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Vi a Len antes que mi madre. La observó un instante en la penumbra, localizando la necesidad en sus ojos. Lo sentía por mi padre, por mi familia, pero había caído en ellos. «Podría ahogarme en esos ojos, Abigail», quería decirle, pero sabía que no le estaba permitido.

Mi madre empezó a distinguir cada vez más formas en la brillante confusión de metal interconectado, y por un instante sentí que la habitación empezaba a bastarle, ese territorio desconocido bastaba para sosegarla. La sensación de que nadie podía alcanzarla.

De no haber sido porque la mano de Len le rozó los dedos, yo podría haberla retenido allí para mí. La habitación podría haber seguido siendo un breve paréntesis en su vida como señora Salmón.

Pero él la tocó y ella se volvió. Aun así, ella no lo miraba realmente. Él aceptó esa ausencia.

Yo daba vueltas mientras los observaba, y me sujeté al banco del cenador, respirando con dificultad. Ella no podía saber, pensé, que mientras asía el pelo de Len y él alcanzaba la parte inferior de su espalda, atrayéndola hacia sí, el hombre que me había asesinado acompañaba a dos agentes a la puerta de su casa.

Sentí los besos que descendían por el cuello de mi madre hasta su pecho, como las ligeras patitas de los ratones y como los pétalos de flores caídos que eran. Destructivos y maravillosos a la vez. Eran susurros que la llamaban, alejándola de mí, de mi familia y de su dolor. Ella los siguió con el cuerpo.

Mientras Len le cogía la mano y la apartaba de la pared acercándola a la maraña de tuberías cuyo ruido se sumaba al estruendo general, el señor Harvey empezó a recoger sus pertenencias; mi hermano conoció a una niña que jugaba al Hula-oop en el parque; mi hermana estaba tumbada en su cama con Samuel, los dos totalmente vestidos y nerviosos; mi abuela se bebió tres copitas en el comedor vacío; mi padre no apartaba la vista del teléfono.

Mi madre tiró con avidez del abrigo y la camisa de Len, y él la ayudó. La observó mientras se desnudaba, quitándose por la cabeza el jersey de cuello alto hasta quedarse en ropa interior y blusita de tirantes. Se quedó mirándola.

Samuel besó la nuca de mi hermana. Olía a jabón y a Bactine, y, aun así, deseó no separarse nunca de ella.

Len estaba a punto de decir algo; mi madre lo vio abrir los labios, y cerró los ojos y ordenó al mundo que callara, gritando las palabras dentro de su cabeza. Cuando volvió a abrir los ojos y lo miró, él estaba callado, con la boca cerrada. Ella se quitó por la cabeza la blusita de tirantes y luego las bragas. Tenía el cuerpo que yo nunca tendría. Pero la luna le iluminaba la piel y sus ojos eran océanos. Estaba vacía, perdida, abandonada.

El señor Harvey se marchó de su casa por última vez mientras a mi madre se le concedía su deseo más temporal. Encontrar en su arruinado corazón una puerta a un feliz adulterio.

16

Un año después de mi muerte, el doctor Singh llamó a su casa para decir que no iría a cenar. Pero Ruana hizo sus ejercicios de todos modos. Si estirada en la alfombra en el rincón más calentito de la casa en invierno no podía evitar dar vueltas y más vueltas a las ausencias de su marido, dejaba que éstas la consumieran hasta que el cuerpo le suplicaba que las soltara, se concentrara -mientras se inclinaba hacia delante con los brazos extendidos hacia los dedos de los pies- y se moviera, desconectara la mente y olvidara todo menos el ligero y agradable anhelo de los músculos al estirarse y de su propio cuerpo al doblarse.

Llegando casi al suelo, la ventana del comedor sólo estaba interrumpida por el rodapié metálico de la calefacción, que a Ruana le gustaba dejar apagada porque le molestaban los ruidos que hacía. Fuera veía el cerezo, con todas las hojas y las flores caídas. El comedero para los pájaros, vacío, se balanceaba ligeramente en su rama.

Hizo estiramientos hasta que entró en calor y se olvidó de sí misma, y la casa donde se encontraba se desvaneció. Sus años. Su hijo. Aun así, la figura de su marido se acercaba con sigilo a ella. Tenía un presentimiento. No creía que fuera una mujer o alguna estudiante que lo adorara lo que le hacía llegar cada vez más tarde a casa. Sabía qué era porque ella también lo había experimentado y se había desprendido de ello después de haber sido herida hacía mucho tiempo. Era ambición.

De pronto oyó ruidos. Holiday ladraba dos calles más abajo y el perro de los Gilbert le respondía, y Ray se movía por la habitación del piso de arriba. Por fortuna, al cabo de un momento Jethro Tull volvió a irrumpir, dejando fuera al resto del mundo.

Salvo un cigarrillo de vez en cuando, que fumaba tan a hurtadillas como podía para no dar mal ejemplo a Ray, Ruana se había mantenido en forma. Muchas de las mujeres del vecindario le comentaban lo bien que se conservaba y algunas hasta le habían preguntado si no le importaría contarles su secreto, aunque ella siempre había entendido esas peticiones simplemente como una forma de entablar conversación con una solitaria vecina nacida en un país extranjero. Pero mientras estaba en la postura sukhasana y su respiración se iba acompasando hasta volverse profunda, no fue capaz de soltarse y abandonarse del todo. La agobiante idea de qué hacer cuando Ray se hiciera mayor y su marido trabajara cada vez más horas se le metió por los pies, le subió por las pantorrillas hasta la parte posterior de las rodillas y empezó a treparle hasta el regazo.

Sonó el timbre de la puerta.

Ruana se alegró de escapar, y a pesar de que el orden era para ella una especie de meditación, se levantó de un salto, se enrolló alrededor de la cintura un chal que colgaba del respaldo de una silla y, con la música de Ray bajando a todo volumen por la escalera, fue a abrir. Sólo por un instante pensó que tal vez era un vecino. Un vecino que venía a quejarse de la música e iba a verla con leotardos rojos y chal.

En el umbral estaba Ruth con una bolsa.

– Hola -dijo Ruana-. ¿Puedo ayudarte en algo?

– He venido a ver a Ray.

– Pasa.

Todo eso tuvo que ser dicho casi a gritos a causa del estruendo que llegaba del piso de arriba. Ruth entró en el vestíbulo.

– Sube -gritó Ruana, señalando las escaleras.

Observé cómo Ruana abarcaba con la mirada el holgado peto de Ruth, el jersey de cuello alto, la parka. «Podría empezar con ella», se dijo.

Ruth estaba en la tienda de comestibles con su madre cuando vio las velas entre los platos de papel y los cubiertos de plástico. Ese día, en clase, había sido muy consciente del día que era, y aunque lo que había hecho hasta entonces -tumbarse en la cama a leer La campana de cristal, ayudar a su madre a ordenar lo que su padre insistía en llamar su cobertizo de herramientas y ella veía como su cobertizo de poesía, y acompañarla a la tienda de comestibles- no era nada que pudiera señalar el aniversario de mi muerte, estaba decidida a hacer algo.

Al ver las velas supo inmediatamente que iría a casa de Ray y le pediría que la acompañara. Debido a sus encuentros en la plataforma de lanzamiento de peso, los compañeros de clase los habían tomado por pareja, a pesar de todas las pruebas que demostraban lo contrario. Ruth ya podía dibujar tantos desnudos femeninos como quisiera, cubrirse la cabeza con pañuelos, escribir sobre Janis Joplin y protestar a voz en cuello contra la opresión de tener que afeitarse las piernas y las axilas. A los ojos de sus compañeros seguía siendo una niña rara que había sido sorprendida BESÁNDOSE con un chico raro.

Lo que nadie comprendía -y no podían decir siquiera-era que había sido un experimento entre ellos. Ray sólo me había besado a mí y Ruth nunca había besado a nadie, de modo que los dos habían decidido besarse y ver qué pasaba.

– No siento nada -había dicho Ruth después, tumbada al lado de él entre las hojas de un arce detrás del aparcamiento de los profesores.

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