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Recorrieron un tramo de carretera más rodeado de vegetación, la clase de tramo que había entre dos áreas comerciales y que poco a poco, por adición, eran eliminados por otra área comercial o un almacén de piezas de recambios de automóviles. La moto se tambaleó, pero no cayó en la grava mojada del arcén. Samuel frenó ayudándose con los pies y, como le había enseñado Hal, esperó a que mi hermana se bajara y se apartó un poco antes de bajarse él.

Levantó la visera de su casco para decirle a gritos:

– Es peligroso. Voy a llevarla debajo de esos árboles.

Lindsey lo siguió, con el ruido de la lluvia amortiguado dentro de su casco acolchado. Se abrieron paso entre la grava y el barro, pisando las ramas y los escombros amontonados al lado de la carretera. Parecía que llovía con más fuerza, y mi hermana se alegró de haberse quitado el vestido que había llevado en la ceremonia de graduación y haberse puesto los pantalones y la cazadora de cuero que Hal había insistido en darle pese a sus protestas de que parecía una pervertida.

Samuel empujó la moto hasta la hilera de robles que había junto a la carretera, y Lindsey lo siguió. La semana anterior habían ido a cortarse el pelo al mismo barbero de la calle Market, y aunque Lindsey tenía el pelo más claro y fino que Samuel, el barbero les había hecho el mismo corte puntiagudo. En cuanto se quitaron los cascos, las grandes gotas que se colaban entre los árboles les mojaron el pelo, y a Lindsey se le empezó a correr el rimel. Observé cómo Samuel le limpiaba la mejilla con el pulgar. «Feliz graduación», dijo en la oscuridad, y se agachó para besarla.

Desde su primer beso en nuestra cocina dos semanas después de mi muerte, yo había sabido que él era -como mi hermana y yo lo habíamos llamado riendo bobamente con nuestras Barbies o cuando veíamos a Bobby Sherman por la televisión- el hombre de su vida. Samuel se había hecho tan imprescindible para ella que su relación enseguida se había consolidado. Habían estudiado juntos en la Temple University, codo con codo. Él la había odiado, pero Lindsey lo había animado a continuar. Verla disfrutar tanto le había permitido sobrevivir.

– Busquemos la parte más tupida de esta maleza -dijo. -¿Y la moto?

– Hal seguramente tendrá que rescatarnos cuando deje de llover.

– Mierda -dijo Lindsey.

Samuel rió y le cogió la mano para empezar a andar. En ese preciso momento oyeron el primer trueno, y Lindsey pegó un bote. El la abrazó con más fuerza. Los relámpagos todavía estaban lejos, y los truenos cobrarían intensidad, siguiéndolos de cerca. A ella nunca le habían fascinado como a mí. La ponían histérica y nerviosa. Pensaba en árboles partiéndose por la mitad, casas estallando en llamas y perros escondiéndose en los sótanos de los barrios residenciales.

Caminaron a través de la maleza, que estaba empapada a pesar de los árboles. Aunque era media tarde, estaba oscuro salvo por la linterna de Samuel. Aun así, vieron rastros de gente; sus botas aplastaban latas y se tropezaban con envases vacíos. Y de pronto, en medio de las tupidas malas hierbas y la oscuridad, los dos vieron la ventana con los cristales rotos del piso superior de una vieja casa victoriana. Samuel apagó la linterna inmediatamente.

– ¿Crees que habrá alguien dentro? -preguntó Lindsey.

– Está oscuro.

– Es espeluznante.

Se miraron, y mi hermana dijo en voz alta lo que los dos pensaban:

– ¡Allí no nos mojaremos!

Se cogieron de la mano bajo la intensa lluvia y echaron a correr lo más deprisa posible hacia la casa, tratando de no tropezar o resbalarse en el barro cada vez más abundante.

Al acercarse más, Samuel se fijó en la pronunciada inclinación del tejado, así como en la pequeña cruz de madera de los aguilones. Casi todas las ventanas del piso de abajo estaban cerradas con tablones, pero la puerta delantera se balanceaba sobre sus goznes, golpeando la pared de yeso de dentro. Aunque parte de él quería quedarse fuera, bajo la lluvia, para examinar los aleros y las cornisas, entró en la casa precipitadamente con Lindsey. Se quedaron a unos pasos del umbral, temblando y mirando hacia el bosque que los rodeaba. Luego registraron rápidamente las habitaciones de la vieja casa. Estaban solos. No había monstruos espeluznantes agazapados en las esquinas ni había echado raíces allí ningún vagabundo.

Cada vez eran más escasos esos terrenos sin urbanizar que habían marcado más que ninguna otra cosa mi niñez. Vivíamos en una de las primeras urbanizaciones de la región que se habían construido en tierra de labranza, una urbanización que iba a convertirse en modelo e inspiración de lo que ahora parecía un millar de ellas, pero yo siempre había soñado con el tramo de carretera que no se había llenado de tejas de madera de colores chillones y tubos de desagüe, caminos de acceso pavimentados y buzones de tamaño desmesurado. Y lo mismo podía decirse de Samuel.

– ¡Guau! ¿Cuántos años crees que tiene? -La voz de Lindsey resonó como en una iglesia.

– Vamos a explorar -dijo Samuel.

Las ventanas cubiertas con tablones del primer piso hacían difícil que se viera algo, pero con la ayuda de la linterna lograron distinguir una chimenea y la guardasilla que se extendía a lo largo de las paredes.

– Fíjate en el suelo -dijo Samuel. Se arrodilló, tirando de ella-. ¿Ves el trabajo de machihembrado? Esta gente tenía más dinero que sus vecinos.

Lindsey sonrió. Del mismo modo que a Hal sólo le importaba el funcionamiento interno de las motos, Samuel se había vuelto un obseso de la carpintería.

Recorrió el suelo con los dedos y pidió a Lindsey que lo imitara.

– Es una ruina maravillosa -dijo.

– ¿Victoriana? -preguntó Lindsey, tratando de adivinar.

– Me alucina decirlo -dijo Samuel-, pero creo que es neogótico. Me he fijado en los soportes en diagonal en los bordes de los aguilones, lo que significa que es posterior a mil ochocientos sesenta.

– Mira -dijo Lindsey.

Alguien había hecho una hoguera hacía tiempo en medio del suelo.

– Eso sí que es una tragedia -dijo Samuel.

– ¿Por qué no utilizaron la chimenea? Hay una en cada habitación.

Pero Samuel estaba absorto mirando por el agujero que había abierto el fuego en el techo, tratando de distinguir el trabajo de carpintería de los marcos de las ventanas.

– Vamos arriba -dijo.

– Tengo la sensación de estar en una cueva -dijo Lindsey mientras subían por la escalera-. Hay tanto silencio que casi no se oye la lluvia.

Al subir, Samuel golpeó el yeso con un puño.

– Podrías emparedar a alguien en este lugar. Y de pronto tuvo lugar uno de esos instantes que ellos habían aprendido a dejar correr y que yo vivía esperando. Planteaba una pregunta primordial: ¿Dónde estaba yo? ¿Me mencionarían? ¿Sacarían el tema y hablarían de mí? Por lo general, a esas alturas la respuesta era un decepcionante no. Ya no era el festival de Susie en la Tierra.

Pero algo tenían esa casa y esa noche -los días señalados, como las ceremonias de graduación y los cumpleaños, siempre reavivaban mi recuerdo, me hacían ocupar un lugar más prominente en sus pensamientos- para que en ese momento Lindsey pensara en mí más de lo que normalmente pensaba. Aun así, no lo dijo en voz alta. Recordó la embriagadora sensación que había tenido en la casa del señor Harvey y que había experimentado a menudo desde entonces: que yo estaba con ella de alguna manera, en sus pensamientos y en sus miembros, moviéndome con ella como una hermana gemela.

En lo alto de la escalera encontraron la puerta de la habitación que se habían quedado mirando desde fuera.

– Quiero esta casa -dijo Samuel.

– ¿Qué?

– Esta casa me necesita, lo noto.

– Tal vez deberías esperar a que salga el sol para decidirlo -dijo ella.

– Es lo más bonito que he visto nunca -dijo él.

– Samuel Heckler, reparador de cosas rotas -dijo mi hermana.

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