar le proporcionaba más interrogantes que respuestas.

– Ese… ese dios del que hablas… ¿Por qué dices que es el único? ¿Quieres decir que es optimus y maximus como nosotros creemos que es Júpiter? ¿A qué te refieres al decir que se hizo hombre? No entiendo, de verdad. Y, sobre todo, ¿qué tiene que ver todo eso con que me hayáis atendido?

– Verás, optio…

– Puedes llamarme Valerio -le interrumpió.

– Bien, Valerio -concedió con tono amable su interlocutor-. Lo primero que he de decirte es que nuestra doctrina no es nueva. En realidad, siempre ha existido un solo Dios, un Dios único que hizo los cielos y la tierra y todo lo que en ellos hay. Ese Dios que es Señor del cielo y de la tierra no habita en templos hechos por las manos de los hombres. Tampoco es honrado con manos de hombres, ni necesita que se le ofrezca nada porque él da a todos vida, y respiración, y todas las cosas. Ese Dios único de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habitasen sobre toda la faz de la tierra; y ha prefijado el orden de los tiempos. Siempre ha esperado que le buscasen, porque la verdad es que no está lejos de cada uno de nosotros. Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos; como también algunos de nuestros poetas han señalado.

El hombre hizo una pausa y prosiguió:

– Valerio, ese Dios no es semejante a oro, o a plata, o a piedra, a una imagen debida al artificio o a la imaginación de hombres. Ese Dios ahora anuncia a todos los hombres en todos los lugares que han de cambiar de vida. Así es, porque ha establecido un día, en el cual ha de juzgar al mundo con justicia, por medio de un hombre al que levantó de los muertos, ese que llamamos Cristo y a partir del cual recibimos nuestro nombre.

– No… no estoy seguro de entenderte -dijo confuso Valerio-. Te refieres a una religión sin templos y sin representaciones de los dioses, hablas de todos los hombres como si a todos los viera de la misma manera, me cuentas que ese dios va a juzgar al mundo… No sé… Quiero decir… Si lo que dices es cierto, si, efectivamente, va a juzgar al mundo, ¿qué hay que hacer para escapar de ese juicio? ¿Debería ofrecer sacrificios? ¿Tendría que ser iniciado en algún misterio como los enseñados en Eleusis?

– El Dios único -sonó serena la voz del hombre- desea que todos los hombres vivan de acuerdo con su ley, una ley que sólo nos enseña la virtud. Esa ley nos exige no matar, no robar, no cometer adulterio, no practicar conductas vergonzosas, no mentir, obedecer a los padres…

– Esa ley se ha guardado en Roma durante siglos -le interrumpió Valerio, sumido en una incómoda mezcla de molestia y confusión.

– Esa ley -corrigió el hombre- ciertamente ha sido conocida en Roma desde hace siglos porque está escrita en el corazón de los hombres. Sin embargo, no ha sido guardada, optio. Tú conoces, como yo, que todos, en algún momento u otro, quebrantamos esa ley.

– Bueno, es cierto que nadie es perfecto -intentó excusarse el centurión, que sentía una desazón cada vez mayor.

– Di más bien que nadie es obediente.

– Sí… seguramente tienes razón. Nadie es obediente.

– Exacto, pues bien, esa desobediencia, el único Dios la juzgará y condenará a todo el que haya incurrido en ella.

Valerio guardó silencio por un instante. No estaba acostumbrado a mantener ese tipo de conversaciones y ahora se sentía trasladado a un mundo desconocido en el que no pisaba con firmeza, en el que incluso sentía un temor extraño.

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