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A menudo me sorprendía a mí misma deseando cosas simples, y las obtenía. Regalos en envoltorios peludos. Perros.

Por el parque que había en el exterior de mi habitación en mi cielo, cada día corrían perros grandes y pequeños, perros de todas las razas. Cuando abría la puerta, los veía gordos y felices, delgaduchos y peludos, esbeltos y hasta sin pelo. Los pitbulls se tumbaban de espaldas, las tetillas de las hembras dilatadas y oscuras, suplicando a sus cachorros que se acercaran a succionarlas, felices al sol. Los bassets tropezaban con sus orejas, avanzando con total parsimonia, empujando con delicadeza los cuartos traseros de los perros salchicha, los tobillos de los galgos y las cabezas de los pequineses. Y cuando Holly cogía su saxo tenor y se instalaba en la puerta que daba al parque a tocar blues, todos los perros se apresuraban a formar un coro. Se sentaban sobre sus cuartos traseros y aullaban. De pronto se abrían otras puertas y salían mujeres que vivían solas o con compañeras. Yo también salía, y Holly tocaba un interminable bis mientras se ponía el sol, y bailábamos con los perros, todos juntos. Los perseguíamos y ellos nos perseguían a su vez, y corríamos en círculo, cola con cola. Llevábamos trajes de lunares, trajes de flores, trajes a rayas y lisos. Cuando la luna estaba alta, la música cesaba. La danza se interrumpía. Nos quedábamos inmóviles.

La señora Bethel Utemeyer, la más antigua residente de mi cielo, sacaba entonces su violín. Holly colocaba un pie con delicadeza sobre su instrumento de viento y juntas tocaban un dúo: una mujer anciana y silenciosa, la otra apenas una niña. Entre las dos proporcionaban un enloquecedor consuelo esquizoide.

Poco a poco se retiraban todos los bailarines. La canción resonaba hasta que Holly la tocaba por última vez, y la señora Utemeyer, callada, erguida e historiada, terminaba con una giga.

La casa dormía para entonces; ésa era mi velada musical.

3

Lo extraño acerca de la Tierra era lo que veíamos cuando mirábamos hacia abajo. Además de la visión inicial que podéis imaginaros -el efecto de verlo todo del tamaño de una hormiga, como desde lo alto de un rascacielos-, por todo el mundo había almas abandonando sus cuerpos.

Holly y yo explorábamos la Tierra con la mirada, posándola un par de segundos en una escena u otra, buscando lo inesperado en el momento más trivial. Y de pronto un alma pasaba corriendo junto a un ser vivo, le rozaba el hombro o la mejilla, y seguía su camino hacia el cielo. Los vivos no ven exactamente a los muertos, pero mucha gente parece muy consciente de que ha cambiado algo a su alrededor. Hablan de una corriente de aire frío. Los amigos de los fallecidos despiertan de sus sueños y ven una figura al pie de su cama, o en un portal, o subiéndose como un fantasma a un autobús urbano.

Al abandonar la Tierra, yo rocé a una niña llamada Ruth. Iba a mi colegio, pero nunca habíamos sido amigas. Se cruzó en mi camino la noche que mi alma salió gritando de la Tierra, y no pude evitar rozarla. Cuando abandoné la vida, que me había sido arrebatada con tanta violencia, no fui capaz de calcular mis pasos. No tuve tiempo para contemplar nada. Cuando hay violencia, en lo que te concentras es en huir. Cuando empiezas a acercarte al borde, la vida se aleja de ti como un bote se aleja inevitablemente de la orilla, y te agarras con fuerza a la muerte como si fuera una cuerda que te transportará y de la que te soltarás, confiando únicamente en aterrizar lejos de donde estás.

Como una llamada telefónica que recibes de la cárcel, pasé junto a Ruth Connors rozándola: número equivocado, llamada fortuita. La vi allí de pie, cerca del Fiat rojo y oxidado. Cuando pasé como un rayo por su lado, mi mano salió disparada para tocarla, tocar la última cara, tener el último contacto con la Tierra en esa adolescente tan poco convencional.

La mañana del 7 de diciembre, Ruth se quejó a su madre de que había tenido una pesadilla demasiado real para ser un sueño. Cuando su madre le preguntó qué quería decir, Ruth respondió:

– Estaba cruzando el aparcamiento del profesorado y de pronto vi en el campo de fútbol un fantasma pálido que corría hacia mí.

La señora Connors revolvió las gachas que se espesaban en su cazuela. Observó a su hija gesticular con los dedos largos y delgados de sus manos, que había heredado de su padre.

– Era femenino, lo noté -dijo Ruth-. Salió del campo volando. Tenía los ojos hundidos, y el cuerpo cubierto de un fino velo blanco, ligero como la estopilla. Logré verle la cara a través de él, los rasgos que asomaban, la nariz, los ojos, la cara, el pelo.

Su madre apartó las gachas del fuego y bajó la llama.

– Ruth -dijo-, te estás dejando llevar por la imaginación.

Ruth comprendió que era el momento de callar. No volvió a mencionar el sueño que no era un sueño, ni siquiera diez días después, cuando por los pasillos del colegio empezó a propagarse la noticia de mi muerte con matices adicionales, como ocurre con todas las buenas historias de terror. Mis compañeros se vieron en apuros para hacer el horror más terrible de lo que ya era. Pero todavía faltaban detalles: el cómo, cuándo y quién se convirtieron en hondos recipientes que llenar con sus conjeturas. Adoración satánica. Medianoche. Ray Singh.

Por mucho que lo intenté, no conseguí señalar con suficiente fuerza a Ruth lo que nadie había encontrado: mi pulsera de colgantes plateada. Me parecía que eso tal vez podría ayudarla. Había estado a la vista, esperando que una mano la cogiera, una mano que la reconociera y pensara: pista. Pero ya no estaba en el campo de trigo.

Ruth empezó a escribir poesía. Si su madre o sus profesores más accesibles no querían oír hablar de la realidad más oscura que había experimentado, revestiría esa realidad de poesía.

Cuánto me habría gustado que Ruth hubiera ido a ver a mi familia y hablado con ella. Seguramente nadie aparte de mi hermana habría sabido cómo se llamaba siquiera. Ruth era la chica que había quedado penúltima en deporte. La que, cuando veía venir una pelota de voleibol, se agachaba donde estaba dejando que golpeara el suelo a su lado, y los demás jugadores del equipo y la profesora se esforzaban por no refunfuñar.

Mientras mi madre permanecía sentada en la silla de respaldo recto de nuestro pasillo, observando cómo mi padre entraba y salía apresuradamente para atender sus distintas obligaciones -se había vuelto hiperconsciente de los movimientos y el paradero de su hijo menor, su mujer y la única hija que le quedaba-, Ruth mantuvo en secreto nuestro encuentro accidental en el aparcamiento del colegio.

Hojeó los viejos anuarios y encontró fotos de mi clase, así como de las distintas actividades en las que participaba, como el Club de Química, y las recortó con las tijeras de bordar en forma de cisne de su madre. Aunque su obsesión iba en aumento, yo recelaba de ella. Hasta que, una semana antes de Navidad, vi algo en el pasillo de nuestro colegio.

Era mi amiga Clarissa con Brian Nelson. Yo había apodado a Brian «el Espantapájaros» porque, a pesar de tener unos hombros increíbles en los que lloriqueaban todas las chicas, su cara me hacía pensar en un saco de arpillera lleno de paja. Llevaba un sombrero hippie de cuero flexible y fumaba cigarrillos liados a mano en la sala de fumar del alumnado. Según mi madre, la predilección de Clarissa por la sombra de ojos azul celeste era una señal de aviso prematura, pero a mí siempre me había gustado precisamente por eso. Hacía cosas que a mí no me estaban permitidas: se aclaraba su pelo largo, llevaba zapatos de plataforma y fumaba a la salida del colegio.

Ruth se cruzó con ellos, pero ellos no la vieron. Llevaba una pila de libros enorme que había tomado prestados de la señorita Kaplan, la profesora de ciencias sociales. Todos eran textos feministas de primera época, y los sostenía con el lomo contra el estómago para que nadie leyera los títulos. Su padre, contratista de obras, le había regalado dos gomas muy resistentes para llevar libros, y había puesto las dos alrededor de los tomos que tenía previsto leer en vacaciones.

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