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– Todo el mundo cree que es un poco raro.

– Es cierto, y lo entiendo -dijo él-. Pero nadie lo ha tratado mucho tampoco. No saben si su rareza es benigna o no.

– ¿Benigna?

– Inofensiva.

– A Holiday no le gusta -dijo Lindsey.

– Exacto. Nunca he visto al perro ladrar tan fuerte. Ese día hasta se le erizó el pelo.

– Pero los polis creen que tú estás chiflado.

– No hay pruebas, es todo lo que dicen. Sin pruebas y sin… perdona, cariño, sin cuerpo, no tienen nada para seguir investigando ni bases para arrestar a nadie.

– ¿Qué quieres decir con bases?

– Supongo que algo que lo relacionara con Susie. Que alguien lo hubiera visto en el campo de trigo o merodeando por el colegio, o algo así.

– ¿O si tuviera algo suyo?

Tanto mi padre como Lindsey hablaban con apasionamiento, la segunda pierna cubierta de espuma pero sin afeitar, porque al prender fuego los dos palos de su interés habían iluminado la idea de que yo estaba en alguna parte de esa casa. En el sótano, en la planta baja, en el piso superior o en la buhardilla. Para no tener que admitir un pensamiento tan atroz -pero, ay, si fuera verdad sería una prueba tan clara, tan perfecta y concluyente…-, recordaron cómo iba vestida yo ese día, lo que llevaba, la goma de borrar de Frito Bandito que yo atesoraba, la chapa de David Cassidy prendida dentro de mi bolsa, la de David Bowie fuera. Enumeraron todos los accesorios de lo que sería la mejor y más espantosa evidencia que podrían encontrar: mi cuerpo troceado, mis ojos en blanco y pudriéndose.

Mis ojos: el maquillaje que le había regalado la abuela Lynn ayudaba, pero no resolvía el problema de que todos vieran mis ojos en los de Lindsey. Cuando aparecían en la polvera que utilizaba la niña del pupitre de al lado o en un inesperado reflejo en el escaparate de una tienda, desviaba la mirada. Sobre todo era doloroso para mi padre. Y al hablar con él se dio cuenta de que, mientras tocaban ese tema -el señor Harvey, mi ropa, mi cartera con mis libros, mi cuerpo, yo-, mi padre estaba tan atento a mi recuerdo que la veía de nuevo como a Lindsey y no como una trágica combinación de sus dos hijas.

– Entonces, ¿te gustaría poder entrar en su casa? -preguntó ella.

Se miraron, reconociendo de manera casi imperceptible que era una idea peligrosa. Cuando él vaciló antes de responder por fin que eso sería ilegal y que no, que no había pensado en ello, ella supo que mentía. También supo que necesitaba que alguien lo hiciera por él.

– Deberías terminar de afeitarte, cariño -dijo él.

Ella le dio la razón y se volvió, consciente de lo que le había dicho.

La abuela Lynn llegó el lunes anterior a Acción de Gracias. Con los mismos ojos láser que buscaron de inmediato alguna imperfección antiestética en mi hermana, vio algo detrás de la sonrisa de su hija, en sus movimientos aplacados y serenos, en cómo su cuerpo respondía cuando venía el detective Fenerman o la policía.

Cuando esa noche, después de cenar, mi madre rechazó el ofrecimiento de mi padre de ayudarla a lavar los platos, los ojos láser se convencieron. Con firmeza, y con gran asombro de todos los comensales y alivio de mi hermana, la abuela Lynn anunció algo.

– Abigail, voy a ayudarte a lavar los platos. Un asunto entre madre e hija.

– ¿Qué?

Mi madre había previsto deshacerse fácilmente de Lindsey y pasar el resto de la noche frente al fregadero, lavando despacio los platos y mirando por la ventana hasta que la oscuridad le devolviera su reflejo, los ruidos del televisor dejaran finalmente de oírse y volviera a estar sola.

– Ayer mismo me hice las uñas -dijo la abuela después de ponerse el delantal encima de su vestido de diseño beige-, de modo que secaré yo.

– Madre, de verdad, no es necesario.

– Lo es, cariño, créeme -dijo mi abuela.

Había algo sobrio y cortante en ese «cariño».

Buckley se llevó a mi padre de la mano a la sala contigua, donde estaba el televisor. Se sentaron, y Lindsey, que había recibido una reprimenda, subió a su habitación para llamar a Samuel.

Era extraño verlo. Algo muy fuera de lo normal. Mi abuela con un delantal y sosteniendo un trapo de cocina como si se tratase de un capote de torero, lista para el primer plato que llegara a sus manos.

Permanecieron calladas mientras trabajaban, y el silencio -los únicos sonidos eran las salpicaduras que producía mi madre al sumergir las manos en el agua hirviendo, el chirrido de platos y el tintineo de cubiertos- hizo que la tensión que llenaba la estancia se volviera insoportable. Los ruidos del partido en la habitación contigua eran igualmente extraños para mí. Mi padre nunca había visto el fútbol; el único deporte que le interesaba era el baloncesto. La abuela Lynn nunca había lavado los platos; los alimentos congelados y las comidas para llevar eran sus armas predilectas.

– Oh, Dios mío -dijo por fin-. Toma. -Devolvió el plato recién lavado a mi madre-. Quiero tener una conversación de verdad, pero me temo que se me van a caer estos platos de las manos. Vamos a dar un paseo.

– Madre, necesito…

– Yo necesito dar un paseo.

– Después de fregar.

– Escucha -dijo mi abuela-, sé que yo soy quien soy y tú eres quien eres y lo que te hace feliz, pero reconozco algunas cosas cuando las veo y sé que está ocurriendo algo que no está bien. Capisce?

A mi madre le temblaba la cara, blanda y maleable, casi tan blanda y maleable como su reflejo en el agua sucia del fregadero.

– ¿Qué?

– Tengo mis sospechas, y no quiero hablar de ellas aquí.

«Mensaje recibido, abuela Lynn», pensé yo. Nunca la había visto tan nerviosa.

No les iba a resultar difícil salir de casa a las dos solas. A mi padre, con la rodilla fastidiada, jamás se le ocurriría apuntarse al paseo y, últimamente, fuese donde fuese o dejase de ir, lo seguía mi hermano Buckley.

Mi madre guardó silencio. No tenía otra alternativa. En el garaje, se quitaron los delantales en el último momento y los dejaron sobre el techo del Mustang. Mi madre se agachó para abrir la puerta del garaje.

Aún era pronto, de modo que al comienzo de su paseo todavía habría luz.

– Podríamos sacar a Holiday -tanteó mi madre.

– Sólo tú y yo -dijo mi abuela-. La pareja más aterradora que te puedas imaginar.

Nunca habían tenido una relación estrecha. Las dos lo sabían, pero era algo que ninguna reconocía. Bromeaban sobre ello como dos niños que no se caen particularmente bien pero son los dos únicos niños en un vecindario grande y desolado. De pronto, sin haberlo intentado antes, después de haber dejado siempre a su hija correr lo más deprisa posible en la dirección que quisiera, mi abuela descubrió que estaba alcanzándola.

Habían pasado por delante de la casa de los O'Dwyer y se acercaban a la de los Tarking cuando mi abuela dijo lo que tenía que decir.

– Encubrí con sentido del humor mi aceptación -dijo mi abuela-. Tu padre tuvo una aventura amorosa en New Hampshire durante mucho tiempo. La primera inicial de ella era F, y nunca supe a qué correspondía. Encontré mil opciones con los años.

– ¿Madre?

Mi abuela siguió andando sin volverse. Descubrió que el aire frío y vigorizante del invierno ayudaba, llenándole los pulmones hasta que los sintió más limpios que hacía unos minutos.

– ¿Lo sabías?

– No.

– Supongo que nunca te lo dije -dijo-. No me pareció que te hiciera falta saberlo. Ahora sí te hace falta, ¿no crees?

– No estoy segura de por qué lo dices.

Habían llegado a la curva de la carretera que las llevaría de regreso dando la vuelta. Si seguían por allí sin detenerse, al final se encontrarían delante de la casa del señor Harvey. Mi madre se quedó inmóvil.

– Pobrecita hija mía, dame la mano -dijo mi abuela.

Se sentían incómodas. Mi madre podía contar con los dedos las veces que su alto padre se había inclinado para besarla cuando era niña. Y su barba, que pinchaba y olía a una colonia que, tras años de buscarla, nunca había logrado identificar. Mi abuela le cogió la mano mientras echaban a andar en sentido contrario.

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