Ruana Singh estaba de espaldas a él. La vi por la ventana del comedor, ordenando alfabéticamente un montón de libros nuevos y colocándolos en estanterías cuidadosamente organizadas. Los niños estaban en los jardines, columpiándose, caminando sobre zancos con resortes o persiguiéndose unos a otros con pistolas de agua. Un vecindario lleno de víctimas en potencia.
Él rodeó la curva del final de nuestra calle y pasó por el pequeño parque municipal, al otro lado del cual vivían los Gilbert. Estaban los dos en casa, el señor Gilbert ahora achacoso. Luego vio su antigua casa, que ya no era verde, aunque para mi familia y para mí siempre sería «la casa verde». Los nuevos dueños la habían pintado de color malva y habían instalado una piscina, y justo al lado, cerca de la ventana del sótano, había un cenador de madera de secuoya abarrotado de juguetes y hiedra colgante. Habían pavimentado los parterres delanteros al ampliar el camino del garaje, y cubierto el porche con cristal a prueba de heladas, detrás del cual vio una especie de oficina. Le llegaron las risas de unas niñas en el patio trasero, y vio salir de la casa a una mujer con sombrero y una podadera. Se quedó mirando al hombre sentado en el coche anaranjado y sintió una especie de patada en su interior: la patada inquieta de un útero vacío. Se volvió bruscamente y entró de nuevo en la casa, y se quedó mirándolo desde la ventana. Esperando.
Condujo unas cuantas casas más allá.
Y allí estaba ella, mi querida hermana. Él la vio por la ventana del piso de arriba de nuestra casa. Se había cortado el pelo y había adelgazado durante aquellos años, pero era ella, sentada ante la mesa de dibujo que utilizaba como escritorio, leyendo un libro de psicología.
Fue entonces cuando empecé a verlos bajar por la calle.
Mientras él observaba las ventanas de mi antigua casa preguntándose dónde estaban los demás miembros de mi familia, y si mi padre seguía cojeando, vi los últimos rastros de los animales y las mujeres que abandonaban la casa del señor Harvey. Avanzaban con dificultad, todos juntos. El señor Harvey observó a mi hermana, y pensó en las sábanas con que había cubierto los postes de la tienda nupcial. Aquel día había mirado a mi padre a los ojos al pronunciar mi nombre. Y el perro, el que ladró a la puerta de su casa, ese perro seguro que ya había muerto.
Lindsey se apartó de la ventana, y yo vi al señor Harvey observarla. Ella se levantó y se volvió para acercarse a una estantería que iba del suelo al techo. Cogió otro libro y volvió a su escritorio. Mientras él le miraba la cara, en su retrovisor apareció de pronto un coche patrulla negro y blanco que recorría lentamente la calle detrás de él.
Sabía que no podía correr más que ellos, de modo que se quedó sentado en el coche y preparó los últimos vestigios de la cara que llevaba décadas mostrando a las autoridades, la cara de un hombre desabrido al que podías compadecer o despreciar, pero nunca culpar. Cuando el agente se detuvo a su lado, las mujeres se deslizaron por las ventanillas y los gatos se le enroscaron alrededor de los tobillos.
– ¿Se ha perdido? -preguntó el joven policía pegándose al coche anaranjado.
– Viví un tiempo aquí -dijo el señor Harvey. Me estremecí al oírlo. Había decidido decir la verdad.
– Hemos recibido una llamada sobre un vehículo sospechoso.
– Veo que están construyendo algo en el campo de trigo -dijo Harvey. Y yo supe que parte de mí podía unirse a los demás y caer abruptamente en pedazos, junto con todos los fragmentos de los cadáveres que llovían dentro de su coche.
– Están ampliando el colegio.
– El barrio me ha parecido más próspero -dijo él, nostálgico.
– Creo que debería seguir su camino -dijo el agente. Le incomodaba el señor Harvey en su coche destartalado, pero lo vi anotar la matrícula.
– No era mi intención asustar a nadie.
El señor Harvey era un profesional, pero en ese momento no me importó. A cada tramo de carretera que él recorría, yo me concentraba en Lindsey dentro de casa leyendo sus libros, en los datos que saltaban de las páginas a su cerebro, en lo lista que era y en que estaba ilesa. En la Temple University había decidido que quería ser terapeuta. Y yo pensé en la mezcla de aire que había en nuestro jardín delantero: la luz del día, una madre intranquila y un policía, una serie de golpes de suerte que hasta ahora habían mantenido a mi hermana fuera de peligro. Una incógnita cotidiana.
Ruth no le explicó a Ray lo que había ocurrido. Se prometió escribirlo antes en su diario. Cuando volvieron a cruzar la carretera hacia el coche, Ray vio algo de color violeta entre la maleza que cubría un montón de tierra dejado allí por unos obreros de la construcción.
– Es vincapervinca -dijo-. Voy a coger un ramo para mi madre.
– Estupendo, tómate el tiempo que quieras -dijo Ruth.
Ray se metió por la maleza que había por el lado del conductor y trepó hasta la vincapervinca mientras Ruth se quedaba junto al coche. Ray ya no pensaba en mí. Pensaba en las sonrisas de su madre. La manera más infalible de hacerla sonreír era encontrar flores silvestres como ésas, llevarlas a casa y ver cómo las prensaba, abriendo los pétalos sobre las páginas de diccionarios y libros de consulta. Llegó a lo alto del montículo de tierra y desapareció por el otro lado con la esperanza de encontrar más.
Fue en ese momento cuando sentí un hormigueo en la espalda, al ver desaparecer su cuerpo de repente por el otro lado. Oí a Holiday, con el miedo instalado en su garganta, y comprendí que no gemía por Lindsey. El señor Harvey llegó a lo alto de Eels Rod Pike, y vio la sima y los pilones anaranjados a juego con su coche. Había arrojado un cadáver por allí. Recordó el colgante de ámbar de su madre, que seguía tibio cuando ella se lo había dado.
Ruth vio a las mujeres metidas en el coche con vestidos de color sangre y echó a andar hacia ellas. En esa misma carretera donde yo había sido enterrada, el señor Harvey pasó al lado de Ruth. Ella sólo vio a las mujeres. Luego se desmayó.
Fue en ese momento cuando caí a la Tierra.
22
Ruth se desplomó en la carretera, de eso me di cuenta. Lo que no vi fue al señor Harvey alejarse sin ser visto ni querido ni invitado.
No pude evitar inclinarme, después de haber perdido el equilibrio, y caí a través de la puerta abierta del cenador al otro lado de la extensión de césped y más allá del límite más lejano del cielo donde había vivido todos esos años.
Oí a Ray gritar por encima de mí, su voz alzándose en un arco de sonido:
– Ruth, ¿estás bien? -Llegó hasta Ruth y gritó-: Ruth, Ruth, ¿qué ha pasado?
Y yo estaba en los ojos de Ruth y miraba hacia arriba. Sentía su espalda arqueada contra el pavimento, y los rasguños que los afilados bordes de la grava le habían hecho a través de la ropa. Notaba cada sensación, el calor del sol, el olor del asfalto, pero no podía ver a Ruth.
Oí los pulmones de Ruth borbotear, una sensación de mareo en el estómago, pero el aire seguía llenándole los pulmones. La tensión se extendía por su cuerpo. Su cuerpo. Con Ray encima, recorriendo con sus ojos grises y palpitantes ambos lados de la carretera en busca de una ayuda que no llegaba. No había visto el coche, sólo había salido de la maleza encantado con su ramo de flores silvestres para su madre, y había encontrado a Ruth allí, tumbada en la carretera.
Ruth empujó contra su piel, tratando de salir. Luchaba por marcharse, y yo estaba dentro de ella ahora y forcejeaba con ella. Deseé con todas mis fuerzas que regresara, deseé ese imposible divino, pero ella quería salir. Nada ni nadie podía retenerla abajo, impedir que volara. Yo observaba desde el cielo, como tantas veces había hecho, pero esta vez a mi lado había algo borroso. Era nostalgia e ira elevándose en forma de anhelo.