Como todas las dependencias termales que recibían este nombre, el tepidarium era una sala de paso. Sus banquillos de mármol y su ambiente templado servían para que los bañistas se adaptaran a la diferencia de temperatura existente entre el frigidarium y la sala siguiente, el caldarium. Cornelio sintió una sensación agradable en aquella habitación. A través de los brazos, las piernas, los pies e incluso las mejillas, pareció extenderse un fluido agradable y vivificador capaz de arrancar el cansancio agarrado a sus huesos durante la noche de la cloaca.
Fue precisamente cuando llevaba un buen rato en el caldarium cuando vio a un hombre que se acercaba a los más jóvenes. Contempló cómo pronunciaba algunas palabras y recibía lo que parecía una negativa. Acto seguido, se percató de que se dirigía a otro muchacho. Cornelio frunció el ceño. Nunca había conocido a un bujarrón, pero su padre le había advertido de que los había en Roma y de que tenían preferencias por los jóvenes. De tratarse de uno de esos degenerados, más valía que no se equivocara con él… Acababa de llegar a esa parte de su razonamiento cuando vio que el hombre caminaba hacia él. Contuvo la respiración. Si no lo molestaba, bueno, pues no pasaría nada, pero si le hacía alguna proposición, si se le ocurría, si…
– Soy Dionisio, esclavo de Lucio Sexto Calvo. ¿Esperas a mi amo?
Cornelio abrió la boca un par de veces antes de poder dar una respuesta. Había imaginado tanto el momento que ahora, al llegar, no sabía qué responder.
– Sí -acabó diciendo con un hilo de voz.
– Mi amo, Lucio Sexto Calvo, te espera para comer. Te ruego que me sigas.
Un tanto confuso por la sorpresa, Cornelio se puso en pie y caminó en pos del esclavo. Se trató de unos pasos apenas, justo los que mediaban entre la piscina en la que se encontraba y un reservado apartado de las miradas de todos gracias a una cortina.
– ¡Cornelio! ¡Cornelio! -sonó una voz apenas entró en la estancia-. ¡Qué alegría verte!
El hombre que acudió a su encuentro debía de tener la edad de su padre, pero no se parecía a él. A decir verdad, su aspecto resultaba peculiar. El cabello de la cabeza, no más abundante que el de su progenitor, era rizado y además presentaba un color inusitadamente oscuro. En cuanto al resto, bueno… no hubiera sabido describirlo, pero le causaba la impresión propia de observar algo artificioso.
– Bienvenido, Cornelio -dijo mientras le palmeaba los brazos-. Eres igual que tu padre a tu edad. Bueno, igual no. No, tú eres más alto. Y has decidido probar fortuna viniendo a Roma, ¿verdad?
– Mi deseo es…
– No, Cornelio -le cortó con una sonrisa Lucio-. No comiences nunca una frase diciendo «mi deseo es» o «quiero» o algo parecido. No lo hagas. Da mala impresión. Tienes que convencer a los demás de que buscas hacerles algún bien. A la persona a la que deseas sacar algo, por ejemplo. ¿Me has entendido?
El muchacho asintió con la cabeza aunque no estaba seguro de haber captado lo que le decía Lucio. -Bien -prosiguió-, y ahora dime por qué has venido a Roma.
Cornelio tragó saliva, respiró hondo y luego, de manera pausada, dijo:
– Roma necesita soldados. Quiero servirla con las armas.
Lucio abrió los ojos sorprendido por la manera en que el joven había asimilado su consejo.
– Vaya, vaya… sí que eres espabilado. Seguro que podemos encontrarte un sitio. Pero antes de entrar en harina, podríamos comer algo. ¿Te parece bien?
– Sí, domine, por supuesto -respondió Cornelio.
Lucio le hizo una seña para que se recostara en el triclinio y, a continuación, dio una palmada.
– Verás, Cornelio -comenzó a decir Lucio-. Contra lo que creen muchos, aquí en Roma no se come bien.
Hasta hace poco, nadie conocía el pan y el trigo se utilizaba para preparar la puls, una sopa viscosa.
El muchacho se calló. A él la puls no le parecía tan mala. Cuestión aparte es que considerara más prudente no hablar demasiado.
– Aquí -prosiguió Lucio- casi nadie toma algo al levantarse por la mañana. A lo sumo, un simple trozo de pan o incluso un poco de agua. Para compensar está la cena, la comida fuerte del mediodía. Pues bien, he ordenado a mis esclavos que se esmeren.
No era posible saber si se habían esmerado o no. Lo que sí resultaba innegable era que ponían todo su empeño en dar la sensación de que se afanaban ante varias mesas dispuestas en la habitación. Aunque cubiertas con manteles blancos trabajados a mano, por el número de patas podía verse que no había menos de cuatro con comida dispuesta encima. Los conocedores de la buena cocina afirmaban que la comida tenía que ir ab ovo usque ad mala, es decir, del aperitivo a los postres. Lucio había dado órdenes para que se les sirvieran tres grupos de platos. El primero -la gustatio o promulsis- debía ser ligero, de manera que en la mesa ante la que se hallaba Lucio había dispuesta una selección de huevos, verduras, pescado y mariscos. En todos los casos se trataba de alimentos preparados de manera muy sencilla.
Sobre la segunda mesa, algo más ancha y larga que las otras, se apilaban fuentes y recipientes que contenían el plato principal o fuerte, la denominada prima mensa. La profusión de verduras y carnes cocinadas en una cantidad y una calidad excepcionales hubiera satisfecho al degustador más sofisticado. Rehogados, rebozados, cocidos o en salsa, los frutos de la tierra seguramente rivalizaban en gusto y sabor con las codornices, los pichones, las costillas de cerdo, los trozos de buey adobado o los jamones envueltos en harina o miel.
Los platos de la secunda mensa no cedían en sofisticación a los depositados sobre el mueble anterior. Aceitunas, frutas, pasteles y dulces se acumulaban impregnando el aire con aromas suaves y tentadores. Con todo, lo más especial, lo más delicado, lo más sugestivo era el producto oculto en una cubeta de aspecto cilíndrico. En el interior de aquel metálico cacharro se habían fundido en deliciosa mezcla la nieve traída desde largas distancias con el líquido meloso de unos melocotones escogidos. Aquel sorbete de fruta estaba llamado a ser el broche de oro para la comida.
Mientras los esclavos comenzaban a pasar ante ellos las bandejas de la primera mesa, Lucio decidió entrar en materia.
– ¿Cómo te ha ido todo en estos días?
Lucio se había dirigido al muchacho en griego en lugar de hacerlo en latín. Aquel cambio de lengua -normal entre gente de posición elevada- estaba cargado de significado. Por un lado, era una señal de que Lucio consideraba a su invitado como un hombre de cultura, un verdadero cumplido si se tenía en cuenta que era la primera vez que pisaba Roma. Pero, por añadidura, dejaba de manifiesto que lo que iban a tratar no era de escasa importancia. Todo lo contrario. Debía ser abordado en otra lengua para que los esclavos no pudieran ir con el cuento a ningún sitio.
Cornelio no era, desde luego, un erudito, pero conocía el griego lo suficiente como para hablarlo con fluidez. A muchos romanos no les gustaba, pero aquélla era la lengua de los negocios y en las casas de cualquier familia que se considerara de fuste lo normal era que los hijos varones tuvieran un preceptor que si no era griego al menos pudiera enseñar el idioma de Platón y Aristóteles.
– Bien, bien… -respondió Cornelio, que no había podido reprimir un escalofrío al recordar su experiencia de la noche anterior-. Roma es muy interesante.
– Y tanto que lo es… -señaló Lucio con una sonrisa-. Y no sabes lo que ha cambiado en los últimos tiempos. Los Antoninos están resultando unos césares extraordinarios. ¿Quién iba a decirlo? A fin de cuentas, son provincianos de Hispania. Por cierto, hablando de Hispania, quiero que pruebes este vino.
Hizo una señal y un esclavo, enjuto y calvo, se acercó con una jarra rutilante. Sin embargo, Lucio no le dejó servirlo. Por el contrario, él mismo vertió el vino procedente del dorado búcaro en una de las panzudas copas y se lo tendió a Cornelio. A continuación, contempló cómo el recién llegado deglutía con placer el rojizo líquido.