Entraron en una parte del vecindario donde parecían estar instalándose nuevas familias. Recordé que mi madre las llamaba las casas-ancla, porque estaban a ambos lados de la calle que conducía a toda la urbanización: anclaban el vecindario a una carretera original construida antes de que el municipio fuera un municipio. La carretera que llevaba a Valley Forge, a George Washington y a la Revolución.
– La muerte de Susie me ha hecho pensar de nuevo en tu padre -dijo mi abuela-. Nunca me permití llorarlo debidamente.
– Lo sé -dijo mi madre.
– ¿Me guardas rencor por eso?
Mi madre reflexionó.
– Sí.
Mi abuela dio unas palmaditas a mi madre en la espalda con la mano libre.
– Bueno, eso es algo.
– ¿Algo?
– Algo está saliendo de todo esto. De ti y de mí. Una pizca de verdad entre nosotras.
Cruzaron las parcelas de media hectárea donde durante veinte años habían crecido árboles. Aunque no sobresalían mucho, eran dos veces tan altos como los hombres que los habían sostenido en sus brazos por primera vez y que habían pisado con fuerza la tierra a su alrededor con sus zapatos de fin de semana.
– ¿Sabes lo sola que me he sentido siempre? -preguntó mi madre a su madre.
– Por eso estamos paseando, Abigail -dijo la abuela Lynn.
Mi madre clavó la vista al frente, pero siguió en contacto con su madre a través de la mano. Pensó en lo solitaria que había sido su niñez. Como cuando había visto a sus dos hijas atar una cuerda entre dos tazas de papel e ir a habitaciones distintas para susurrarse secretos, no había podido decir que sabía qué se sentía. En su casa no había habido nadie más aparte de sus padres, y luego su padre se había marchado.
Se quedó mirando las copas de los árboles, que, a kilómetros de nuestra urbanización, eran lo más alto que había por los alrededores. Se hallaban en una colina alta que nunca habían talado para construir casas y donde seguían viviendo un puñado de granjeros viejos.
– No puedo describir lo que estoy sintiendo -dijo-. A nadie.
Llegaron al final de la urbanización en el preciso momento en que el sol se ocultaba tras la colina ante ellas. Transcurrió un momento sin que ninguna de las dos se diera la vuelta. Mi madre observó cómo la última luz brillaba en un charco seco al final de la calle.
– No sé qué hacer -dijo-. Todo se ha acabado.
Mi abuela no estaba segura de a qué se refería, pero no la presionó.
– ¿Volvemos? -sugirió.
– ¿Cómo? -preguntó mi madre.
– A casa, Abigail. Si volvemos a casa.
Dieron la vuelta y echaron a andar de nuevo. Las casas, una tras otra, eran idénticas en su estructura. Sólo las distinguía lo que mi abuela llamaba sus accesorios. Nunca había comprendido esa clase de lugares, lugar donde su propia hija había escogido vivir.
– Cuando lleguemos a la curva -dijo mi madre-, quiero que pasemos por delante.
– ¿De su casa?
– Sí.
Vi a mi abuela Lynn volverse cuando mi madre se volvió.
– ¿Me prometes no ver más a ese hombre? -preguntó mi abuela.
– ¿A quién?
– Al hombre con quien tienes un lío. De eso he estado hablando.
– No tengo un lío con nadie -replicó mi madre. Su mente volaba como un pájaro de un tejado a otro-. ¿Madre? -añadió, volviéndose.
– ¿Abigail?
– Si necesito marcharme un tiempo, ¿podría instalarme en la cabaña de papá?
– ¿Me has escuchado?
Les llegó un olor, y la mente ágil e inquieta de mi madre volvió a escabullirse.
– Alguien está fumando -dijo.
La abuela Lynn miraba fijamente a su hija. La pragmática y remilgada señora que siempre había sido mi madre había desaparecido. Se mostraba frívola y distraída. Mi abuela no tenía nada más que decirle.
– Son cigarrillos extranjeros -dijo mi madre-. ¡Vamos a buscarlos!
Y a la luz cada vez más tenue mi abuela observó, estupefacta, cómo mi madre empezaba a rastrear el olor.
– Yo regreso -dijo.
Pero mi madre siguió andando.
Encontró el origen del humo bastante pronto. Era Ruana Singh, que estaba detrás de una higuera alta en el patio trasero de su casa.
– Hola -dijo mi madre.
Ruana no se sobresaltó, como supuse que haría. Su serenidad era algo que había adquirido con la práctica. Era capaz de contener la respiración durante el suceso más sorprendente, ya fuera su hijo acusado de asesinato por la policía o su marido presidiendo una cena como si fuera una reunión del comité académico. Había dado permiso a Ray para subir a su cuarto, y ella había desaparecido por la puerta trasera y no la habían echado de menos.
– Señora Salmón -dijo Ruana, exhalando el embriagador humo de sus cigarrillos. Y en una ráfaga de humo y afecto mi madre estrechó la mano que le tendía-. Me alegro mucho de verla.
– ¿Celebran una fiesta? -preguntó mi madre.
– Mi marido está dando una fiesta. Yo soy la anfitriona.
Mi madre sonrió.
– Las dos vivimos en un lugar extraño -dijo Ruana.
Se miraron, y mi madre asintió. En alguna parte de la calle estaba su madre, pero en ese preciso momento tanto ella como Ruana se encontraban en una isla silenciosa lejos de tierra firme.
– ¿Tiene otro cigarrillo?
– Por supuesto, señora Salmón. -Ruana buscó en el bolsillo de su largo suéter negro, y le ofreció el paquete y el encendedor-. Dunhill, espero que le gusten.
Mi madre encendió un cigarrillo y le devolvió el paquete dorado.
– Abigail -dijo mientras exhalaba el humo-. Por favor, llámeme Abigail.
Desde su habitación a oscuras, Ray alcanzaba a oler los cigarrillos de su madre, que ella nunca le acusaba de birlarle, del mismo modo que él nunca le decía que sabía que los tenía. Le llegaban voces de abajo, los estridentes sonidos de su padre con sus colegas hablando seis idiomas distintos y riendo encantados del verano tan americano que se aproximaba. No sabía que mi madre estaba con su madre fuera, en el jardín, ni que yo lo veía sentado en su ventana, inhalando el dulce olor de sus cigarrillos. Enseguida se volvería de espaldas a la ventana y encendería la pequeña lámpara de la mesilla de noche para leer. La señora McBride les había pedido que buscaran un soneto que les gustara sobre el que hacer un trabajo, pero mientras leía los versos de su Norton Antbology, no paraba de pensar en el instante que deseaba recuperar y volver a vivir. Si me hubiera besado en el andamio, tal vez las cosas habrían sido distintas.
La abuela Lynn siguió andando, y allí estaba, por fin, la casa que habían tratado de olvidar viviendo sólo dos casas más abajo. «Jack tenía razón», pensó la abuela. Lo percibía en la oscuridad. Ese lugar irradiaba algo malévolo. Se estremeció y empezó a oír los grillos y a ver las luciérnagas que revoloteaban por encima de los parterres de flores del jardín delantero. De pronto pensó que no podía menos de compadecer a su hija. Vivía en medio de una zona cero donde ninguna aventura amorosa de su marido podía abrirle los ojos. Por la mañana le diría que las llaves de la cabaña siempre estarían a su disposición si las necesitaba.
Esa noche mi madre tuvo lo que le pareció un sueño maravilloso. Soñó con la India, donde nunca había estado. Había conos anaranjados de tráfico y bonitos insectos de color lapislázuli con mandíbulas doradas. Una joven era conducida por las calles hacia una pira, donde la envolvían en una sábana y la colocaban encima de una plataforma de madera. El brillante fuego que la consumía provocaba en mi madre esa profunda y alegre dicha como de ensueño. Quemaban a la joven viva, pero antes había sido un cuerpo, limpio y entero.