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Lindsey se dedicó durante una semana a reconocer el terreno de mi asesino. Estaba haciendo exactamente lo que él hacía a los demás.

Había decidido entrenar todo el año con el equipo de fútbol masculino a fin de prepararse para el desafío que el señor Dewitt y Samuel le habían animado a afrontar: clasificarse para jugar en la liga de fútbol masculina del instituto. Y Samuel, para demostrarle su apoyo, entrenaba con ella, sin querer demostrar nada aparte de que era «el chico más rápido en pantalones cortos», según dijo.

Sabía correr, pero era muy malo a la hora de interceptar y devolver la pelota, o en verla venir. Y así, cuando corrían por el vecindario, cada vez que Lindsey echaba un vistazo a la casa del señor Harvey, Samuel iba delante de ella marcándole el ritmo, ajeno a todo lo demás.

Dentro de la casa verde, el señor Harvey miraba por la ventana. La vio mirar y empezó a ponerse nervioso. Ya había pasado casi un año, pero los Salmón seguían empeñados en acosarlo.

Había ocurrido antes en otras ciudades y estados. La familia de una niña sospechaba de él, pero nadie más. Había perfeccionado la perorata que soltaba a la policía, cierta inocencia obsequiosa teñida de asombro ante sus procedimientos, o ideas inútiles que sugería como si pudieran serles de utilidad. Mencionar al alumno Ellis al hablar con Fenerman había sido un buen golpe, y la mentira de que era viudo siempre ayudaba. Se inventaba una mujer a partir de una de las víctimas de las que recientemente había obtenido placer en sus recuerdos, y para darle cuerpo siempre tenía a su madre.

Todos los días salía de la casa un par de horas por la tarde. Compraba las provisiones que necesitaba, y luego conducía hasta Valley Forge Park y se paseaba por los caminos pavimentados y los senderos sin pavimentar hasta encontrarse de pronto en medio de excursiones escolares en la cabaña de troncos de George Washington o en la capilla del Washington Memorial. Eso le levantaba el ánimo, esos momentos en que veía a los niños impacientes por contemplar la historia, como si fuera posible encontrar enganchado en el tosco extremo de un leño un cabello blanco y largo de la peluca de Washington.

De vez en cuando, uno de los guías o profesores advertía su presencia, desconocida aunque amistosa, y lo miraban con aire interrogante. Tenía mil frases que ofrecer: «Traía a mis hijos aquí», o «Aquí fue donde conocí a mi mujer». Fundamentaba lo que decía en relación con alguna familia imaginaria, y entonces las mujeres le sonreían. En una ocasión, una atractiva y corpulenta mujer había tratado de entablar conversación con él mientras el guía del parque explicaba a los niños el invierno de 1776 y la Batalla de las Nubes.

Había utilizado la historia de su viudedad y hablado de una mujer llamada Sophie Cichetti, convirtiéndola en su esposa ya fallecida y su verdadero amor. Para esa mujer su historia había sido como un manjar exquisito y, mientras la oía hablar de sus gatos y de su hermano, y de que tenía tres hijos a los que adoraba, él se la imaginó sentada en la silla de su sótano, muerta.

Después de eso, cuando un profesor le sostenía la mirada inquisitivamente, retrocedía con timidez y se internaba en el parque. Observaba a las madres con sus hijos todavía en cochecitos, caminando con garbopor los senderos. Veía a los adolescentes que habían hecho novillos, besuqueándose en los campos sin segar o a lo largo de senderos interiores. Y en el punto más elevado del parque había un bosquecillo junto al que a veces aparcaba. Se quedaba sentado en su Wagoneer y observaba a lo hombres solitarios que aparcaban a su lado y se apeaban. A veces le lanzaban una mirada inquisitiva. Si estaban lo bastante cerca, esos hombres veían a través de su parabrisas lo mismo que veían sus víctimas: su lujuria desenfrenada y sin límites.

El 26 de noviembre de 1974, Lindsey vio al señor Harvey salir de su casa verde y empezó a rezagarse del grupo de chicos con el que corría. Más tarde les diría que le había venido la menstruación y todos callarían, incluso se sentirían satisfechos, ya que eso demostraba que el plan tan poco popular del señor Dewitt nunca funcionaría: ¡una chica en los regionales!

Observé a mi hermana y me quedé asombrada. Se estaba convirtiendo en todo a la vez. Mujer. Espía. El condenado al ostracismo: un hombre solo.

Echó a andar sujetándose el costado para simular que tenía un calambre e hizo señas a los chicos para que no se detuvieran. Continuó andando con una mano en la cintura hasta que los vio doblar la esquina. Una hilera de altos y frondosos pinos que llevaban años sin podarse bordeaba la propiedad del señor Harvey. Se sentó debajo de uno, fingiendo aún que estaba agotada por si algún vecino miraba por la ventana, y cuando le pareció que era el momento oportuno, se hizo un ovillo y rodó entre dos pinos. Esperó. Los chicos dieron una vuelta más. Los vio pasar de largo y los siguió con la mirada cuando atajaron a través del aparcamiento vacío para regresar al instituto. Estaba sola. Calculó que disponía de cuarenta y cinco minutos antes de que nuestro padre empezara a preguntarse dónde estaba. Habían hecho el trato de que, si entrenaba con el equipo de fútbol masculino, Samuel la acompañaría a casa a eso de las cinco.

Las nubes se cernieron durante todo el día en el cielo, y el frío de finales de otoño le puso la piel de gallina en las piernas y los brazos. Correr siempre le hacía entrar en calor, pero cuando llegaba al vestuario, donde compartía las duchas con el equipo de hockey sobre hierba, empezaba a tiritar hasta que el agua caliente le caía en el cuerpo. Sin embargo, en el césped de la casa verde, la piel de gallina también se debía al miedo.

Cuando los chicos cruzaron el sendero, ella se acercó gateando a la ventana lateral del sótano del señor Harvey. Ya tenía una excusa preparada si la sorprendían. Estaba persiguiendo un gatito que había visto cruzar los pinos a todo correr. Diría que era gris y muy rápido, y había salido disparado hacia la casa del señor Harvey y ella lo había seguido sin pararse a pensar.

Veía el interior del sótano, que estaba oscuro. Trató de abrir la ventana, pero estaba cerrada por dentro. Tendría que romper el cristal. Mientras las ideas se le agolpaban en la mente, pensó con preocupación en el ruido, pero ya había ido demasiado lejos para detenerse ahora. Pensó en su padre en casa, siempre atento al reloj que tenía junto a su butaca, y luego se quitó la camiseta y se la enrolló alrededor de los pies. Sentada, se abrazó el cuerpo y golpeó una, dos, tres veces con los dos pies hasta que la ventana se hizo añicos con un crujido amortiguado.

Se descolgó con cuidado, buscando en la pared un punto de apoyo para los pies, pero tuvo que saltar los últimos palmos sobre los cristales rotos y el hormigón.

La habitación parecía ordenada y barrida, a diferencia de nuestro sótano, donde los montones de cajas con rótulos -Huevos de Pascua y Hierba Verde, Estrella/Adornos de Navidad- nunca habían vuelto a los estantes que había instalado mi padre.

Entraba el frío de fuera, y la corriente de aire en la nuca la impulsó a apartarse del brillante semicírculo de cristales rotos y adentrarse más en la habitación. Vio la tumbona con una mesilla al lado. Vio el enorme despertador de números luminosos que había en el estante metálico. Yo quería guiar sus ojos hasta el hueco donde encontraría los huesos de los animales, pero también sabía que, a pesar de haber dibujado en papel milimetrado los ojos de una mosca y de haber destacado ese otoño en la clase de biología del señor Botte, creería que los huesos eran míos. Por eso me alegré de que no se acercara a ellos.

A pesar de mi incapacidad para aparecer ante ella o susurrarle algo, empujarla o guiarla, Lindsey sintió algo. Algo cambió en el aire del frío y húmedo sótano que la hizo encogerse. Estaba a sólo unos pasos de la ventana abierta, y sabía que, pasara lo que pasara, se adentraría más y, pasara lo que pasara, tenía que calmarse y concentrarse en buscar pistas; pero en ese preciso momento, y por un instante, pensó en Samuel corriendo delante de ella. Esperaría encontrarla en la última vuelta y, al no verla, volvería corriendo al instituto, creyendo que la encontraría fuera. Por último, supondría, aunque con el primer rastro de duda, que se estaba duchando, y que él también debería ducharse y esperarla antes de hacer nada. ¿Cuánto tiempo la esperaría? Mientras desplazaba la mirada por las escaleras hasta el primer piso, deseó que Samuel estuviera allí y subiera detrás de ella, que siguiera sus movimientos borrando su soledad, acoplándose a sus miembros. Pero no se lo había dicho a propósito, no se lo había dicho a nadie. Estaba haciendo algo inaceptable -un acto delictivo-, y lo sabía.

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