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El centurión giró su muñeca hacia atrás y, acto seguido, dirigió la empuñadura de su bastón contra la frente de Celio. Fue un golpe seco, contundente, certero. Lo suficientemente fuerte como para que, tras sonar como si hubiera chocado contra un muro, el hombre hubiera puesto los ojos en blanco antes de caer a plomo sobre su pecho.

Cornelio contempló al legionario. A pesar de su nombramiento como tribuno laticlavio, su conocimiento de las legiones no había experimentado una variación sustancial en los últimos tiempos. Por supuesto, poseía más datos sobre el funcionamiento de un castra, pero poco más. A pesar de todo, tenía la sensación de que el arrestado era, desde luego, un tipo imponente. A simple vista se apreciaba que podía sacar un par de palmos a la mayoría de sus compañeros; contaba, al parecer, con una dilatada experiencia en Germania y además presentaba hasta un pelo negro y abundante poco habitual en un veterano. Cualquiera hubiera dicho que era la viva imagen del legionario triunfador. Le pesaba tener que sancionarlo, pero, sobre todo, le causaba un profundo desagrado iniciar así sus tareas de mando. Desde luego, era de agradecer que el centurión y un optio le acompañaran en su cometido.

– ¿Es cierto que acudiste a una de las canabae del campamento ayer por la noche? -preguntó intentando imprimir a su voz una fuerza de la que, realmente, no se sentía dotado.

El legionario, que presentaba en la frente una mancha roja, como si le hubieran aplicado una moneda al rojo, tragó saliva antes de responder. El tribuno le parecía un chiquilicuatre, pero la experiencia le decía que, precisamente por su juventud e inexperiencia, podía resultar especialmente severo en las sanciones.

– Sí, domine -respondió con el mayor respeto del que fue capaz.

Cornelio repasó sus notas no tanto porque lo necesitara como por proporcionar un tinte de solemnidad al acto.

– En una de esas canabae, encontraste a la meretriz que recibe el nombre de Plácida, ¿verdad?

– Sí, domine -aceptó con cierto nerviosismo Celio.

– Luego llegaste a un acuerdo con ella y contrataste sus servicios. ¿Fue así?

– Sí, domine.

– Y esta mañana, poco antes de la hora en que debías incorporarte al servicio, la golpeaste… -concluyó Cornelio sin pedir esta vez confirmación del legionario. Ese extremo resultaba, desde luego, más que establecido.

– Has causado un daño extraordinario a una propiedad ajena -dijo Cornelio-. Esa meretrix proporciona unos ingresos regulares a su dueño. No es guapa, desde luego. Incluso se podría decir que tiene la cara de un monstruo, pero, por lo que veo, algunos legionarios no son demasiado exigentes y nunca le falta con quien ayuntarse. Ahora, después de la paliza que le has propinado, esa mujer prácticamente carece de valor. No es fácil saber si se repondrá, pero incluso aunque lo consiga tardará bastante tiempo en poder rendir sus servicios. Se trata de una pérdida tremenda, se mire como se mire.

Cornelio guardó silencio por un instante y observó con disimulo a los presentes. Sí, tenía la sensación de estar haciéndolo bien. Desde luego, no sería porque no se esforzara. Bueno, había que proseguir. Hasta el final.

– ¿Tienes algo que alegar en tu descargo? -preguntó imprimiendo la mayor severidad posible a su pregunta.

Celio tragó saliva. Desde luego, no parecía cómodo y era lógico que así fuera.

– Esa perra… esa meretrix me insultó… -se detuvo para inspirar hondo y prosiguió:

– Al insultarme a mí, ofendía a mi cohorte, a la legión en que presto servicio, al… al senado y al pueblo de Roma.

Cornelio se llevó la mano al mentón con gesto pensativo. Desde luego, el perjuicio material ocasionado al propietario de la esclava era innegable, pero si la mujer había resultado lenguaraz… bueno, entonces la cosa resultaba diferente. Quizá incluso el legionario pudiera resultar eximido.

– Te insultó, ¿eh? -dijo Cornelio.

– Así fue, domine -corroboró el acusado con una media sonrisa ocasionada por la esperanza de verse libre de la acusación. De hecho, hasta se permitió lanzar miradas de satisfacción al centurión y al optio.

– ¿Qué te dijo?

La pregunta del tribuno cayó como un jarro de agua fría sobre los ánimos renovados del legionario. De hecho, parpadeó incómodo.

– Me… me insultó, tribuno -respondió con la incomodidad empañando su voz-. De manera soez, grosera… intolerable para el decoro de la legión.

– Ya… -dijo Cornelio-. ¿Cuáles fueron los insultos? Repítelos exactamente.

– Domine… domine… -comenzó a moverse Celio como si un picor insoportable hubiera hecho presa en él-. No debería…

– Es una orden, legionario -cortó Cornelio, al que cada vez le resultaba más difícil contener la curiosidad, una curiosidad que, por lamentable que fuera, superaba su deseo de hacer justicia.

– Me… me… -Celio no terminó la frase.

– Mi tiempo es precioso, legionario -dijo el tribuno-. Lo suficiente como para castigar con la flagelación su pérdida.

Celio bajó la mirada. Resultaba innegable que lo estaba pasando muy mal. Mucho pundonor si la ofensa se refería al honor de Roma.

– Dijo que… que… mi verga era muy pequeña -respondió de una tirada el legionario.

Los ojos del tribuno se abrieron como escudillas al oír aquellas palabras. ¿Sería posible lo que acababa de escuchar? De manera que había estropeado de esa forma la propiedad de un hombre libre -una propiedad que, por añadidura, prestaba un servicio al imperio- porque se habían burlado del tamaño de su miembro viril. Increíble, desde luego, le parecía increíble.

– Ésa no es excusa, legionario -dijo con tono tajante Cornelio-. A decir verdad, resulta bochornoso que por una cosa así hayas perjudicado tanto a un propietario.

– Pero… -intentó protestar Celio.

El tribuno alzó la mano izquierda imponiendo silencio. Aquel asunto ya estaba exigiendo demasiado su atención como para permitir que un palurdo lo siguiera complicando.

– Voy a dictar sentencia -dijo con un tono que no dejaba lugar a dudas-. Pagarás al propietario de la meretrix su valor de mercado del último año y pasará a ser de tu propiedad a partir de ese momento… eso o le entregarás el dinero que hubiera podido ganar durante el tiempo en que no pueda ejercer su ocupación. ¿Qué prefieres?

Celio nunca había destacado por su habilidad para echar cuentas, pero se percató inmediatamente de que la segunda opción resultaba mucho menos onerosa. La primera sólo habría arrojado sobre su vida una carga difícil de tolerar. Al pago de la meretrix, hubiera tenido que sumar su alimentación, los cuidados médicos, el alojamiento adicional y todo eso sin saber si lograría sobrevivir para reembolsarle los gastos con su trabajo.

– Pagaré lo que hubiera podido ganar sana -respondió al fin.

– Es una decisión sensata, legionario -dijo Cornelio-. De tu próxima paga se descontará la suma. Ahora retírate.

El hombre adoptó una actitud disciplinada, saludó marcialmente y salió de la tienda. Debía de haberse apartado apenas unos pasos cuando el tribuno trazó un gesto para que el centurión se acercara.

– Quiero saber algo -dijo en voz baja apenas el hombre llegó a su altura-. La acusación… lo que…

– Sí, es cierta, domine -respondió el centurión evitando así el apuro del tribuno-. Parece mentira, pero es así, y la verdad es que lo lleva muy mal.

Cornelio arqueó las cejas y comenzó a acariciarse el mentón. Desde luego, nunca se dejaba de aprender.

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