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Fuera había empezado a nevar. Era la primera vez que nevaba desde mi muerte, y a mi padre no se le pasó por alto.

– Puedo oírte, cariño -me dijo aunque yo no hablara-. ¿Qué pasa?

Me concentré mucho en el geranio muerto que él tenía en su línea de visión. Pensé en que si lograba que floreciera él tendría su respuesta. En mi cielo floreció. En mi cielo los pétalos de geranio se arremolinaron hasta mi cintura. En la Tierra no pasó nada.

Pero a través de la nieve advertí lo siguiente: mi padre miraba la casa verde con otros ojos. Había empezado a hacerse preguntas.

Dentro, el señor Harvey se había puesto una gruesa camisa de franela, pero en lo primero que se fijó mi padre fue en lo que llevaba en los brazos: un montón de lo que parecían sábanas de algodón blancas.

– ¿Para qué son? -preguntó mi padre. De pronto no podía dejar de ver mi cara.

– Están impermeabilizadas -respondió el señor Harvey.

Al pasarle unas cuantas a mi padre, le rozó los dedos con el dorso de su mano. Sintió una especie de electroshock.

– Usted sabe algo -dijo mi padre.

Él le sostuvo la mirada, pero no hablaron.

Trabajaron juntos mientras nevaba, muy poco. Y al moverse, mi padre experimentó una oleada de adrenalina. Reflexionó sobre lo que sabía. ¿Habían preguntado a ese hombre dónde estaba el día que yo desaparecí? ¿Había visto alguien a ese hombre en el campo de trigo? Sabía que habían interrogado a sus vecinos. De manera metódica, la policía había ido de puerta en puerta.

Mi padre y el señor Harvey extendieron las sábanas sobre el arco abovedado y las sujetaron a lo largo del cuadrado formado por los travesaños que unían los postes en forma de horquilla. Luego colgaron el resto de las sábanas de esos travesaños de modo que los extremos rozaran el suelo.

Cuando hubieron terminado, la nieve se había asentado poco a poco en los arcos cubiertos. Se coló por los agujeros de la camisa de mi padre y formó un montoncito en la parte superior de su cinturón. Suspiré. Me di cuenta de que nunca más saldría corriendo con Holiday a jugar con la nieve, ni empujaría a Lindsey en un trineo, nunca enseñaría a mi hermano pequeño a hacer bolas compactas de nieve, aun sabiendo que era un error. Estaba sola en un mar de pétalos brillantes. En la Tierra los copos de nieve caían con delicadeza e inocencia, como una cortina.

Dentro de la tienda, el señor Harvey pensó en la novia virgen que un miembro de los imezzureg traería a lomos de un camello. Cuando mi padre se le acercó, el señor Harvey levantó la mano con la palma hacia él.

– Ya es suficiente -dijo-. ¿Por qué no se va a casa?

Había llegado el momento de que mi padre dijera algo. Pero lo único que se le ocurrió fue:

– Susie -susurró, y la segunda sílaba salió disparada como una serpiente.

– Acabamos de construir una tienda juntos -dijo el señor Harvey-. Los vecinos nos han visto. Ahora somos amigos.

– Usted sabe algo -repitió mi padre.

– Váyase a casa. No puedo ayudarle.

El señor Harvey no sonrió ni dio un paso hacia delante. Se retiró en la tienda nupcial y dejó caer la última sábana de algodón blanco con sus iniciales.

5

Una parte de mí deseaba una rápida venganza, quería que mi padre se convirtiera en el hombre que nunca había sido, un hombre violento cuando se enfurecía. Eso es lo que ves en las películas, lo que lees que pasa en los libros. Un hombre corriente coge una pistola o un cuchillo, y acecha al asesino que ha matado a su familia; se toma la justicia por su mano como un Charles Bronson y todos aplauden. Cómo era en realidad: todos los días se levantaba y, antes de despejarse, era el de siempre. Pero en cuanto su conciencia se despertaba, era como si se filtrara un veneno. Al principio ni siquiera podía levantarse de la cama. Se quedaba allí, tumbado bajo un gran peso. Pero luego sólo podía salvarlo el movimiento, y se movía sin parar. Sin embargo, ningún movimiento bastaba para acallar su sentimiento de culpabilidad, la mano de Dios que lo aplastaba diciendo: «No estabas allí cuando tu hija te necesitaba».

Cuando mi padre fue a casa del señor Harvey, dejó a mi madre sentada en el vestíbulo junto a la estatua de san Francisco que habían comprado. Ya no estaba allí cuando volvió. La llamó, pronunció tres veces su nombre, lo pronunció como si no quisiera que apareciera, luego subió la escalera hasta su guarida para anotar en una pequeña libreta de espiral: «¿Borrachín? Emborráchale. Tal vez sea un charlatán». A continuación escribió: «Creo que Susie me observa». Yo estaba eufórica en el cielo. Abracé a Holly, abracé a Franny. Mi padre lo sabía, pensé.

Luego Lindsey cerró de golpe la puerta de la calle, haciendo más ruido de lo habitual, y mi padre se alegró del ruido. Le asustaba ir más lejos en sus notas, escribir las palabras. El portazo le recordó la tarde tan extraña que había pasado y lo trajo de vuelta al presente, a la actividad, donde necesitaba estar para no ahogarse. Yo lo comprendí: no digo que no me molestara, que no me recordara las veces que, sentada a la mesa del comedor, había tenido que oír a Lindsey contar a mis padres lo bien que le había salido el test, o cómo el profesor de historia iba a recomendarla para la lista de condecorados del distrito, pero Lindsey vivía, y los vivos también merecían atención.

Subió pisando fuerte la escalera, y sus zuecos golpearon la madera de pino e hicieron estremecer la casa.

Es posible que yo tuviera celos del caso que le hacía mi padre, pero respetaba cómo llevaba la situación. De todos los miembros de la familia, Lindsey era la única que tenía que lidiar con lo que Holly llamaba el síndrome del Muerto Andante: cuando otras personas ven a la persona muerta y no te ven a ti.

Cuando la gente miraba a Lindsey, hasta mis padres me veían a mí. Ni siquiera ella era inmune. Evitaba los espejos, y ahora se duchaba en la oscuridad.

Dejaba la luz de la ducha apagada y se acercaba a tientas al toallero. A oscuras se sentía a salvo, mientras de las baldosas que la rodeaban seguía elevándose el húmedo vaho de la ducha. Tanto si la casa estaba silenciosa como si oía murmullos abajo, sabía que nadie la molestaría. Era entonces cuando pensaba en mí, y lo hacía de dos maneras: o pensaba en Susie, sólo esa palabra, y se echaba a llorar, dejando que las lágrimas rodaran por sus mejillas ya húmedas, sabiendo que nadie la veía, nadie cuantificaría esa peligrosa sustancia como dolor, o bien me imaginaba corriendo, me imaginaba escapando, se imaginaba a sí misma atrapada y forcejeando hasta zafarse. Contenía la incesante pregunta: «¿Dónde está Susie ahora?».

Mi padre oyó a Lindsey entrar en su cuarto. ¡Bang!, la puerta se cerró con un portazo. ¡Pum!, los libros cayeron al suelo. ¡Crac!, ella se arrojó sobre la cama. Se quitó los zuecos, bum, bum, y los dejó caer al suelo. Unos minutos después él estaba al otro lado de la puerta.

– Lindsey -dijo llamando con los nudillos.

No hubo respuesta.

– Lindsey, ¿puedo entrar?

– Vete -llegó la resuelta respuesta.

– Vamos, cariño -suplicó él.

– ¡Vete!

– Lindsey -dijo mi padre tomando aire-, ¿por qué no me dejas entrar?

Apoyó la frente contra la puerta del dormitorio. La madera estaba fría al tacto y por un segundo olvidó las palpitaciones de sus sienes, la sospecha que tenía ahora y que no cesaba de repetirse: «Harvey, Harvey, Harvey».

En calcetines, Lindsey se acercó a la puerta sin hacer ruido. La abrió mientras su padre retrocedía y ponía una cara que esperaba que dijera: «No huyas».

– ¿Qué? -dijo ella. Tenía una expresión tensa, con aire retador-. ¿Qué quieres?

– Quiero saber cómo estás -dijo él.

Pensó en la cortina que había caído entre él y el señor Harvey, en cómo éste había escapado de una captura segura, de una bonita acusación. Su familia salía a la calle y pasaba por delante de la casa de tejas verdes del señor Harvey para ir al colegio. Para que volviera a llegarle la sangre al corazón necesitaba a su hija.

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