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– ¿Qué te parece? -preguntó Lucio con una sonrisa de satisfacción apenas oculta.

– No… no sé mucho de vinos -confesó el joven-, pero éste parece muy bueno.

Lucio dejó escapar una carcajada. Cornelio le divertía. Sus respuestas, sus miradas, su tono de voz, su deseo de agradar, especialmente, le transportaban a una época en que había sido mucho más joven y las ilusiones tenían un sentido. Ahora los sentimientos que abrigaba su corazón eran quizá más maduros, pero, sin duda, muy diferentes.

– ¿Has probado los caracoles a la romana? -preguntó Lucio.

– No… -respondió Cornelio, al que costaba mantener el ritmo de aquellas novedades.

– Son excelentes -dijo Lucio mientras echaba mano de la cochlea, la cucharilla puntiaguda de metal que había sobre la mesa y que permitía escarbar en el interior del caparazón de los caracoles-, pero hay que comerlos con esto.

Como había señalado el anfitrión, los caracoles eran magníficos. De hecho, Lucio permitió que su invitado engullera media docena de picantes moluscos antes de volver a dirigirle la palabra.

– ¿Estás totalmente seguro de que quieres entrar en las legiones?

– Sí -respondió Cornelio con un tono de firmeza que chocaba con su edad.

– Bien -asintió Lucio-. ¿Qué sabes de la situación en el limes?

– La situación en el limes… -repitió Cornelio como si se tratara de un eco.

– Sí, eso he dicho -remachó el anfitrión antes de beber otra copa de vino-. ¿Qué sabes de ella?

Cornelio masticó pensativo los restos de comida que le quedaban en la boca, tragó y dijo:

– Hasta donde yo sé, es tranquila. El césar Marco Aurelio es un hombre sabio, un filósofo…

Lucio levantó la diestra y la agitó en el aire como si quisiera espantar una nube de insectos agresivos.

– Me temo, Cornelio -dijo al fin-, que no sabes nada.

El muchacho agachó la cabeza abochornado. Seguramente lo que acababa de señalar el amigo de su padre era totalmente cierto.

– Mira, muchacho -comenzó a explicar Lucio-. En esta vida, todo es fácil de entender si sabes cómo. Roma no es una excepción. ¿Me sigues?

Cornelio asintió.

– Bien -prosiguió Lucio-. Mira esa mesa. ¿Por qué no se cae al suelo? Muy sencillo, porque se apoya en cuatro patas. También Roma se sostiene sobre sus… llamémoslas, patas. La primera es el respeto a la ley. Nuestro ius, nuestro derecho incomparable, garantiza orden y civilización, y lo hace en cualquier punto del imperio. Lo mismo estés en Capua o en Alejandría, en Atenas o en Éfeso. En todos y cada uno de esos lugares, encontrarás ley y orden. Ley y orden. Los criminales son castigados rigurosamente, las deudas se cobran y los esclavos prófugos son entregados. ¿Me entiendes?

– Creo que sí.

– Bien -dijo Lucio sonriendo-. La segunda pata que sostiene a Roma es la relligio. Por supuesto, cada romano y cada extranjero que viva dentro de nuestras fronteras puede adorar al dios que desee. Incluso hemos levantado altares al dios desconocido porque no deseamos que ninguna divinidad se sienta ofendida porque no le rendimos culto. Sin embargo, se adore a quien se adore, tenemos presentes dos cosas. La primera, que nunca se puede despreciar a otro dios, y la segunda, que tampoco puede pasarse por alto al césar. El césar es adorado y esa circunstancia no admite discusión alguna. ¿Sigo?

– Te lo ruego.

– La tercera pata es el ejército -continuó Lucio- y resulta una pata indispensable, aún más que las otras si cabe porque sin ella nada se podría sostener. El ejército garantiza el orden y la aplicación de la ley, el ejército protege el culto de aquellos blasfemos e irreverentes que podrían acarrearnos el castigo de los dioses y el ejército defiende nuestras fronteras de los bárbaros. La pregunta ahora es ¿cómo y por qué?

– ¿Cómo y por qué? -dijo Cornelio.

Lucio esbozó una sonrisa de satisfacción mientras se acercaba un bocado a los labios.

– Empecemos por el porqué. Roma es la cima de la Historia. Hemos superado a los persas de Ciro, a los griegos de Alejandro, a cualquier pueblo, en cualquier época. Eso ha provocado envidia y codicia. Envidian nuestro progreso, nuestros avances, nuestra riqueza y además los ansían. Así es desde la época en que éramos una modesta república. Si no fuera por nuestras legiones, los mauri del norte de África, los germanos de las selvas del norte, los galos ahora sometidos habrían acabado con nosotros hace siglos. Nuestras legiones los han contenido, los han derrotado y, si ha sido necesario, los han sometido y civilizado. Si nuestras legiones no pudieran algún día -los dioses no lo permitan- defender el limes, los bárbaros arrasarían siglos de cultura. Todo el territorio del imperio quedaría reducido a la barbarie. ¿Me comprendes hasta ahí?

Cornelio asintió sin despegar los labios.

– Perfectamente -dijo satisfecho Lucio-. Ahora pasemos al cómo. Puedes imaginarte que no es fácil mantener en orden el mayor imperio que ha conocido el hombre. Por supuesto, en parte lo conseguimos porque lo que ofrecemos a los pueblos sometidos es mejor que lo que ellos tenían. Sin embargo, lo más importante es articular un cuerpo de legiones que nos permita defendernos de los ataques aunque sean poderosos, diversos y se produzcan varios al mismo tiempo. Durante las últimas décadas, no ha sido una tarea sencilla. Primero, Trajano, un hispano, logró extender nuestro limes hasta Dacia y Mesopotamia. No fueron guerras fáciles, pero nos proporcionaron la suficiente tierra entre nosotros y los bárbaros como para protegernos de una sorpresa desagradable. Su sucesor, Adriano, por cierto, también hispano, decidió evacuar alguno de esos territorios, pero reaccionó con fuerza contra los judíos que decidieron sublevarse durante su principado. ¡Ah, fue un gran césar! ¡Lástima que le diera por los jovencitos y al final de su vida anduviera llorando por los rincones o ejecutando gente! Por lo que se refiere al actual césar… Mira, Cornelio, vamos a poner las cosas claras desde el principio. Se habla de que si es un filósofo, de que si admira a esos griegos que gustan de perder el tiempo discutiendo sobre bobadas, de que si esto, de que si lo otro… La pura verdad es que ha demostrado tener una mano de hierro. Hace unos años machacó a los armenios que perturbaban nuestras fronteras y no tengo la impresión de que escribiera ningún tratado de filosofía para justificar su dureza. Hace unas semanas, los cuados, los sármatas y los marcomanos comenzaron a inquietar nuestro limes en el río Ister. ¿Qué piensas que hará Marco Aurelio ante esa amenaza?

– Lo mismo -respondió Cornelio, que experimentaba la sensación de estar recibiendo una luz excepcional sobre el funcionamiento del imperio.

– Exacto, muchacho, exacto -dijo divertido Lucio-. Eso es lo que hará.

Movió la mano y un esclavo se acercó a llenarle nuevamente la copa.

– Por cierto, Cornelio, ¿qué te parecería servir al senado y al pueblo de Roma interviniendo en esa campaña?

– Me parecería… me parecería extraordinario… -acertó apenas a responder el joven.

Lucio sonrió mientras un brillo extraño, astuto, divertido, le asomaba a las pupilas negras.

– Me alegro de que así sea -dijo-. Te he conseguido un puesto de tribuno laticlavio en las legiones que defenderán el limes junto al río Ister.

El joven abrió la boca sorprendido. Por supuesto, sabía que el amigo de su padre podía ayudarle a encontrar algún destino. Había escuchado docenas de veces que se trataba de un hombre influyente, poderoso, pero, aun así, ¿resultaba normal que actuara con tanta rapidez? Lucio abrió las manos extendiéndolas como si deseara dejar de manifiesto que no ocultaba nada en ellas.

– Roma es así, querido Cornelio. En verdad, es así.

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