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Al principio nadie los detenía, y era algo con lo que su madre disfrutaba tanto -el gorjeo de su risa cuando doblaban la esquina de un almacén cualquiera y ella le enseñaba todo lo que había robado- que George Harvey reía con ella y, en cuanto veía una oportunidad, la abrazaba mientras ella estaba absorta en su premio más reciente.
Era un respiro para los dos escapar de su padre por la tarde e ir en coche a la ciudad más cercana para conseguir comida y otras provisiones. Eran, en el mejor de los casos, hurgadores de escombros que hacían dinero recogiendo chatarra y botellas viejas que llevaban a la ciudad en la parte trasera de la anticuada furgoneta de Harvey padre.
La primera vez que los pillaron a su madre y a él, la mujer de la caja registradora los trató con benevolencia. «Si puede pagarlo, hágalo. Si no, déjelo en el mostrador tal como está», dijo alegremente, guiñándole un ojo a un George Harvey de ocho años. Su madre sacó de su bolsillo el pequeño frasco de aspirinas y lo dejó en el mostrador con timidez. Puso cara de hundida. «No eres mejor que el niño», le reprendía a menudo el padre de George Harvey.
La amenaza de que los pillaran se convirtió en otro de los miedos de la vida de George Harvey -esa desagradable sensación que se instalaba en la boca de su estómago, como huevos que se baten en un bol-, y por la expresión sombría y la mirada intensa sabía cuándo la persona que se acercaba a ellos por el pasillo era un dependiente del almacén que había visto robando a una mujer.
Ella entonces empezaba a pasarle las cosas que había robado para que se las escondiera por el cuerpo, y él lo hacía porque ella quería que lo hiciera. Si lograban escapar en la furgoneta, ella sonreía y golpeaba el volante con las palmas, llamándolo su pequeño cómplice, y la cabina se llenaba por un rato de su desenfrenado e impredecible amor. Y hasta que éste se atenuaba y veían a un lado de la carretera algún objeto que brillaba y del que tendrían que estudiar lo que su madre llamaba sus «posibilidades», él se sentía libre. Libre y eufórico.
Recordaba el consejo que le había dado ella la primera vez que, al recorrer un tramo de la carretera de Texas, habían visto a un lado del camino una cruz de madera blanca. Alrededor de ella había ramos de flores frescas y muertas, y su ojo de hurgador de escombros se había visto inmediatamente atraído por los colores.
– Tienes que ser capaz de mirar más allá de los muertos -dijo su madre-. A veces encuentras baratijas interesantes que llevarte.
Aun entonces, él se dio cuenta de que eso no estaba bien. Los dos bajaron de la furgoneta y se acercaron a la cruz, y los ojos de su madre cambiaron y se convirtieron en los dos puntos negros que él estaba acostumbrado a ver cuando buscaban algo. Ella encontró un colgante en forma de ojo y otro en forma de corazón, y los sostuvo en alto para que él los viera.
– No sé qué haría tu padre con ellos, pero vamos a quedárnoslos tú y yo. -Tenía un alijo secreto de objetos que nunca había enseñado a su padre-. ¿Quieres el ojo o el corazón?
– El corazón -respondió él.
– Creo que estas rosas están lo bastante frescas para rescatarlas, quedarán bonitas en la furgoneta.
Esa noche durmieron en la furgoneta porque su madre no se vio capaz de conducir de vuelta a donde su padre estaba empleado temporalmente, partiendo y rajando tablones a fuerza de brazos.
Durmieron los dos acurrucados como hacían con cierta frecuencia, convirtiendo el interior de la cabina en un incómodo nido. Su madre, como un perro que juguetea con una manta, daba vueltas y se movía inquieta en su asiento. George Harvey había aprendido de anteriores forcejeos que lo mejor era relajarse y dejar que ella lo moviera a su antojo. Hasta que su madre estaba cómoda, él no pegaba ojo.
En medio de la noche, cuando él soñaba con los lujosos interiores de los palacios que había visto en los libros ilustrados de las bibliotecas públicas, alguien golpeó el techo, y su madre y él se irguieron de golpe. Eran tres hombres que miraban por las ventanas de un modo que George Harvey reconoció. Era la misma mirada que veía en su propio padre cuando se emborrachaba. Tenía un efecto doble: la mirada se centraba totalmente en su madre al tiempo que dejaba de lado a su hijo.
Él sabía que no debía gritar.
– Estáte quieto. No han venido por ti -le susurró su madre.
Él empezó a temblar debajo de las viejas mantas del ejército que lo tapaban. Uno de los hombres se había plantado delante de la furgoneta, y los otros dos, a los lados, golpeaban el techo, riendo y sacando la lengua.
Su madre sacudió la cabeza con vehemencia, pero sólo logró ponerlos furiosos. El hombre que bloqueaba la furgoneta empezó a balancear las caderas hacia delante y hacia atrás contra el capó, lo que hizo reír más fuerte a los otros dos.
– Voy a moverme despacio -susurró su madre- fingiendo que voy a bajar de la furgoneta. Quiero que te inclines hacia delante y, cuando te lo diga, arranques.
Sabía que ella le estaba diciendo algo muy importante. Que lo necesitaba. A pesar de la ensayada calma de su madre, él notó entereza en su voz, y cómo su fortaleza se disolvía en el miedo.
Ella sonrió a los hombres, y cuando ellos gritaron hurras y se relajaron, ella utilizó el codo para mover la palanca de cambios.
– Ya -dijo con voz monótona, y George Harvey se inclinó hacia delante e hizo girar la llave de contacto, y la furgoneta cobró vida con el estruendo de su viejo motor.
La expresión de los hombres cambió, y de un ansioso regocijo pasó a la indecisión mientras se quedaban mirando cómo ella daba marcha atrás un buen trecho y gritaba a su hijo:
– ¡Al suelo!
Él sintió la sacudida del cuerpo del hombre al estrellarse contra la furgoneta a pocos centímetros de donde él estaba acurrucado dentro. Luego el cuerpo cayó bruscamente sobre el techo y se quedó un segundo allí, hasta que su madre volvió a dar marcha atrás. En ese momento, él tuvo un momento de clarividencia sobre cómo debía vivirse la vida: nunca como un niño o como una mujer. Eso era lo peor que se podía ser.
El corazón le había palpitado con fuerza al ver a Lindsey correr hasta el seto de saúco, pero se calmó inmediatamente. Era una habilidad que le había enseñado su madre, y no su padre: actuar sólo después de haber considerado las peores consecuencias posibles de cada opción. Vio el bloc de notas cambiado de sitio y la hoja que faltaba de su cuaderno de bocetos. Comprobó la bolsa donde guardaba su cuchillo y se la llevó al sótano, donde la dejó caer en el orificio cuadrado cavado en los cimientos. Cogió de los estantes metálicos la colección de colgantes que guardaba de las mujeres, arrancó la piedra de Pensilvania de mi pulsera y la sostuvo en la mano. Le traería buena suerte. Envolvió los demás objetos en su pañuelo blanco y ató los cuatro extremos para formar un pequeño hatillo. Se tumbó boca abajo en el suelo y metió el brazo hasta el hombro. Buscó a tientas, palpando con los dedos libres hasta dar con el oxidado saliente de un soporte metálico por encima del cual los albañiles habían derramado el cemento. Colgó de él su bolsa de trofeos y, sacando el brazo, se levantó. El libro de sonetos lo había enterrado poco antes, ese verano, en el bosque de Valley Forge Park despojándose poco a poco de las pruebas, como siempre hacía; ahora sólo tenía que esperar, sin dormirse en los laureles.
Habían pasado como mucho cinco minutos. Podían justificarse con su shock y su indignación. Y comprobando lo que para los demás era valioso: gemelos, dinero en metálico, herramientas. Pero sabía que no podía dejar pasar más tiempo. Tenía que llamar a la policía.
Hizo lo posible para parecer agitado. Dio vueltas por la habitación, respirando entrecortadamente, y cuando la operadora respondió, habló con voz nerviosa.