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Pero se había fijado volver a trabajar el día 2 de diciembre, justo después del día de Acción de Gracias. Quería estar de nuevo en la oficina para el aniversario de mi desaparición. Estar ya funcionando y poniéndose al día de trabajo en el lugar más público y distraído que se le ocurría. Y lejos de mi madre, si era sincero consigo mismo.

Cómo volver a ella, cómo alcanzarla de nuevo. Ella se apartaba bruscamente, toda su energía estaba en contra de la casa, mientras que toda la energía de él estaba dentro. Él se concentró en recuperar sus fuerzas y diseñar una estrategia para ir tras el señor Harvey. Era más fácil echar la culpa a alguien que sumar las cifras cada vez más elevadas de lo que había perdido.

Esperaban a la abuela Lynn para el día de Acción de Gracias, y Lindsey había seguido el método de belleza que la abuela le había recomendado por carta. Se había sentido tonta la primera vez que se había puesto rodajas de pepino en los ojos (para disminuir la hinchazón), avena en copos en la cara (para limpiar los poros y absorber el exceso de aceites) o yemas de huevo en el pelo (para darle brillo). El uso de alimentos había hecho reír a mi madre y a continuación preguntarse si ella no debería hacer lo mismo. Pero sólo fue un segundo, porque estaba pensando en Len, no porque estuviera enamorada de él, sino porque estar con él era la manera más rápida que conocía de olvidar.

Dos semanas antes de que llegara la abuela Lynn, Buckley y mi padre estaban con Holiday en el patio. Buckley y Holiday jugaban a un corre que te pillo cada vez más hiperactivo, yendo de una gran montaña de hojas de roble a otra.

– Cuidado, Buck -dijo mi padre-. Vas a lograr que Holiday te muerda. -Y con razón.

Mi padre dijo que quería probar algo.

– Vamos a ver si tu viejo padre puede volver a llevarte a caballo. Pronto serás demasiado grande.

Así, con torpeza, en la intimidad del patio donde, si mi padre se caía, sólo lo verían un niño y un perro, los dos aunaron fuerzas para hacer realidad lo que ambos querían: la vuelta a la normalidad de su relación padre-hijo. Cuando Buckley se puso de pie en la silla de hierro -«Ahora salta sobre mi espalda -dijo mi padre agachándose-, y agárrate a mis hombros», sin saber si iba a tener fuerzas para levantarlo desde allí-, yo toqué madera en el cielo y contuve el aliento. En el campo de trigo, sí, pero también en ese momento, al reparar el tejido más básico de sus vidas cotidianas anteriores y desafiar su lesión para recuperar un instante así, mi padre se convirtió en mi héroe.

– Agáchate, agáchate otra vez -dijo al entrar por la puerta, brincando torpe pero alegremente, y subir la escalera, cada paso un esfuerzo por mantener el equilibrio y una mueca de dolor. Y con Holiday pasando a todo correr por su lado y Buckley alegre en su montura, supo que al desafiar sus fuerzas había hecho lo que debía.

Cuando los dos con el perro encontraron a Lindsey en el cuarto de baño del piso de arriba, ella protestó audiblemente.

– ¡Papaaaá!

Mi padre se irguió y Buckley alcanzó con la mano el aplique de la luz del techo.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó mi padre.

– ¿Qué te parece que estoy haciendo?

Estaba sentada sobre la tapa del inodoro, envuelta en una gran toalla blanca (las toallas que mi madre blanqueaba con lejía, las toallas que mi madre tendía, las toallas que doblaba y ponía en una cesta y colocaba en el armario de la ropa blanca…). Tenía la pierna izquierda apoyada en el borde de la bañera, cubierta de espuma de afeitar. En la mano sostenía la cuchilla de mi padre.

– No te enfurruñes -dijo mi padre.

– Lo siento -dijo mi hermana bajando la vista-. Sólo quería un poco de intimidad, eso es todo.

Mi padre levantó a Buckley por encima de su cabeza.

– En la encimera, en la encimera, hijo -dijo, y Buckley se emocionó al verse de pie en la prohibida encimera del cuarto de baño, manchando la baldosa con sus pies cubiertos de barro-. Ahora baja de un salto. -Y él así lo hizo. Holiday le hizo frente-. Eres demasiado pequeña para afeitarte las piernas, cariño -dijo mi padre.

– La abuela Lynn empezó a los once.

– Buckley, ¿puedes irte a tu habitación y llevarte al perro? Enseguida voy.

– Sí, papá.

Buckley todavía era un niño pequeño a quien mi padre, con paciencia y unas cuantas maniobras, podía llevar a hombros para que fueran un padre y un hijo típicos. Pero ahora vio en Lindsey algo que le produjo doble dolor. Yo era una niña pequeña en la bañera, una niña a la que él levantaba en brazos hasta el lavabo, una niña que no había llegado por muy poco a sentarse como lo hacía ahora mi hermana.

En cuanto Buckley salió, dirigió su atención a mi hermana. Cuidaría a sus dos hijas cuidando a una.

– ¿Tienes cuidado? -preguntó.

– Acabo de empezar -dijo Lindsey-. Me gustaría estar sola, papá.

– ¿Es la misma cuchilla que estaba puesta cuando la has cogido de mi estuche de afeitar?

– Sí.

– Debe de estar sucia de mi barba. Iré a buscarte una nueva.

– Gracias, papá -dijo mi hermana, y de nuevo era la dulce Lindsey que él había llevado a hombros.

El salió y recorrió el pasillo hacia el otro lado de la casa, hasta el cuarto de baño que él y mi madre todavía compartían, aunque ya no dormían juntos en la misma habitación. Al introducir una mano en el armario en busca de un paquete de cuchillas nuevas, sintió una punzada en el pecho. No hizo caso y se concentró en lo que hacía. Fue un pensamiento fugaz: «Es Abigail la que debería estar haciendo esto».

Le llevó las cuchillas a Lindsey, le enseñó a cambiarlas y le dio algunos consejos sobre cómo afeitarse mejor.

– Cuidado con el tobillo y la rodilla -dijo-. Tu madre siempre los llamaba las zonas peligrosas.

– Puedes quedarte si quieres -dijo ella, preparada ahora para dejarlo entrar-. Pero podría acabar toda ensangrentada. -Ella quiso darse de bofetadas-. Perdona, papá. Ya me muevo… Siéntate tú aquí.

Se levantó y fue a sentarse en el borde de la bañera. Abrió el grifo mientras mi padre se sentaba en la tapa del inodoro.

– Gracias, cariño -dijo-. Hace tiempo que no hablamos de tu hermana.

– ¿A quién le hace falta? -dijo mi hermana-. Está en todas partes.

– Tu hermano parece estar bien.

– Está pegado a ti.

– Sí -dijo él, y se dio cuenta de que eso le gustaba, ese esfuerzo que estaba haciendo su hijo por ganarse a su padre.

– Ay -dijo Lindsey, y un hilillo de sangre empezó a correr entre la espuma blanca-. Es un verdadero fastidio.

– Apriétalo un momento con el dedo. Ayuda a detener la hemorragia. Podrías hacerlo sólo hasta la rodilla -sugirió él-. Así es como lo hace tu madre, a menos que vayamos a la playa.

Lindsey hizo una pausa.

– Vosotros nunca vais a la playa.

– Antes íbamos.

Mi padre había conocido a mi madre cuando los dos trabajaban en Wanamaker, durante las vacaciones de verano de la universidad. Él acababa de comentar con tono desagradable que la sala de los empleados apestaba a tabaco cuando ella sonrió y sacó un paquete de Pall Mall que entonces siempre llevaba encima.

«Touché», dijo él, y no se apartó de ella a pesar de que el apestoso olor de sus cigarrillos lo envolvió de la cabeza a los pies.

– He estado tratando de decidir a quién me parezco -dijo Lindsey-, si a la abuela Lynn o a mamá.

– Siempre he pensado que tú y tu hermana os parecéis a mi madre -dijo él.

– ¿Papá?

– ¿Sí?

– ¿Sigues convencido de que el señor Harvey tuvo algo que ver?

Fue como dos palos que por fin echan chispas al frotarlos: prendieron fuego.

– No tengo ninguna duda, cariño. Ninguna.

– Entonces, ¿por qué Len no lo arresta?

Ella deslizó la cuchilla descuidadamente hacia arriba y terminó con su primera pierna. Titubeó, esperando.

– Ojalá fuera fácil de explicar -respondió él, y las palabras le salían como en espirales. Nunca había hablado largamente de su sospecha con nadie-. Cuando lo encontré ese día en su patio trasero y construimos esa tienda, la que dijo que había construido para su esposa, cuyo nombre entendí que era Sophie mientras que Len tenía anotado Leah, algo en sus movimientos me hizo estar seguro.

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