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Con los años me cansé de observar, y me sentaba en la parte trasera de los trenes que entraban y salían de la estación de Filadelfia. Los pasajeros subían y bajaban mientras yo escuchaba sus conversaciones entremezcladas con el ruido de las puertas del tren al abrirse y cerrarse, los gritos de los revisores al anunciar las estaciones, el arrastrar y repiquetear de suelas de zapatos y tacones altos que pasaban del pavimento al metal, y el suave pum, pum sobre los pasillos alfombrados del tren. Era lo que Lindsey, en sus entrenamientos, llamaba un descanso activo: los músculos todavía tensos, pero la mente relajada. Yo escuchaba los ruidos y sentía el movimiento del tren, y, al hacerlo, a menudo oía las voces de los que ya no vivían en la Tierra. Voces de otros como yo, los observadores.

Casi todos los que estamos en el cielo tenemos en la Tierra a alguien a quien observar, un ser querido, un amigo, incluso algún desconocido que una vez fue amable con nosotros, que nos ofreció una comida caliente o una sonrisa radiante en el momento oportuno. Y cuando yo no observaba, oía hablar a los demás de sus seres queridos en la Tierra, me temo que de manera tan infructuosa como yo. Un intento unilateral de engatusar y entrenar a los jóvenes, de querer y añorar a sus compañeros, una tarjeta de una sola cara que nunca podría firmarse.

El tren se paraba o avanzaba bruscamente desde la calle Treinta hasta cerca de Overbrook, y yo los oía decir nombres y frases: «Ten cuidado con ese vaso», «Ojo con tu padre», «Oh, mira qué mayor parece con ese vestido», «Estoy contigo, madre», «Esmeralda, Sally, Lupe, Keesha, Frank…». Muchos nombres. Y luego el tren ganaba velocidad, y con él aumentaba cada vez más el volumen de todas esas frases inauditas que llegaban del cielo; en el punto más álgido entre dos estaciones, el ruido de nuestra nostalgia se volvía tan ensordecedor que me veía obligada a abrir los ojos.

Desde las ventanas de los trenes repentinamente silenciosos veía a mujeres tendiendo o recogiendo la colada. Se agachaban sobre sus cestas y extendían sábanas blancas, amarillas o rosadas en las cuerdas de tender. Yo contaba las prendas de ropa interior de hombre y de niño, y las típicas bragas de algodón de niña pequeña. Y el ruido que yo echaba de menos, el ruido de la vida, reemplazaba al incesante llamar a todos por sus nombres.

La colada húmeda: los restallidos, los tirones, la mojada pesadez de las sábanas de cama doble y sencilla. Los ruidos reales traían a la memoria los ruidos recordados del pasado, cuando me tumbaba bajo la ropa mojada para atrapar las gotas con la lengua, o corría entre las sábanas como si fueran conos de tráfico, persiguiendo a Lindsey o persiguiéndome ella a mí. Y a eso se sumaba el recuerdo de nuestra madre tratando de sermonearnos porque nuestras manos pringosas de mantequilla de cacahuete iban a ensuciar las sábanas buenas, o por las pegajosas manchas de caramelo de limón que había encontrado en las camisas de nuestro padre. De este modo se fundían en mi mente la visión y el olor de lo real, lo imaginado y lo recordado.

Ese día, después de volver la espalda a la Tierra, me subí a distintos trenes hasta que sólo pude pensar en una cosa: «Aguanta quieta», decía mi padre mientras yo sostenía la botella con el barco en miniatura y él quemaba las cuerdas con que había levantado el mástil y soltaba el clíper en su mar de masilla azul. Y yo le esperaba, notando la tensión de ese instante en que el mundo de la botella dependía únicamente de mí.

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Cuando su padre mencionó la sima por teléfono, Ruth estaba en la habitación que tenía alquilada en la Primera Avenida. Se enrolló el largo cable negro del teléfono alrededor de la muñeca y el brazo, y dio breves y cortantes respuestas. A la anciana que le alquilaba la habitación le gustaba escuchar, de modo que Ruth trató de no extenderse mucho. Más tarde, desde la calle, llamaría a casa a cobro revertido y concretaría sus planes.

Había sabido que haría un peregrinaje a la sima antes de que la cubrieran los promotores inmobiliarios. Su fascinación por lugares como las simas era un secreto que guardaba para sí, como lo eran mi asesinato y nuestro encuentro en el aparcamiento de los profesores. Eran cosas que no explicaría en Nueva York, donde veía a otros contar sus intimidades borrachos en el bar, prostituyendo a sus familias y sus traumas a cambio de copas y popularidad. Le parecía que estas cosas no debían circular como falsos regalitos que se reparten en una fiesta. Tenía un código de honor con sus diarios y sus poemas. «Guárdatelo, guárdatelo», susurraba para sí cuando sentía la urgencia de contar algo, y acababa dando largos paseos por la ciudad, pero viendo en su lugar el campo de trigo de Stolfuz o una imagen de su padre examinando los fragmentos de antiguas molduras que había rescatado. Nueva York le proporcionaba un telón de fondo perfecto para sus pensamientos. Pese a sus autoimpuestos paseos pisando fuerte por sus calles y callejones, la ciudad en sí tenía muy poco que ver con su vida interior.

Ya no tenía aspecto de embrujada, como en el instituto, pero aun así, si la mirabas fijamente a los ojos, veías la energía de conejo asustadizo que a menudo ponía nerviosa a la gente. Tenía la expresión del que está siempre a la búsqueda de algo o alguien que aún no ha llegado. Todo su cuerpo parecía inclinarse hacia delante, interrogante, y aunque en el bar donde trabajaba le habían dicho que tenía el pelo bonito o las manos bonitas o -en las contadas ocasiones en que alguno de sus clientes la había visto salir de detrás de la barra- las piernas bonitas, nunca le decían nada de sus ojos.

Se vestía apresuradamente toda de negro, con leotardos, minifalda, botas y una camiseta llena de lamparones a causa del doble servicio que le prestaba como ropa de trabajo y de calle. Los lamparones sólo se veían a la luz del sol, de modo que Ruth nunca los veía hasta más tarde, cuando se paraba en la terraza de una cafetería para tomarse un café y, al bajar la vista hacia su falda, veía los oscuros residuos del vodka o el whisky derramado. El alcohol tenía el efecto de hacer la ropa negra más negra, y eso le divertía; en su diario había escrito: «El alcohol daña tanto a los tejidos como a las personas».

Una vez en la calle, camino de una cafetería de la Primera Avenida, inventaba conversaciones secretas con los abotargados perros falderos -chihuahuas y pomeranos- que las mujeres ucranianas sentadas en los taburetes sostenían en el regazo. A Ruth le gustaban los perritos antipáticos que ladraban furiosos cuando pasaba por su lado. Luego paseaba, paseaba sin parar, paseaba con un dolor que brotaba de la tierra y le penetraba en el talón del pie que apoyaba en el suelo. Aparte de los tipos desagradables, nadie la saludaba, y le gustaba jugar a ver cuántas calles lograba recorrer sin tener que detenerse por el tráfico. No aminoraba el paso por otra persona y viviseccionaba grupos de estudiantes de la Universidad de Nueva York o de ancianos con sus carritos de la lavandería, creando una ráfaga de viento a cada lado de ella. Le gustaba imaginar que cuando pasaba el mundo se volvía a mirarla, pero al mismo tiempo sabía lo desapercibida que pasaba. Menos cuando trabajaba, nadie sabía dónde estaba a cualquier hora del día y nadie la esperaba. Era un anonimato perfecto.

No sabía que Samuel le había propuesto matrimonio a mi hermana y, a no ser que se enterara por Ray, la única persona con la que se había mantenido en contacto desde el colegio, nunca lo averiguaría. Estando en el Fairfax había oído decir que mi madre se había marchado. Había corrido una nueva oleada de rumores por el instituto, y Ruth había visto a mi hermana sobrellevarlos lo mejor que podía. De vez en cuando las dos coincidían en el pasillo. Ruth decía unas palabras de apoyo si creía que no iba a perjudicarle que la vieran hablar con ella. Estaba al corriente de la fama de bicho raro que tenía en el instituto y sabía que aquella noche en el Simposio de Talentos había sido exactamente lo que había parecido: un sueño en el que los elementos dispersos se reunían espontáneamente más allá de las malditas normas escolares.

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