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Me quedé a su lado en la habitación y lo observé dormir. A lo largo de la noche se había ido desenredando y desvelando la historia: el señor Salmón, enloquecido por la tristeza, había salido al campo de trigo en busca de venganza. Eso encajaba con lo que la policía sabía de él, sus persistentes llamadas telefónicas, su obsesión con el vecino y la visita que había hecho ese mismo día el detective Fenerman para comunicar a mis padres que, pese a todas sus buenas intenciones y propósitos, la investigación de mi asesinato había entrado en una fase de estancamiento. No quedaban pistas por investigar. No habían encontrado ningún cuerpo.

El cirujano tuvo que operarle la rodilla para reemplazar la rótula por una fruncida sutura que le inutilizaba parcialmente la articulación. Mientras observaba la operación, pensé en lo parecido que era a coser, y confié en que mi padre estuviera en manos más capaces que las mías. Yo había sido torpe en la clase de ciencias del hogar. Siempre me hacía un lío con el extremo de la cremallera y el hilvanado.

Pero el cirujano había tenido paciencia. Una enfermera le había informado de lo ocurrido mientras se lavaba y frotaba las manos. Él recordaba haber leído en los periódicos lo que me había ocurrido. Era de la edad de mi padre y también tenía hijos. Se estremeció al ponerse los guantes. Cuánto se parecían ese hombre y él. Y qué distintos eran.

En la oscura sala de hospital, un tubo fluorescente zumbaba justo detrás de la cama de mi padre. Era la única luz que había en la habitación poco antes del amanecer, hasta que entró mi hermana.

– Ve a despertar a tu padre -le dijo mi madre a Lindsey-. No puedo creer que no se haya despertado con el ruido.

De modo que mi hermana había subido. Todos sabían ahora dónde encontrarlo; en apenas seis meses la butaca verde se había convertido en su verdadera cama.

– ¡No está aquí! -gritó mi hermana tan pronto como se dio cuenta-. ¡Se ha ido! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Papá se ha ido! -Por un insólito instante, Lindsey se comportó como una niña asustada.

– ¡Maldita sea! -exclamó mi madre.

– ¿Mamá? -dijo Buckley.

Lindsey entró corriendo en la cocina. Mi madre estaba vuelta hacia el hervidor de agua. Su espalda era un manojo de nervios mientras preparaba té.

– ¿Mamá? -dijo Lindsey-. Tenemos que hacer algo.

– ¿No ves…? -Mi madre se quedó como paralizada con una caja de Earl Grey suspendida en el aire.

– ¿Qué?

Mi madre dejó el té, encendió un fuego y se volvió. Y de pronto lo vio: Buckley se había abrazado a su hermana y se chupaba ansioso el pulgar.

– Ha salido tras ese hombre y se ha metido en líos.

– Tenemos que salir a buscarlo, mamá -dijo Lindsey-. Tenemos que ayudarle.

– No.

– Mamá, tenemos que ayudar a papá.

– ¡Buckley, deja de chuparte el dedo!

Mi hermano se echó a llorar de pánico, y mi hermana bajó los brazos para atraerlo más hacia sí. Miró a nuestra madre.

– Voy a salir a buscarlo -dijo Lindsey.

– No vas a hacer nada de eso -dijo mi madre-. Vendrá a casa cuando pueda. No vamos a mezclarnos en esto.

– Mamá -dijo Lindsey-, ¿y si está herido?

Buckley dejó de llorar el tiempo suficiente para mirar a mi hermana y luego a mi madre. Sabía lo que significaba «herido» y quién no estaba en casa.

Mi madre lanzó a Lindsey una mirada llena de intención.

– No hay más que hablar. Puedes esperar arriba en tu cuarto o aquí abajo conmigo, como quieras.

Lindsey estaba muda de asombro. Se quedó mirando a nuestra madre y supo lo que más deseaba hacer: huir, salir corriendo al campo de trigo donde estaba mi padre, donde estaba yo, donde de pronto sentía que se había trasladado el corazón de su familia. Pero Buckley seguía apoyado contra ella.

– Vamos arriba, Buckley -dijo-. Puedes dormir en mi cama.

Él empezaba a comprender: te trataban de manera especial y luego te decían algo horrible.

Cuando llegó la llamada de la policía, mi madre fue inmediatamente al armario del vestíbulo.

– ¡Le han golpeado con un bate de béisbol! -exclamó, cogiendo el abrigo, las llaves y el carmín.

Mi hermana se sintió más sola que nunca, pero también más responsable. No podían dejar solo a Buckley, y Lindsey no sabía conducir. Además, era lo más lógico. ¿No debía acudir la esposa al lado del marido?

Pero en cuanto mi hermana logró hablar por teléfono con la madre de Nate -después de todo, el alboroto en el campo de trigo había despertado a todo el vecindario-, supo qué debía hacer. Llamó a Samuel. En menos de una hora llegó la madre de Nate para llevarse a Buckley, y Hal Heckler se detuvo en su moto delante de nuestra casa. Debía ser emocionante asirse al guapo hermano mayor de Samuel e ir en moto por primera vez, pero ella sólo podía pensar en nuestro padre.

Mi madre no estaba en la habitación de hospital de nuestro padre cuando entró Lindsey; sólo estábamos mi padre y yo. Se acercó y se quedó de pie al otro lado de la cama, y empezó a llorar en silencio.

– ¿Papá? -dijo-. ¿Estás bien, papá?

La puerta se abrió un poco. Era Hal Heckler, un hombre atractivo, alto y delgado.

– Lindsey -dijo-, estaré en la sala de espera por si necesitas que te lleve a casa.

Vio las lágrimas de Lindsey cuando ésta se volvió.

– Gracias, Hal. Si ves a mi madre…

– Le diré que estás aquí.

Lindsey cogió la mano de mi padre y escudriñó su cara en busca de movimiento. Mi hermana crecía ante mis ojos. La oí susurrar la letra de la canción que él nos cantaba a las dos antes de que naciera Buckley:

Piedras y huesos;

nieve y escarcha;

semillas, judías y renacuajos.

Senderos y ramas, y una colección de besos.

¡Todos sabemos a quién añora papá!

A sus dos hijitas rana, ¿a quién si no?

Ellas saben dónde están. ¿Y tú? ¿Y tú?

Me habría gustado ver una sonrisa en los labios de mi padre, pero estaba en las profundidades, nadando contra fármacos, pesadillas y fantasías. Por un tiempo, la anestesia había atado unos pesos de plomo a las cuatro esquinas de su conciencia. Como una firme tapa, lo había cerrado herméticamente dentro de las felices horas en que no había hija muerta ni rótula extirpada, y en las que tampoco había una encantadora hija tarareando canciones infantiles.

– Cuando los muertos terminan con los vivos -me dijo Franny-, los vivos pueden pasar a otras cosas.

– ¿Y qué hay de los muertos? -pregunté-. ¿Adonde vamos?

No me respondió.

Len Fenerman había acudido precipitadamente al hospital tan pronto como le habían pasado la llamada. Abigail Salmón preguntaba por él, le habían dicho.

Mi padre estaba en la sala de operaciones y mi madre se paseaba nerviosa cerca del mostrador de las enfermeras. Había ido en coche al hospital sólo con una gabardina encima de un fino camisón de verano. Llevaba sus zapatillas planas de ballet de estar por el jardín y no se había molestado en recogerse el pelo. En el oscuro y brumoso aparcamiento del hospital, se había detenido a examinarse la cara y a aplicarse su pintalabios rojo con mano experta.

Cuando vio a Len al final del largo pasillo blanco, se relajó.

– Abigail -dijo él al acercarse.

– Oh, Len -dijo ella.

Su cara reflejó confusión por no saber qué decir a continuación. Era su nombre lo que había necesitado suspirar. Todo lo que venía después no eran palabras.

Las enfermeras del mostrador volvieron la cabeza cuando Len y mi madre se cogieron las manos. Solían extender ese velo de privacidad por rutina, pero aun así vieron que aquel hombre significaba algo para aquella mujer.

– Hablemos en la sala de espera -dijo Len, y condujo a mi madre por el pasillo.

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