Ya no me hacía falta jugar. Mientras observaba a mi hermana y a mi padre en la oscura habitación, descubrí una de las cosas que significaba el cielo. Yo tenía una alternativa, y ésta no iba a ser dividir a mi familia en mi corazón.
Entrada la noche, el aire sobre los hospitales y las residencias de ancianos a menudo estaba lleno de almas. Las noches que no teníamos sueño, Holly y yo a veces lo observábamos. Llegamos a darnos cuenta de que esas muertes parecían coreografiadas desde algún lugar lejano que no era nuestro cielo. Así, empezamos a sospechar que había un lugar que abarcaba más.
Al principio, Franny venía a observar con nosotras.
– Es uno de mis placeres secretos -admitió-. Después de todos estos años, me sigue encantando ver las almas flotando y dando vueltas en masa, todas gritando a la vez dentro del aire.
– Yo no veo nada -dije esa primera vez.
– Observa con atención y calla -dijo ella.
Pero antes de verlas las sentí, unas pequeñas chispas a lo largo de mis brazos. Y allí estaban, unas luciérnagas que se encendían y expandían en remolinos y aullidos a medida que abandonaban los cuerpos humanos.
– Como los copos de nieve -dijo Franny-, todas son distintas y, sin embargo, desde aquí parecen exactamente iguales.
13
Cuando Lindsey volvió al colegio en el otoño de 1974, no sólo era la hermana de la niña asesinada, sino también la hija de un «chiflado», un «pirado», un «lunático», y esto último le dolió más porque no era verdad.
Los rumores que oyeron Samuel y ella las primeras semanas de curso zigzaguearon por entre las hileras de taquillas de los alumnos como las serpientes más persistentes. El remolino aumentó hasta abarcar a Brian Nelson y Clarissa, que ese año habían empezado el instituto, gracias a Dios. En el Fairfax, Brian y Clarissa se volvieron inseparables y explotaron el incidente, utilizando la degradación de mi padre para dárselas de enrollados al contar por todo el instituto lo que había ocurrido esa noche en el campo de trigo.
Ray y Ruth pasaron por el lado interior de la cristalera que miraba a la sala al aire libre. En las rocas falsas donde se suponía que se sentaban los chicos malos vieron a Brian rodeado de admiradores. Ese año había pasado de andar como un espantapájaros ansioso a hacerlo con un viril contoneo. Clarissa, riendo bobamente de miedo y lujuria, había abierto sus partes pudendas y se había acostado con él. Aunque, de cualquier manera, todos mis conocidos se hacían mayores.
Buckley empezó ese año el parvulario y volvió a casa enamorado de su profesora, la señorita Koekle. Ésta le cogía de la mano con tanta delicadeza cuando lo acompañaba al cuarto de baño o le explicaba una tarea, que su fuerza era irresistible. Por un lado, se aprovechó -ella a menudo le daba a escondidas una galleta de más o un asiento más cómodo-, pero, por otro, eso lo aisló y marginó de sus compañeros. Mi muerte le hacía distinto en el único grupo -niños- donde tal vez habría pasado desapercibido.
Samuel acompañaba a Lindsey a casa, y luego bajaba por la carretera principal y hacía autostop hasta el taller de motos de Hal. Contaba con que los colegas de su hermano lo reconocieran, y llegaba a su destino en varias motos y furgonetas que Hal ponía a punto cuando se paraban.
Tardó un tiempo en entrar en nuestra casa. No lo hacía nadie aparte de la familia. En octubre, mi padre empezó a levantarse y moverse por la casa. Los médicos le habían dicho que la pierna derecha siempre le quedaría rígida, pero si la estiraba y hacía ejercicios de flexibilidad no sería un gran impedimento. «Correr no, pero todo lo demás…», le había dicho el cirujano la mañana siguiente de su operación, cuando mi padre se despertó y vio a Lindsey a su lado y a mi madre junto a la ventana mirando el aparcamiento.
Buckley pasó de disfrutar del calor de la señorita Koekle a amadrigarse en la cueva vacía del corazón de mi padre. Hizo miles de preguntas sobre la «rodilla de mentira», y mi padre se entusiasmó con él.
– La rodilla ha venido del espacio sideral -decía mi padre-. Trajeron trozos de la luna y los distribuyeron, y ahora los utilizan para hacer cosas así.
– ¡Guau! -decía Buckley sonriendo-. ¿Cuándo podrá verla Nate?
– Pronto, Buck, pronto -decía mi padre. Pero su sonrisa se debilitaba.
Cuando Buckley reproducía esas conversaciones a nuestra madre -«La rodilla de papá está hecha de huesos de la luna», le decía, o «La señorita Koekle ha dicho que mis lápices de colores son muy buenos»-, ella asentía. Había tomado conciencia de sus actos. Cortaba zanahorias y apio en trozos de una longitud comestible. Lavaba los termos y las fiambreras, y cuando Lindsey decidió que era demasiado mayor para llevar una fiambrera al colegio, mi madre se sorprendió a sí misma contentísima cuando encontró unas bolsas forradas de papel encerado que impedirían que el almuerzo de su hija goteara y le manchara la ropa. Que ella lavaba. Que ella doblaba. Que ella planchaba cuando hacía falta y colgaba en perchas. Que ella recogía del suelo o retiraba del coche o desenredaba de la toalla mojada dejada sobre la cama que ella hacía por las mañanas, metiendo las esquinas y ahuecando las almohadas, colocando encima animales de peluche y abriendo las persianas para dejar entrar la luz.
En los momentos que Buckley la buscaba, ella a menudo hacía un cambio. Se concentraba en él unos minutos y a continuación se permitía alejarse mentalmente de su casa y su hogar, y pensar en Len.
Hacia el mes de noviembre, mi padre había dominado lo que él llamaba una «hábil cojera» y, cuando Buckley lo incitaba, se contorsionaba dando un salto que, siempre y cuando hiciera reír a su hijo, no le hacía pensar en lo extraño y desesperado que podía parecerle a un desconocido o a mi madre. Todos menos Buckley sabíamos qué se aproximaba: el primer aniversario.
Buckley y mi padre pasaron las frías y vigorizantes tardes de otoño con Holiday en el patio cercado. Mi padre se sentaba en la vieja silla de hierro del jardín, con la pierna estirada delante de él y ligeramente apoyada en un llamativo limpiabarros que la abuela Lynn había encontrado en una tienda de objetos curiosos de Maryland.
Buckley arrojaba la chillona vaca de juguete a Holiday y éste corría a cogerla. Mi padre disfrutaba viendo el cuerpo ágil de su hijo de cinco años y sus carcajadas de placer cuando Holiday lo derribaba y le hundía el morro o le lamía la cara con su larga lengua rosada. Pero no podía librarse de un pensamiento: a él también -a ese niño perfecto- se lo podían arrebatar.
Había sido una combinación de cosas, entre ellas, y no la menos importante, su lesión, lo que le había hecho quedarse en casa y prolongar su baja por enfermedad. Su jefe se comportaba de manera distinta delante de él, al igual que sus colegas de trabajo. Pasaban sin hacer ruido por delante de su oficina y se detenían a unos pasos de su escritorio como si temiesen que, si se relajaban demasiado en su presencia, les ocurriera lo mismo que a él, como si tener una hija muerta fuera algo contagioso. Nadie sabía cómo era capaz de seguir haciendo lo que hacía, y al mismo tiempo querían que cogiera todos los signos de dolor, los metiera en una carpeta y la guardara en un cajón que nadie tuviera que volver a abrir. Él telefoneaba con regularidad, y su jefe enseguida se mostraba conforme con que se tomara otra semana, otro mes si era necesario, y él lo consideraba un premio por haber sido siempre puntual o haber estado siempre dispuesto a trabajar hasta tarde. Pero se mantuvo alejado del señor Harvey y hasta trató de eludir todo pensamiento relacionado con él. No utilizaba su nombre excepto en su cuaderno, que guardaba escondido en su estudio, que mi madre, con sorprendente facilidad, había convenido en no volver a limpiar. Se había disculpado ante mí en su cuaderno: «Necesito descansar, cariño. Necesito discurrir la forma de ir tras ese hombre. Espero que lo entiendas».