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– Estoy bien -dijo.

Pero Samuel sabía que no era cierto.

El y Artie la vieron alejarse.

– He intentado prevenirla -dijo Artie débilmente.

Volvió a su mesa y se puso a dibujar hipodérmicas. Cada vez apretaba más el bolígrafo al colorear el líquido para embalsamar del interior, y perfeccionó la trayectoria de las tres gotas que caían.

«Sola -pensé- en la Tierra como en el cielo.»

– Matas a la gente apuñalándola, rajándola y pegándole un tiro -dijo Ruth-. Es morboso.

– Estoy de acuerdo -dijo Artie.

Samuel se había llevado a mi hermana para hablar. Artie había visto a Ruth sentada a una de las mesas de fuera con su gran libro en blanco.

– Pero hay buenos motivos para matar -dijo Ruth.

– ¿Quién crees que lo hizo? -preguntó Artie. Se sentó en el banco y apoyó los pies en la barra de debajo de la mesa.

Ruth estaba sentada casi inmóvil, con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, pero balanceaba el pie sin parar.

– ¿Cómo te enteraste? -preguntó ella.

– Nos lo dijo mi padre -dijo Artie-. Nos llamó a mi hermana y a mí al salón e hizo que nos sentásemos.

– Mierda. ¿Y qué os dijo?

– Primero dijo que pasaban cosas horribles en el mundo, y cuando mi hermana dijo «Vietnam», él se quedó callado, porque siempre discuten cuando sale el tema. Luego dijo: «No, cariño, pasan cosas horribles cerca de casa, a gente que conocemos». Ella creyó que se refería a una de sus amigas.

Ruth sintió una gota de lluvia.

– Entonces mi padre se vino abajo y dijo que habían matado a una niña. Fui yo el que le preguntó que a quién. Me refiero a que, cuando dijo lo de «niña», me la imaginé pequeña, ya sabes. No como nosotros.

No había duda de que eran gotas, y empezaron a caer en la superficie de madera de secuoya.

– ¿Quieres que entremos? -preguntó Artie.

– Todos los demás estarán dentro -dijo Ruth.

– Lo sé.

– Mojémonos.

Se quedaron un rato callados, contemplando cómo llovía a su alrededor, oyendo el ruido de las gotas contra las hojas de los árboles que había sobre sus cabezas.

– Yo sabía que estaba muerta, lo presentía -dijo Ruth-, pero luego vi que lo mencionaban en el periódico de mi padre y estuve segura. Al principio no dieron su nombre, sólo decía «Chica de catorce años». Le pedí a mi padre la página, pero no quiso dármela. Quiero decir que ¿quién aparte de ella y su hermana había faltado toda la semana?

– Quisiera saber quién se lo dijo a Lindsey -dijo Artie. Empezó a llover fuerte. Se metió debajo de la mesa y gritó-: ¡Vamos a calarnos!

Y tan de repente como había empezado, dejó de llover. El sol se filtró entre las ramas de los árboles y Ruth miró más allá de éstas.

– Creo que nos está escuchando -dijo demasiado bajito para que él la oyera.

En el simposio, pasó a ser del dominio público quién era mi hermana y cómo había muerto yo.

– Imagínate que te apuñalan -dijo alguien.

– No, gracias.

– A mí me parece que está bien.

– Piénsalo… ella es famosa.

– Vaya manera de alcanzar la fama. Prefiero ganar un premio Nobel.

– ¿Sabe alguien qué quería ser de mayor?

– Anda, pregúntaselo a Lindsey.

E hicieron una lista de los muertos que conocían.

Una abuela, un abuelo, un tío, una tía, alguno tenía un padre, pocas veces era una hermana o un hermano que había muerto de una enfermedad, un problema del corazón, leucemia, una enfermedad impronunciable. Nadie conocía a nadie que hubiera muerto asesinado. Pero ahora me conocían a mí.

Bajo un bote de remos demasiado viejo y desvencijado para flotar, Lindsey estaba tumbada en el suelo con Samuel Heckler, y él la abrazaba.

– Sabes que estoy bien -dijo ella con los ojos secos-.

Nos quedaremos aquí tumbados y esperaremos a que se calmen las cosas.

Samuel tenía la espalda dolorida, y atrajo a mi hermana hacia él para protegerla de la humedad de la llovizna estival. El aliento de ambos empezó a calentar el reducido espacio del fondo del bote; sin poder evitarlo, una erección se abrió paso dentro de sus vaqueros.

Lindsey acercó una mano.

– Lo siento… -empezó a decir él.

– Estoy preparada -dijo mi hermana.

A los catorce años, mi hermana se alejaba de mí para adentrarse en un lugar donde yo nunca había estado. En las paredes de mi sexo había horror y sangre, mientras que en las paredes del suyo había ventanas.

«Cómo cometer el asesinato perfecto» era un viejo juego en el cielo. Yo siempre escogía el carámbano de hielo: el arma se derrite hasta desaparecer.

11

Cuando mi padre se despertó a las cuatro de la madrugada, la casa estaba silenciosa. A su lado dormía mi madre, roncando débilmente. Mi hermano, el único hijo ahora que mi hermana estaba en el simposio, era como una roca cubierta con una sábana. Mi padre se maravilló de lo profundamente que dormía, como yo. Cuando yo vivía, me había divertido con Lindsey a costa de él, dando palmadas, dejando caer libros y hasta entrechocando tapas de cazuelas para ver si se despertaba.

Antes de salir de casa, mi padre echó un vistazo a Buckley para asegurarse de que estaba bien, sentir el aliento cálido contra su palma. Luego se puso las zapatillas de deporte de suela fina y un chándal ligero. Lo último que hizo fue ponerle el collar a Holiday.

Era tan temprano todavía que casi se veía el aliento. A esa hora podía fingir que seguía siendo invierno, que las estaciones no habían avanzado.

El paseo matinal del perro le dio una excusa para pasar por delante de la casa del señor Harvey. Aminoró un poco el paso; nadie lo habría notado menos yo, o, si hubiese estado despierto, el señor Harvey. Mi padre estaba convencido de que, si se quedaba mirando, si miraba el rato suficiente, encontraría las pistas que necesitaba en los marcos de las ventanas, en la capa de pintura verde que cubría las tejas de madera o a lo largo del camino del garaje, donde había dos grandes piedras pintadas de blanco.

A finales del verano de 1974, no había habido ningún avance en mi caso. Ni cuerpo, ni asesino. Nada.

Mi padre pensó en Ruana Singh: «Cuando estuviera segura, encontraría una manera silenciosa de matarlo». No se lo había dicho a Abigail porque el consejo la habría asustado tanto que se habría visto obligada a decírselo a alguien, y sospechaba que ese alguien sería Len.

Desde el día que había visto a Ruana Singh y luego había vuelto a casa y encontrado a Len esperándolo, había notado que mi madre se apoyaba mucho en la policía. Si mi padre decía algo que contradecía las teorías de la policía o, tal como lo veía él, la ausencia de teorías, mi madre se apresuraba a llenar el vacío que había abierto la hipótesis de mi padre. «Len dice que eso no significa nada», o bien: «Confío en que la policía averigüe lo que pasó».

¿Por qué, se preguntaba mi padre, confiaba tanto la gente en la policía? ¿Por qué no se fiaban de su instinto? Era el señor Harvey, lo sabía. Pero Ruana había dicho «cuando estuviera segura». Saberlo, saberlo en lo más profundo de su ser como él lo sabía, no era, desde el punto de vista más objetivo de la ley, una prueba irrefutable.

Crecí en la misma casa donde nací. Como la del señor Harvey, tenía forma de cubo, y por eso yo envidiaba absurdamente las casas de los demás. Soñaba con miradores y cúpulas, balcones y buhardillas con los techos inclinados. Me encantaba la idea de que en el patio hubiera árboles más altos y más fuertes que las personas, espacios inclinados debajo de las escaleras, y tupidos setos tan crecidos que por dentro habría huecos de ramas muertas en los que meterme y sentarme. En mi cielo había porches y escaleras de caracol, ventanas con enrejado de hierro y una torre con una campana que daba la hora.

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