Llegó así a la conclusión de que lo que se había cebado sobre él era alguna desgracia y entonces sintió un profundo pesar por el legionario, ya que, pareciendo un hombre justo y considerado, se veía privado de lo que todos consideraban uno de los placeres indispensables en esta existencia. Fue precisamente al llegar a esa conclusión de sus cavilaciones cuando Rode, entre el servicio rendido a un palafrenero y el dispensado a un signifer, elevó una plegaria a Glykon pidiéndole que curara a aquel varón extraño pero noble o, al menos, le dijera cómo poder socorrerlo en su desgracia.
Y, sin embargo, a pesar de los millares de hombres que habían pasado por su cuerpo, a pesar de las experiencias repetidas cansinamente en todas las variaciones posibles, a pesar de los años transcurridos en manos de varones de todas clases, a pesar del conocimiento acumulado a través de golpes, babas y regateos, Rode carecía de la capacidad suficiente para poder entender lo que pasaba en el espíritu del centurión. Porque, a pesar también de sus temores y ansiedades y angustias, lo cierto era que aquel hombre sentía interés en ella. A decir verdad, experimentaba una atracción hacia la meretrix como nunca la había sentido hacia otra mujer.
Había que reconocer que las mujeres nunca habían ocupado un espacio demasiado amplio en su vida. Cuando era niño, su presencia se había reducido a una madre y una abuela siempre angustiadas ante la posibilidad de que se resfriara, de que no comiera lo suficiente o de que se quedara canijo. Luego las mujeres cercanas habían desaparecido.
De existir algo que ansiara con todas sus fuerzas cuando tenía tan sólo catorce años, era no hacer lo mismo que su padre. Las opciones resultaban escasas. Fuera de la ley, se ofrecía el latrocinio en cualquiera de sus múltiples manifestaciones; bordeando la ley, la compra y venta de esclavos; dentro de la ley, la legión. La elección no resultó, al fin y a la postre, tan difícil. Los golpes del padre y las regañinas de la madre habían ido afianzando en su interior una firme resolución de respetar la autoridad y la ley. Robar era algo para lo que carecía de aptitudes y, sobre todo, de inclinación. Traficar con seres vivos -fueran hombres, mujeres o carneros- le producía una sensación de incómodo malestar. Se presentó en un castra de la legión antes de ser llamado.
El inicio resultó difícil. Los veteranos no perdían ocasión de abusar de los recién llegados y la comida era, no cabía discutirlo, mala. Sin embargo, no tardó en adaptarse a la disciplina. No sólo eso. Descubrió que le gustaba. Llegó a agradarle aquel orden meticuloso que marcaba cada hora del día con ocupaciones concretas y precisas. Y cuando la disciplina formó parte de él, de su quehacer, de su horizonte, de su respiración, fue descubriendo que nada le importaba. Se encontró con que el frío del campamento no era mayor que el que sufría en la casa paterna, con que el calor no era más agobiante que el que le hacía sudar a chorros en verano al lado de sus progenitores o que las marchas no resultaban más agotadoras que cuando, siendo una criatura que apenas levantaba unos codos del suelo, tenía que seguir a su apresurado padre por las calles sin perderle de vista un solo instante. No, nada era peor y mucho era mejor.
Por ejemplo, descubrió que podía contar con algún dinero sin depender de la mísera tacañería del hombre que lo había engendrado o de la eventual generosidad de la madre o 'de la abuela, y también se encontró con el hecho de que su vida le pertenecía. Era cierto que se hallaba a las órdenes -sin duda, estrictas- de otros hombres, pero no tardó en descubrir que, por regla general, en la legión todo tenía un sentido y que ese sentido nacía de una carga, remansada durante siglos, de experiencia y sensatez.
Esa circunstancia explicaba, por ejemplo, el papel que las mujeres tenían en la legión. El hombre que combate -y, sobre todo, que combate lejos de su casa- está muy determinado por la existencia de una esposa y unos hijos. Pensando en ellos, puede decidir entregar las armas en vez de utilizarlas encarnizadamente en el combate; puede aferrarse a la supervivencia por encima del interés de su cohorte o puede incluso caer en la traición en la idea -generalmente, errónea- de que la misma le acercará a su esposa. Precisamente por esas razones y otras semejantes, sobre los legionarios pesaba la prohibición de contraer matrimonio. Por supuesto, algunos mandos superiores no se veían afectados por esa posibilidad, pero la excepción tan sólo confirmaba la regla. El paso de aquellos hombres por las legiones era casi siempre pasajero, empeñados en convertir su experiencia militar en peldaños sucesivos de su carrera política. Por otro lado, también era lo más común que aquella gente no amara a sus esposas. Para ellos, el matrimonio no había pasado de ser un pacto entre familias encaminado a sumar influencias en la vida pública. Se trataba, a fin de cuentas, de otra cosa.
Sin embargo, en su inmensa cordura, en su aquilatada experiencia de siglos, la legión también sabía que los hombres necesitaban descargar sus impulsos más animales. Ocasionalmente, se les debía permitir que saquearan, que arrasaran, que prendieran fuego y, por supuesto, que copularan. Para ello, ocasionalmente permitían la existencia de concubinas, pero, sobre todo, les proporcionaban las canabae, en las que lo mismo podía hallarse vino que meretrices. En uno de esos establecimientos, precisamente, es donde había tenido su primera relación con una mujer. Apenas hablaba latín, el aliento le olía como si fuera un bárbaro o un campesino, despedía un tufillo salado en los sobacos, pero, a pesar de todo, es cierto que se había esforzado por complacerle. No le gustó. No, a pesar de todo no le gustó. Demasiado rápido, demasiado distante, demasiado frío. Y, sin embargo, acabó regresando. De repente, necesitaba no sólo acallar la pulsión de la sangre, sino también sentir unos brazos que no lo golpearan o se acercaran para pasarle una carga. También -y fue algo que le llamó la atención cuando fue consciente de ello- precisaba sentir una piel suave cercana a la suya. Nunca llegó a aficionarse a las meretrices, pero tampoco dejó de frecuentarlas ocasionalmente. Era, sobre poco más o menos, similar a lo que le sucedía con la religión. No le provocaba entusiasmo alguno, pero la consideraba necesaria y útil. Casi, casi imprescindible.
El cambio en su relación con las mujeres se produjo tras la campaña contra los partos. En la cautividad, terrible cautividad, a que le sometieron los bárbaros resultaba impensable mantener trato con mujer alguna. Sus compañeros procuraron enfrentarse con aquella situación como pudieron. Algunos pasaron a convertirse en repugnantes bujarrones; otros llegaron incluso a aceptar las propuestas de los carceleros. No fue su caso y, a decir verdad, ocupado por sobrevivir cada día, tampoco dedicó sus pensamientos a recordar a mujeres conocidas o a pensar en otras ignotas. Luego vinieron la liberación y el regreso a Roma. Pero mientras sus compañeros ansiaban beber, fornicar y divertirse, él sólo pensaba en otro tipo de entretenimientos como pasear sin que se lo impidieran o contemplar sin limitaciones la luz del sol. Aun así, aceptó visitar un lupanar especialmente recomendado el día en que le hicieron entrega de las pagas atrasadas. Le atendió una mujer rubia, procedente de algún lugar situado más allá del río Ister y dotada de unos pechos enormes. Era limpia e incluso insistió en lavarlo. Recordaba que le había dicho que tenía ojos de soledad y le recomendó pasar por allí con más frecuencia para animarse. No lo hizo. En realidad, el contacto con aquella lupa sólo le había provocado una extraña sensación de soledad, como si en medio de la noche hubiera
deseado abrazar a alguien y sólo hubiera encontrado el vacío. Y entonces fue cuando apareció la plaga.
Escucharía luego que la enfermedad, la terrible dolencia que llevó a los médicos a abandonar Roma y que segó millares de vidas, la habían transportado ellos, los legionarios liberados de Partia. Quizá fuera así, pero ¿quién podía asegurarlo sin lugar a dudas en una urbe llena de suciedad, donde los orines y los excrementos se bajaban en cubetas que salpicaban las escaleras, donde la gente no era aficionada a lavarse y donde los que debían frenar el mal eran los primeros en escapar? El caso es que también él había sentido las dentelladas de la plaga y luego… luego habían pasado tantas cosas que, una vez más, las mujeres perdieron interés. La situación había cambiado tan sólo unos días antes al ver a esa meretrix que respondía al nombre de Rode.