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– Así se habla.

Se quedaron un momento en silencio, oliendo la humedad del aire que entraba por el hueco de la chimenea e inundaba la habitación. Aun con el ruido de la lluvia, Lindsey tenía la sensación de estar escondida, arropada en un seguro rincón del mundo con la persona que más quería.

Le cogió la mano y caminó con él hasta una pequeña habitación de la parte delantera. Sobresalía por encima del vestíbulo del piso de abajo y tenía forma octogonal.

– Miradores -dijo Samuel, y se volvió hacia Lindsey-. Las ventanas, cuando se construyen así, como una habitación diminuta, se llaman miradores.

– ¿Te excitan? -preguntó Lindsey sonriendo.

Los dejé en la oscuridad y la lluvia. Me pregunté si Lindsey había notado que, en cuanto empezaron a desabrocharse las cazadoras, los relámpagos habían parado y había cesado el ruido en la garganta de Dios, ese trueno aterrador.

En su estudio, mi padre sostenía en la mano una bola de nieve. El frío del cristal en los dedos lo reconfortaba, y lo sacudió para ver cómo el pingüino desaparecía bajo la nieve ligera y volvía a aparecer poco a poco.

Hal había vuelto de la ceremonia de graduación en su moto, pero en lugar de tranquilizar a mi padre al proporcionarle cierta garantía de que, si una moto había sido capaz de sortear una tormenta y llevar a su conductor a salvo hasta su puerta, otra también podría hacerlo, pareció buscar en su mente las probabilidades de lo contrario.

La ceremonia de graduación de Lindsey le había reportado lo que podría llamarse un doloroso placer. Buckley se había sentado a su lado, indicándole solícito cuándo sonreír y reaccionar. A menudo sabía cuándo hacerlo, pero sus sinapsis ya no eran tan rápidas como las de la gente normal, o al menos así era como se lo explicaba a sí mismo. Era como el tiempo de reacción en las demandas de seguro que él estudiaba. Para la mayoría de la gente había una media de segundos entre el momento en que veían venir algo -otro coche, una roca que bajaba rodando por un terraplén- y el momento en que reaccionaban. Los tiempos de reacción de mi padre eran más lentos que los de la mayoría, como si se moviera en un mundo donde una inevitabilidad aplastante le había arrebatado toda esperanza de percepción aguda.

Buckley llamó a la puerta entreabierta del estudio de su padre.

– Pasa -dijo él.

– Estarán bien, papá. -A sus doce años, mi hermano se había vuelto serio y considerado. Aunque no pagara las facturas ni cocinara, era él quien llevaba la casa.

– Te sienta bien el traje, hijo -dijo mi padre.

– Gracias. -Eso le importaba a mi hermano. Quería que mi padre se sintiera orgulloso de él y se había esmerado en arreglarse, pidiéndole incluso a la abuela Lynn esa mañana que le cortara los mechones que le caían sobre los ojos. Estaba en la fase más incómoda de la adolescencia, cuando no se es niño ni hombre. Casi siempre ocultaba su cuerpo bajo camisetas grandes y vaqueros desaliñados, pero ese día le había gustado llevar traje-. La abuela nos espera abajo con Hal -dijo.

– Enseguida bajo.

Esta vez Buckley cerró la puerta del todo.

Ese otoño mi padre había hecho revelar el último carrete que había encontrado en mi armario en la caja de «Carretes para guardar», y ahora, como hacía a menudo cuando pedía un minuto antes de cenar o veía algo por la televisión o leía un artículo del periódico que le provocaba dolor, abrió el cajón de su escritorio y sacó las fotos con cautela.

Me había sermoneado muchas veces, diciendo que lo que yo llamaba mis «fotos artísticas» eran temerarias, pero el mejor retrato que había tenido nunca se lo había hecho yo en ángulo, de tal modo que su cara llenara todo el cuadro cuando lo sostenías como un rombo.

Debí de hacer caso de sus consejos sobre los ángulos de la cámara y la composición cuando saqué las fotos que él tenía ahora en las manos. No había sabido en qué orden iban los carretes ni qué había en ellos cuando los había hecho revelar. Había un número excesivo de fotos de Holiday, y muchas de mis pies en la hierba, borrones grisáceos en el aire que eran pájaros y un granulado intento de atardecer sobre el sauce blanco. Pero en un momento dado yo había decidido hacerle fotos a mi madre. Cuando mi padre recogió el carrete del laboratorio, se quedó sentado en el coche mirando fijamente unas fotos de una mujer que tenía la sensación de que ya casi no conocía.

Desde entonces las había sacado demasiadas veces del cajón para contarlas, pero cada vez que había examinado la cara de esa mujer, había tenido la sensación de que algo crecía dentro de él. Le llevó mucho tiempo comprender qué era. Hacía muy poco que sus sinapsis heridas le habían permitido ponerle nombre. Se había vuelto a enamorar.

No comprendía cómo dos personas que estaban casadas, que se veían todos los días, podían olvidar el aspecto que tenían, pero si tenía que describir de algún modo lo que había ocurrido, era eso. Y las últimas dos fotos del carrete proporcionaban la clave. Él había vuelto a casa del trabajo (yo recordaba que había tratado de mantener la atención de mi madre cuando Holiday se puso a ladrar al oír detenerse el coche en el garaje).

– Ya vendrá -le dije-. Espera.

Y ella así lo hizo. Parte de lo que me fascinaba de la fotografía era el poder que me otorgaba sobre la gente que estaba al otro lado de la cámara, incluidos mis propios padres.

Con el rabillo del ojo vi a mi padre cruzar la puerta lateral del patio. Llevaba la delgada cartera que, años atrás, Lindsey y yo habíamos registrado emocionadas para encontrar muy pocas cosas de interés. Los ojos de mi madre ya habían empezado a reflejar distracción y ansiedad, deslizándose por debajo de una máscara. En la foto siguiente la máscara estaba casi en su sitio, y en la última, en la que mi padre se inclinaba ligeramente para besarla en la mejilla, estaba puesta del todo.

– ¿Te hice yo eso? -preguntó él a la imagen de mi madre mirando fijamente las fotos, colocadas en fila-. ¿Cómo ocurrió?

– Han parado los relámpagos -dijo mi hermana. La humedad que le cubría la piel ya no era de la lluvia, sino del sudor.

– Te quiero -dijo Samuel.

– Lo sé.

– No, quiero decir que te quiero y quiero casarme contigo, ¡y quiero vivir en esta casa!

– ¿Cómo?

– ¡Ya se ha acabado esa mierda de universidad odiosa! -gritó Samuel. La pequeña habitación absorbió de tal manera su voz que en sus finas paredes apenas hubo eco.

– Para mí no -dijo mi hermana.

Samuel se levantó del suelo, donde había estado tumbado al lado de mi hermana, y se arrodilló delante de ella.

– Cásate conmigo.

– ¿Samuel?

– Estoy cansado de hacer siempre lo que está bien. Cásate conmigo y dejaré esta casa como nueva.

– ¿Y quién nos mantendrá?

– Nosotros -dijo él-, como sea.

Ella se incorporó y se arrodilló frente a él. Estaban los dos medio vestidos y empezaban a tener frío a medida que se disipaba su calor.

– De acuerdo.

– ¿De acuerdo?

– Creo que puedo -dijo mi hermana-. ¡Quiero decir que sí!

Algunos clichés yo sólo los comprendía cuando llegaban a toda velocidad a mi cielo. Nunca había visto un pollo decapitado, nunca había significado mucho para mí, aparte de ser una criatura que había recibido un trato muy parecido al mío. Pero en ese momento corrí por mi cielo como… ¡un pollo decapitado! Estaba tan contenta que grité una y otra vez. ¡Mi hermana! ¡Mi Samuel! ¡Mi sueño!

Ella lloraba, y él la abrazaba y la mecía contra él.

– ¿Estás contenta, mi amor? -preguntó.

Ella asintió contra su pecho desnudo.

– Sí -dijo, y luego se quedó inmóvil-. Mi padre. -Levantó la cabeza y miró a Samuel-. Sé que está preocupado.

– Sí -dijo él, tratando de cambiar de estrategia.

– ¿Cuántos kilómetros hay hasta casa?

– Unos quince -dijo Samuel-. Tal vez menos.

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