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Ella llegó con su padre. Se quedó de pie en un rincón, cerca de la vitrina donde guardaban un cáliz utilizado durante la guerra de la Independencia norteamericana, durante la cual habían convertido la iglesia en hospital. Los señores Dewitt charlaban con ellos. Encima del escritorio de su casa, la señora Dewitt tenía un poema de Ruth. El lunes se proponía ir con él al asesor psicológico. Era un poema sobre mí.

– Mi mujer parece estar de acuerdo con el director Caden -decía el padre de Ruth- en que el funeral ayudará a todos los niños a aceptarlo.

– ¿Y qué opina usted? -preguntó el señor Dewitt.

– Creo que es mejor olvidar el pasado y dejar a la familia tranquila. Pero Ruthie ha insistido en venir.

Ruth vio a mi familia saludar a la gente y se fijó horrorizada en la nueva imagen de mi hermana. Ella no creía en el maquillaje. Le parecía que degradaba a las mujeres. Samuel Heckler y Lindsey iban cogidos de la mano. Acudió a su mente una palabra que había leído: «subyugación». Pero luego la vi mirar por la ventana y fijarse en Hal Heckler. Estaba junto a las viejas tumbas de la parte delantera, fumando un cigarrillo.

– ¿Qué pasa, Ruthie? -preguntó su padre.

Ella volvió a centrar su atención en él y lo miró.

– ¿Qué?

– Estabas mirando fijamente al vacío -dijo él.

– Me gusta el aspecto del cementerio.

– Ah, niña, eres un ángel -dijo él-. Vamos a sentarnos antes de que se acaben los buenos sitios.

Clarissa estaba allí con un Brian Nelson de aire cohibido que llevaba un traje de su padre. Se abrió paso hacia mi familia, y en cuanto el director Caden y el señor Botte la vieron, se retiraron para dejar que se acercara.

Ella estrechó primero la mano de mi padre.

– Hola, Clarissa -dijo él-. ¿Cómo estás?

– Bien. ¿Cómo están usted y la señora Salmón?

– Estamos bien, Clarissa -respondió él. «Qué mentira más extraña», pensé yo-. ¿Quieres sentarte con nosotros en el banco reservado para la familia?

– Mmm… -Ella bajó la vista hacia sus manos-. Estoy con mi novio.

Mi madre entró como en trance y se quedó mirando fijamente a Clarissa a la cara. Clarissa estaba viva y yo muerta. Clarissa empezó a notar los ojos que la taladraban y quiso huir. Luego vio el vestido.

– Eh -dijo, cogiendo del brazo a mi hermana.

– ¿Qué pasa, Clarissa? -replicó mi madre.

– Esto… nada -respondió ella.

Volvió a mirar el traje y comprendió que no podía pedir que se lo devolvieran.

– ¿Abigail? -llamó mi padre con una voz que estaba en sintonía con la de ella, con su cólera.

Algo iba mal.

La abuela Lynn, que estaba un poco más atrás, le guiñó un ojo a Clarissa.

– Acabo de fijarme en lo guapa que está Lindsey -dijo Clarissa.

Mi hermana se sonrojó.

La gente del vestíbulo empezó a moverse y a hacerse a un lado. Era el reverendo Strick, que caminaba con sus vestiduras hacia mis padres.

Clarissa retrocedió para buscar a Brian Nelson. Cuando lo encontró, se reunió con él entre las tumbas.

Ray Singh no asistió. Me dijo adiós a su manera: mirando mi foto -el retrato de estudio- que yo le había dado ese otoño.

Escudriñó los ojos de esa foto y vio a través de ellos el fondo de ante veteado delante del cual había tenido que sentarse cada niño bajo un brillante foco. ¿Qué significaba estar muerto?, se preguntaba. Significaba extraviado, significaba paralizado, significaba desaparecido. Sabía que nadie era realmente como salía en las fotos. Sabía que a él no se le veía tan furioso ni tan asustado como cuando estaba solo. Mientras miraba fijamente mi foto llegó a darse cuenta de algo: que no era yo. Yo estaba en el aire que flotaba a su alrededor, estaba en las frías mañanas que pasaba ahora con Ruth, estaba en el silencioso tiempo que pasaba solo estudiando. Yo era la niña que él había elegido besar. Quería ponerme en libertad de alguna manera. No quería ni quemar mi foto ni tirarla, pero tampoco quería mirarme más. Lo vi guardar la fotografía en uno de los enormes volúmenes de poesía india en los que él y su madre prensaban flores frágiles que poco a poco quedaban reducidas a polvo.

En el funeral dijeron cosas bonitas sobre mí. El reverendo Strick. El director Caden. La señora Dewitt. Pero mis padres aguantaron en un estado de atontamiento hasta el final. Samuel no paraba de apretar la mano de Lindsey, pero ella no parecía notarlo. Apenas parpadeaba. Buckley se quedó sentado con un pequeño traje que le había prestado para la ocasión Nate, que había asistido a una boda el año anterior. Se movía inquieto en su asiento y observaba a mi padre. Fue la abuela Lynn quien hizo lo más importante ese día.

Durante el último himno, mientras mi familia se ponía en pie, se inclinó hacia Lindsey y susurró:

– Junto a la puerta, es ése.

Lindsey miró.

Justo detrás de Len Fenerman, que ahora cantaba dentro de la iglesia, había un hombre del vecindario. Iba vestido con ropa más informal que el resto, con unos pantalones caqui forrados de franela y una gruesa camisa también de franela. Por un instante, Lindsey creyó reconocerlo. Se miraron, y de pronto ella se desmayó.

En medio del alboroto para atenderla, George Harvey se escabulló entre las tumbas de la guerra de la Independencia norteamericana que había detrás de la iglesia y se alejó de allí sin que nadie reparara en él.

10

Todos los veranos, en el Simposio de Talentos del estado, los alumnos con talento del séptimo al noveno cursos se recluían cuatro semanas en una casa para -o, al menos, eso me parecía a mí- haraganear por el bosque y exprimirse el cerebro unos a otros. Alrededor de una hoguera cantaban oratorios en lugar de canciones populares, y en las duchas las chicas se desmayaban por el físico de Jacques d'Amboise o el lóbulo frontal de John Kenneth Galbraith.

Pero hasta los talentosos tenían sus camarillas. Estaban los Marcianos de las Ciencias y los Cerebros Matemáticos, que formaban el peldaño superior, aunque socialmente algo tullido, de la escalera de los talentosos. Luego estaban las Cabezas de Historia, que se sabían las fechas del nacimiento y la muerte de cualquier figura histórica de la que se hubiese oído hablar alguna vez. Pasaban junto a los demás campistas voceando períodos crípticos aparentemente sin sentido: «1769-1821», «1770-1831». Cuando Lindsey se cruzaba con ellos respondía para sí: «Napoleón», «Hegel».

También estaban los Maestros del Saber Arcano, cuya presencia entre los talentosos resultaba molesta a todos. Eran los chicos capaces de desmontar un motor y volver a montarlo sin necesidad de diagramas o instrucciones. Comprendían las cosas de una manera real, no teórica, y parecían traerles sin cuidado las notas.

Samuel era uno de ellos. Sus héroes eran Richard Feynman y su hermano Hal. Éste había abandonado los estudios y ahora llevaba el taller de reparación de motos que había cerca de la sima, donde tenía como clientela a toda clase de gente, desde los Ángeles del Infierno hasta la anciana que se paseaba en motocicleta por los aparcamientos de su residencia para ancianos. Hal fumaba, vivía encima del garaje de los Heckler y se llevaba a sus ligues a la trastienda.

Cuando la gente le preguntaba cuándo iba a madurar, él respondía: «Nunca». Inspirado por él, cuando los profesores le preguntaban a Samuel qué quería ser de mayor, respondía: «No lo sé. Acabo de cumplir catorce».

Casi con quince años, Ruth Connors ya lo sabía. En el cobertizo que había detrás de su casa, rodeada de los pomos de puertas y la quincalla que su padre había rescatado de las viejas casas destinadas a ser demolidas, Ruth se sentaba en la oscuridad y se concentraba hasta que le dolía la cabeza. Luego entraba corriendo en casa, cruzaba el cuarto de estar, donde su padre leía, y subía a su habitación, donde escribía a trompicones sus poemas. «Ser Susie», «Después de la muerte», «En pedazos», «A su lado ahora», y su favorito, el poema del que más orgullosa se sentía y que había llevado al simposio, doblado y desdoblado tantas veces que los pliegues estaban a punto de romperse: «El borde de la tumba».

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