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Durante tres meses, el señor Harvey soñó con edificios. Vio una parte de Yugoslavia donde las viviendas con techo de paja construidas sobre pilotes dejaban pasar torrentes de agua que corrían por debajo. Encima de él había un cielo azul. A lo largo de los fiordos y en el oculto valle de Noruega vio iglesias de madera cuyas vigas habían sido talladas por constructores de barcos vikingos: dragones y héroes locales hechos de madera. Pero el que más a menudo aparecía en sus sueños era una catedral de Vologda: la iglesia de la Transfiguración. Y fue ese sueño, su favorito, el que tuvo la noche de mi asesinato y las noches que siguieron hasta que regresaron los demás. Los sueños «en movimiento», los de las mujeres y las niñas.

Yo podía retroceder en el tiempo hasta ver al señor Harvey en los brazos de su madre, mirando por encima de una mesa cubierta de cristales de colores. Su padre los clasificaba en montones por forma y tamaño, anchura y peso. Con sus ojos de joyero examinaba con detenimiento cada muestra en busca de grietas y desperfectos. Y George Harvey volvía su atención a la única joya que colgaba del cuello de su madre, una gran pieza ovalada de ámbar engastada en plata dentro de la cual había una mosca entera en perfecto estado.

«Constructor» era todo lo que decía el señor Harvey de pequeño. Luego dejó de responder a la pregunta de en qué trabajaba su padre. ¿Cómo iba a decir que trabajaba en el desierto y construía cabañas con cristales rotos y madera vieja? Le explicaba a George Harvey lo que distinguía a un buen edificio, y cómo asegurarte de que construías cosas que iban a durar.

De modo que eran los viejos cuadernos de bocetos de su padre lo que miraba el señor Harvey cuando regresaban los sueños en movimiento. Se sumergía en las imágenes de otros lugares y otros mundos, esforzándose por querer lo que no quería. Y luego empezaba a soñar con su madre la última vez que la había visto, corriendo a través de un campo a un lado de la carretera. Iba vestida toda de blanco, con unos pantalones ceñidos blancos y una camiseta blanca de cuello de barco. Su padre y ella habían discutido por última vez en el coche caldeado a las afueras de Truth or Consequences, Nuevo México, y luego él la había obligado a bajarse del coche. George Harvey se había quedado totalmente inmóvil en el asiento trasero, con los ojos como platos y más petrificado que asustado, observándolo todo como lo hacía entonces, a cámara lenta. Ella había corrido sin parar hasta que su cuerpo blanco, delgado y frágil había desaparecido mientras su hijo aferraba el collar de ámbar que ella se había arrancado del cuello para dárselo. Su padre se había quedado mirando la carretera. «Ya se ha ido, hijo -había dicho-. No volverá.»

9

Mi abuela llegó la víspera de mi funeral con su habitual estilo. Le gustaba alquilar limusinas y venir del aeropuerto bebiendo champán envuelta en lo que llamaba su «grueso y fabuloso animal», un abrigo de visón que se había comprado de segunda mano en el mercadillo de la iglesia. Mis padres no la habían invitado sino más bien incluido, por si quería estar presente. A finales de enero, el director Caden había propuesto la idea. «Será bueno para sus hijos y para todos los alumnos del colegio», había dicho, y se había encargado de organizar la ceremonia en nuestra iglesia. Mis padres se comportaban como sonámbulos respondiendo a sus preguntas afirmativamente, asintiendo con la cabeza a flores o altavoces. Cuando mi madre se lo mencionó a su madre por teléfono, se sorprendió al oír las palabras:

– Voy a ir.

– Pero no tienes por qué hacerlo, madre.

Hubo un silencio en el extremo de la línea de mi abuela.

– Abigail -dijo-, es el funeral de Susan.

La abuela Lynn hacía avergonzar a mi madre al empeñarse en pasear con sus gastadas pieles por el vecindario, y al haber asistido en una ocasión a una fiesta de la urbanización muy maquillada. No paró de hacer preguntas a mi madre hasta tener localizados a todos los asistentes: si había visto sus casas por dentro, en qué trabajaba el marido, qué coches tenían. Hizo un grueso catálogo de los vecinos, lo que era una manera, ahora me doy cuenta, de intentar entender mejor a su hija. Un mal calculado dar vueltas, un triste baile sin pareja.

– ¡Jacky! -dijo mi abuela al acercarse a mis padres, que estaban en el porche delantero-, ¡necesitamos un trago fuerte! -Entonces vio a Lindsey escabullirse escaleras arriba para ganar unos pocos minutos antes de los saludos de rigor-. Los niños me odian -dijo, y se le heló la sonrisa de dentadura perfecta y blanca.

– Madre -dijo mi madre, y yo quise zambullirme en los océanos llenos de pérdida de sus ojos-. Estoy segura de que Lindsey sólo ha ido a ponerse presentable.

– ¡Algo imposible en esta casa! -dijo mi abuela.

– Lynn -dijo mi padre-, esta casa ha cambiado desde la última vez que estuviste aquí. Te serviré una copa, pero te pido que la respetes.

– Tan encantador como siempre, Jack -dijo mi abuela.

Cogió el abrigo de mi abuela. Habían encerrado a Holiday en el estudio de mi padre en cuanto Buckley había gritado desde su puesto en la ventana del piso de arriba: «¡La abuela!». Mi hermano alardeaba delante de Nate o de quien lo escuchara de que su abuela tenía los coches más grandes del mundo entero.

– Estás muy guapa, madre -dijo mi madre.

– Mmm… -y cuando mi padre no podía oírla, mi abuela preguntó-: ¿Cómo está él?

– Lo estamos sobrellevando, pero es duro.

– ¿Sigue murmurando cosas sobre el hombre que lo ha hecho?

– Sigue creyendo que fue él, sí.

– Os demandarán, ¿lo sabes? -dijo ella.

– No se lo ha dicho a nadie aparte de la policía.

No sabían que mi hermana estaba sentada en lo alto de la escalera.

– Y no debe hacerlo. Comprendo que necesite echarle la culpa a alguien, pero…

– Lynn, ¿seven and seven o martini? -preguntó mi padre regresando al vestíbulo.

– ¿Qué vas a tomar tú?

– Estos días no bebo, la verdad -respondió mi padre.

– Ése es tu problema. Ya voy yo. ¡No tenéis que decirme dónde están las bebidas fuertes!

Sin su grueso y fabuloso animal, mi abuela era como un palillo. «Pasar hambre» era como lo llamó cuando me consoló a los once años. «Tienes que pasar hambre, cariño, antes de que se te asienten demasiado tiempo las carnes. Las carnes infantiles son sinónimo de fealdad.» Ella y mi madre habían discutido sobre si yo era lo bastante mayor para tomar benzedrina; «su salvador personal», lo llamaba ella, como cuando decía: «¿Le ofrezco a tu hija mi salvador personal y tú se lo niegas?».

Cuando yo vivía, todo lo que hacía mi abuela estaba mal. Pero sucedió algo extraño cuando llegó ese día en su limusina alquilada, abrió la puerta de nuestra casa y entró sin llamar. Con toda su odiosa elegancia estaba trayendo de nuevo la luz.

– Necesitas ayuda, Abigail -dijo después de comer la primera comida de verdad que mi madre había cocinado desde mi desaparición.

Mi madre se quedó perpleja. Se había puesto sus guantes azules y llenado el fregadero de agua jabonosa, y se disponía a lavar los platos. Lindsey iba a secarlos. Suponía que su madre pediría a Jack que le sirviera su copa de después de comer.

– Eres muy amable, madre.

– No tiene importancia -dijo ella-. Voy corriendo por mi bolsa mágica.

– Oh, no -oí decir a mi madre en un susurro.

– Oh, sí, la bolsa mágica -dijo Lindsey, que no había abierto la boca en toda la comida.

– ¡Por favor, madre! -protestó mi madre cuando volvió la abuela Lynn.

– Muy bien, niños, quitad la mesa y traed aquí a vuestra madre. Voy a maquillarla.

– Estás loca, madre. Tengo que lavar todos estos platos.

– Abigail -dijo mi padre.

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