Era el mismo hospital al que ella había acudido en mitad de la noche hacía ocho años. Una planta diferente pintada de otro color, pero al recorrer el pasillo sintió cómo le envolvía lo que había hecho allí. La presión del cuerpo de Len, la áspera pared de estuco contra su espalda. Todo en ella quería huir de allí y volver a California, a su tranquila existencia trabajando entre desconocidos. Escondiéndose en los pliegues de troncos y pétalos tropicales, a salvo entre tantas plantas y personas extrañas.
Los tobillos y zapatos acordonados de su madre, que vio desde el pasillo, la trajeron de vuelta al presente. Una de las muchas cosas que se había perdido al irse tan lejos, algo tan corriente como los pies de su madre, su solidez y su sentido del humor, unos pies de setenta años en unos zapatos ridículamente incómodos.
Pero cuando ella entró en la habitación, los demás -su hijo, su hija, su madre- desaparecieron.
Mi padre tenía los ojos débiles, pero los abrió parpadeando cuando la oyó entrar. Le salían tubos y cables de la muñeca y el hombro. Su cabeza se veía muy frágil sobre la pequeña almohada cuadrada.
Ella le cogió la mano y lloró en silencio, dejando que las lágrimas brotaran libremente.
– Hola, Ojos de Océano -dijo él.
Ella asintió. Ese hombre derrotado, deshecho, era su marido.
– Mi chica. -Y exhaló profundamente.
– Jack.
– Ya ves lo que ha hecho falta para hacerte volver.
– ¿Merecía la pena? -dijo ella, sonriendo con suavidad.
– Tendremos que verlo -dijo él.
Verlos juntos era como una tenue creencia hecha realidad.
Mi padre veía luces trémulas, como las motas de colores de los ojos de mi madre: cosas a las que aferrarse. Las contó entre los maderos y tablones rotos de un barco que se había estrellado hacía tiempo contra algo más grande que él y se había hundido. Los restos que le habían quedado. Trató de levantar una mano y tocar la mejilla de mi madre, pero estaba demasiado débil. Ella se acercó más a él y apoyó la mejilla en su palma.
Mi abuela sabía moverse sin hacer ruido, y salió de puntillas de la habitación. Al reanudar el paso normal y acercarse a la sala de espera, detuvo a una enfermera que traía un mensaje para Jack Salmón, de la habitación 582. No lo había visto nunca, pero conocía el nombre. «Len Fenerman vendrá a verle pronto. Le desea una rápida recuperación.» Ella dobló la nota pulcramente. Antes de encontrarse con Lindsey y Buckley, que habían ido a reunirse con Samuel en la sala de espera, abrió su bolso y la dejó entre su polvera y el peine.
20
Cuando el señor Harvey llegó esa noche a la cabaña de tejado de chapa de Connecticut, se anunciaba lluvia. Había matado a una joven camarera dentro de la cabaña hacía unos años, y con las propinas que había encontrado en el bolsillo del delantal de la joven se había comprado unos pantalones nuevos. A esas alturas, el cadáver ya se habría descompuesto, y no se equivocaba; al acercarse no lo recibió ningún olor fétido. Pero la puerta de la cabaña estaba abierta, y vio que dentro habían removido la tierra. Tomó una bocanada de aire y entró con paso cansino.
Se durmió dentro de la tumba vacía de la joven.
En un momento determinado, para contrarrestar la lista de los muertos, yo había empezado a confeccionar mi propia lista de los vivos. Era algo que había visto hacer también a Len Fenerman. Cuando no estaba de servicio, apuntaba las niñas, ancianas y cualquier mujer en la gama intermedia, y las contaba entre las cosas que lo mantenían vivo. La joven del centro comercial cuyas pálidas piernas habían crecido demasiado para su vestido demasiado infantil, y que tenía una dolorosa vulnerabilidad que iba directa al corazón de Len y al mío. Las ancianas que se tambaleaban con andadores e insistían en teñirse el pelo en versiones poco naturales del color que habían tenido en su juventud. Las madres de mediana edad sin pareja que corrían por las tiendas de comestibles mientras sus hijos cogían bolsas de caramelos de los estantes. Yo las contaba cuando las veía. Mujeres vivas, que respiraban. A veces veía a las heridas, las que habían sido maltratadas por sus maridos o violadas por desconocidos, las niñas violadas por sus padres, y deseaba intervenir de alguna manera.
Len veía a esas mujeres heridas todo el tiempo. Eran asiduas de la comisaría, pero incluso cuando iba a alguna parte que estaba fuera de su jurisdicción las sentía cuando se acercaban. La mujer de la tienda de cebos y aparejos de pesca que no tenía moretones en la cara, pero se encogía de miedo como un perro y hablaba en susurros como quien pide perdón. La niña que veía cruzar la calle cada vez que iba al norte del estado a ver a sus hermanas. Con los años había adelgazado, se le había chupado la cara y el dolor le había inundado los ojos de tal modo que le colgaban pesados e impotentes, rodeados de su piel de color malva. Cuando no estaba allí se preocupaba, pero verla allí le deprimía tanto como lo reanimaba.
Hacía tiempo que no tenía gran cosa que escribir en mi expediente, pero en los últimos meses el dossier de pruebas se había engrosado con unos pocos datos: el nombre de otra víctima en potencia, Sophie Cichetti, el nombre de su hijo y un nombre falso de George Harvey. También lo que sostenía ahora en las manos: el colgante de la piedra de Pensilvania. Le dio vueltas dentro de la bolsa y volvió a localizar mis iniciales. Habían analizado el colgante en busca de pistas, pero, aparte de que lo habían encontrado donde había sido asesinada otra niña, había salido limpio de debajo del microscopio.
Había tenido intención de devolver el colgante a mi padre desde el primer momento en que confirmó que era mío. Hacerlo era transgredir las normas, pero no habían encontrado mi cuerpo, sólo un libro de texto empapado y las páginas de mi libro de biología mezcladas con la nota de amor de un chico. Un envase de Coca-Cola. Mi gorro con la borla y los cascabeles. Los había catalogado y guardado todo. Pero el colgante era distinto, y se proponía devolverlo.
Una enfermera con la que había salido años después de que mi madre se marchara lo había llamado al ver el nombre de Jack Salmón en una lista de pacientes ingresados. Len había decidido ir a ver a mi padre al hospital y llevarle el colgante. Se imaginaba que el colgante era un talismán que podía acelerar la recuperación de mi padre.
Mientras lo observaba, no pude menos de pensar en los barriles de fluidos tóxicos que se habían acumulado detrás del taller de motos de Hal, donde la maleza que cubría las vías del tren había proporcionado a las compañías locales suficiente cobertura para deshacerse de unos cuantos. Todo había sido precintado, pero la información empezaba a filtrarse. Yo había llegado a compadecer y a respetar a Len después de que mi madre se hubiera marchado. Seguía las pruebas materiales para intentar comprender lo que era imposible de entender. En ese sentido, veía que era como yo.
A la entrada del hospital, una chica vendía pequeños ramos de narcisos, con sus tallos verdes sujetos con cintas de color azul lavanda. Observé cómo mi madre le compraba a la niña todos los ramos.
La enfermera Eliot, que recordaba a mi madre de hacía ocho años, se ofreció a ayudarla cuando la vio venir por el pasillo con los brazos llenos de flores. Reunió jarrones, y entre ella y mi madre los llenaron de agua y pusieron las flores por toda la habitación de mi padre mientras éste dormía. La enfermera Eliot sostenía que si era posible utilizar una pérdida como medida de belleza en una mujer, mi madre había ganado aún más en belleza.
Lindsey, Samuel y la abuela Lynn se habían llevado a casa a Buckley unas horas antes. Mi madre todavía no estaba preparada para volver a casa. Estaba concentrada sólo en mi padre. Todo lo demás tendría que esperar, desde la casa y su silencioso reproche hasta sus hijos. Necesitaba comer algo y tiempo para pensar. En lugar de ir a la cafetería del hospital, donde las brillantes luces sólo le recordaban todos los esfuerzos inútiles de los hospitales por mantener a la gente despierta para recibir más malas noticias -el café insípido, las sillas duras, los ascensores que se detenían en cada piso-, salió del edificio y echó a andar calle abajo.