– Podríamos hacerlo -dijo ella.
– Estás loca.
– En la otra bolsa de la moto están las zapatillas de deporte.
No podían correr con sus trajes de cuero, de modo que se quedaron en ropa interior y camiseta, lo más cerca de lo que nadie de mi familia estaría jamás de esas personas que corren desnudas en lugares públicos. Samuel marcó el ritmo, corriendo delante de mi hermana como había hecho durante años para que ella no se desanimara. Casi no pasaban coches por la carretera, pero cuando alguno lo hacía, de los charcos de los lados se levantaba una pared de agua que los dejaba a los dos jadeando, luchando por volver a llenarse los pulmones de aire. Los dos habían corrido antes bajo la lluvia, pero nunca en plena tormenta. Mientras corrían, jugaron a ver quién se guarecía mejor de la lluvia, zigzagueando para protegerse bajo cualquier rama que colgara por encima de ellos, aunque el barro les salpicara las piernas. Pero a los cinco kilómetros estaban callados, avanzando a un ritmo natural que llevaban años practicando, concentrados en el sonido de su propia respiración y el de sus zapatillas mojadas al golpear el asfalto.
En un momento dado, al cruzar chapoteando un gran charco sin molestarse ya en esquivarlo, ella pensó en la piscina local de la que habíamos sido socios hasta que mi muerte puso fin a la existencia cómodamente pública de mi familia. Había estado en alguna parte de esa carretera, pero no levantó la cabeza para buscar la conocida valla de tela metálica. En su lugar, un recuerdo acudió a su mente. Estábamos ella y yo metidas en el agua con nuestros bañadores con falditas de volantes. Teníamos los ojos abiertos debajo del agua, una nueva habilidad, sobre todo para ella, y nos mirábamos los cuerpos suspendidos bajo el agua. Nuestro pelo flotaba, las falditas flotaban, y teníamos las mejillas infladas, conteniendo la respiración. Luego nos cogíamos de la mano y, juntas, salíamos disparadas del agua rompiendo la superficie. Nos llenábamos los pulmones de aire, se nos destapaban los oídos y reíamos a la vez.
Observé a mi atractiva hermana correr con los pulmones y las piernas bombeando, y vi que utilizaba de nuevo esa habilidad que había aprendido en la piscina, luchando por ver a través de la lluvia, luchando por seguir levantando las piernas al ritmo que le marcaba Samuel, y supe que no huía de mí ni corría hacia mí. Como alguien que ha sobrevivido a un disparo en el estómago, la herida se había ido cerrando en una cicatriz durante ocho largos años.
Estaban a un kilómetro de mi casa cuando la intensidad de la lluvia bajó y la gente empezó a mirar por las ventanas a la calle.
Samuel aflojó la marcha y ella lo alcanzó. Tenían las camisetas pegadas al cuerpo.
Lindsey sintió una punzada en el costado, pero en cuanto desapareció corrió con Samuel a toda velocidad. De pronto se sorprendió con toda la piel de gallina y sonriendo de oreja a oreja.
– ¡Vamos a casarnos! -gritó, y él se detuvo en seco y la cogió en brazos, y seguían besándose cuando un coche pasó junto a ellos tocando el claxon.
Cuando sonó el timbre de la puerta de nuestra casa eran las cuatro, y Hal estaba en la cocina con uno de los viejos delantales blancos de mi madre, cortando galletas para la abuela Lynn. Le gustaba que le dieran trabajo, sentirse útil, y a mi abuela le gustaba utilizarlo. Formaban un equipo compenetrado. En cambio, a Buckley, el niño guardaespaldas, le encantaba comer.
– Ya voy yo -dijo mi padre.
Había soportado la tormenta con vasos de whisky con soda que le había ido preparando la abuela Lynn.
Se movía ahora con una agilidad desgarbada, como un bailarín de ballet retirado que tiende a apoyarse más sobre una pierna que sobre la otra después de muchos años de saltar con un solo pie.
– Estaba muy preocupado -dijo al abrir la puerta.
Lindsey tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y hasta mi padre tuvo que reír cuando, desviando la mirada, se apresuró a coger las mantas que guardaban en el armario del vestíbulo. Samuel cubrió primero a Lindsey con una mientras mi padre le cubría los hombros a él lo mejor que podía y se formaban charcos de agua en el suelo de losetas. Justo cuando Lindsey se hubo tapado, Buckley, Hal y la abuela Lynn salieron al vestíbulo.
– Buckley -dijo la abuela Lynn-, ve a buscar unas toallas.
– ¿Has podido ir en moto con esta lluvia? -preguntó Hal con incredulidad.
– No, hemos venido corriendo -dijo Samuel.
– ¿Qué?
– Pasad a la sala -dijo mi padre-. Encenderemos el fuego.
Cuando los dos estuvieron sentados de espaldas a la chimenea, temblando al principio y bebiendo a sorbos el brandy que la abuela Lynn había pedido a Buckley que les sirviera en una bandeja de plata, todos oyeron la historia de la moto y la casa de la habitación octogonal que había puesto eufórico a Samuel.
– ¿Está bien la moto? -preguntó Hal.
– Hemos hecho lo que hemos podido -dijo Samuel-, pero necesitaremos un remolque.
– Estoy muy contento de que estéis bien -dijo mi padre.
– Hemos venido corriendo por usted, señor Salmón.
Mi abuela y mi hermano se habían sentado en el otro extremo de la habitación, lejos del fuego.
– No queríamos que os preocuparais -dijo Lindsey.
– Lindsey no quería que usted en concreto se preocupara.
Se produjo un silencio en la habitación. Lo que Samuel había dicho era verdad, por supuesto, pero también señalaba con demasiada claridad un hecho seguro: que Lindsey y Buckley habían llegado a vivir sus vidas en directa proporción al efecto que sus actos podían tener en un padre frágil.
La abuela Lynn atrajo la mirada de mi hermana y le guiñó un ojo.
– Entre Hal, Buckley y yo hemos hecho galletas de chocolate y nueces -dijo-. Y, si queréis, tengo lasaña congelada. -Se levantó y mi hermano la imitó, listo para ayudar.
– Me encantarían unas galletas, Lynn -dijo Samuel.
– ¿Lynn? Así me gusta -dijo-, ¿Vas a empezar a llamar a Jack «Jack»?
– Tal vez.
Una vez que Buckley y la abuela Lynn hubieron salido de la habitación, Hal notó un nuevo nerviosismo en el ambiente.
– Creo que voy a echar una mano -dijo.
Lindsey, Samuel y mi padre oyeron los atareados ruidos de la cocina. También oían el tictac del reloj del rincón, el que mi madre había llamado nuestro «rústico reloj colonial».
– Sé que me preocupo demasiado -dijo mi padre.
– Eso no es lo que quería decir Samuel -dijo Lindsey.
Samuel guardó silencio y yo lo observé.
– Señor Salmón -dijo por fin; no estaba del todo preparado para llamarlo «Jack»-. Le he pedido a Lindsey que se case conmigo.
Lindsey tenía el corazón en la garganta, pero no miraba a Samuel. Miraba a mi padre.
Buckley entró con una fuente de galletas, y Hal lo siguió con copas de champán entre los dedos y una botella de Dom Pérignon de 1978.
– De parte de tu abuela, en el día de vuestra ceremonia de graduación -dijo.
La abuela Lynn entró a continuación con las manos vacías, a excepción de su gran vaso de whisky, que reflejó la luz, brillando como un jarro de diamantes de hielo.
Para Lindsey era como si no hubiera nadie más allí aparte de ella y su padre.
– ¿Qué dices, papá? -preguntó.
– Digo -logró decir él, levantándose para estrechar la mano de Samuel- que no podría desear un yerno mejor.
La abuela Lynn estalló al oír la última palabra.
– ¡Dios mío, cariño! ¡Felicidades!
Hasta Buckley se relajó, liberándose del nudo que solía inmovilizarlo y abandonándose a una alegría poco habitual en él. Pero yo vi el delgado y tembloroso hilo que seguía uniendo a mi hermana a mi padre. El cordón invisible que puede matar.
Descorcharon la botella.
– ¡Como un maestro! -le dijo mi abuela a Hal mientras servía el champán.
Fue Buckley quien me vio, mientras mi padre y mi hermana se incorporaban al grupo y escuchaban los innumerables brindis de la abuela Lynn. Me vio bajo el rústico reloj colonial y se quedó mirándome, bebiendo champán. De mí salían cuerdas que se alargaban y se agitaban en el aire. Alguien le pasó una galleta y él la sostuvo en las manos, pero no se la comió. Me vio el cuerpo y la cara, que no habían cambiado, el pelo con la raya aún en medio, el pecho todavía plano y las caderas sin desarrollar, y quiso pronunciar mi nombre. Fue sólo un instante, y luego desaparecí.