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La mañana de mi funeral, Lindsey se quedó todo lo que pudo en su habitación. No quería que mi madre viera que seguía maquillada hasta que fuera demasiado tarde para hacer que se lavase la cara. Se había convencido también de que no pasaba nada si cogía un vestido de mi armario. Que a mí no me importaría.

Pero era extraño verlo.

Abrió la puerta de mi habitación, una cámara acorazada que hacia el mes de febrero era visitada cada vez más a menudo, aunque nadie, ni mi madre ni mi padre ni Buckley ni Lindsey, confesaba haber entrado o cogido cosas que no tenían pensado devolver. Hacían la vista gorda a los rastros que dejaban todos los que iban a verme allí y echaban la culpa de cualquier alteración a Holiday, aunque fuera imposible achacársela a él.

Lindsey quería estar guapa para Samuel. Abrió las puertas dobles de mi armario y contempló el desorden. Yo nunca había sido lo que se dice ordenada, de modo que cada vez que mi madre nos decía que arregláramos la habitación, metía dentro del armario, de cualquier modo, lo que había en el suelo o encima de la cama.

Lindsey siempre había querido la ropa que yo estrenaba y que ella siempre heredaba.

– Guau -susurró hacia la oscuridad del armario. Se dio cuenta, con una mezcla de remordimientos y alegría, de que todo lo que veía ante ella ahora era suyo.

– ¿Hola? Toc, toc -dijo la abuela Lynn.

Lindsey dio un brinco.

– Perdona que te moleste, cariño -dijo-. Me ha parecido oírte aquí dentro.

Mi abuela llevaba uno de sus vestidos a lo Jackie Kennedy, como los llamaba mi madre. Nunca había comprendido por qué, a diferencia del resto de la familia, su madre no tenía caderas y podía ponerse un vestido de corte recto que incluso a sus sesenta y dos años le quedaba como un guante.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó Lindsey.

– Necesito que me ayudes con la cremallera.

La abuela Lynn se volvió, y Lindsey vio lo que nunca había visto en nuestra madre. La parte posterior del sostén negro y la parte superior de la combinación de la abuela Lynn. Dio el par de pasos que la separaban de nuestra abuela y, tratando de no tocar nada más que la cremallera, se la subió.

– ¿Y el corchete de arriba? -añadió la abuela Lynn-. ¿Llegas?

El cuello de nuestra abuela olía a polvos de talco y a Chanel número 5.

– Es una de las razones para tener a un hombre, no puedes hacer estas cosas tú sola.

Lindsey era tan alta como nuestra abuela, y seguía creciendo. Al coger el corchete con ambas manos, vio los finos mechones de pelo rubio teñido en la nuca. Vio el sedoso vello grisáceo que le cubría la espalda y el cuello. Abrochó el vestido y se quedó donde estaba.

– He olvidado cómo era -dijo Lindsey.

– ¿Qué? -La abuela Lynn se volvió.

– No logro acordarme, ¿sabes? -dijo Lindsey-. Me refiero a su cuello. ¿Lo miré alguna vez?

– Oh, cariño, ven aquí -dijo la abuela Lynn, abriendo los brazos, pero Lindsey se volvió hacia el armario.

– Necesito estar guapa -dijo.

– Eres guapa -dijo la abuela Lynn.

Lindsey se quedó sin aliento. Si algo no hacía la abuela Lynn era repartir cumplidos. Cuando llegaban eran como un regalo inesperado.

– Vamos a encontrarte un bonito conjunto -dijo la abuela Lynn, y se acercó a grandes zancadas a mi ropa.

Nadie sabía rebuscar entre perchas como la abuela Lynn. En las raras ocasiones que venía a vernos al comienzo del curso, salía de compras con nosotras. Nos maravillábamos al observar sus hábiles dedos tocar las perchas como si fueran teclas. De pronto vacilaba sólo un instante, sacaba un vestido o una camisa y lo sostenía en alto. «¿Qué os parece?», preguntaba. Siempre era perfecto.

Mientras observaba mis prendas sueltas, las sacaba y las colocaba sobre el torso de mi hermana, dijo:

– Tu madre está fatal, Lindsey. Nunca la he visto así.

– Abuela.

– Chisss. Estoy pensando. -Sostuvo en alto mi vestido favorito para ir a la iglesia. Era de algodón oscuro, con un cuello a lo Peter Pan. Me gustaba sobre todo porque la falda era tan larga que podía sentarme con las piernas cruzadas en el banco y estirar el dobladillo hasta el suelo-. ¿Dónde consiguió este saco? -preguntó-. Tu padre también está fatal, pero él por lo menos está furioso.

– ¿Sobre qué hombre le preguntabas a mamá?

Ella se puso rígida al oír la pregunta.

– ¿Qué hombre?

– Le preguntaste a mamá si papá seguía creyendo que ese hombre lo había hecho. ¿Qué hombre?

– Voilà!

La abuela Lynn sostuvo en alto un corto vestido azul marino que mi hermana nunca había visto. Era de Clarissa.

– Es demasiado corto -dijo Lindsey.

– Estoy pasmada con tu madre -dijo la abuela Lynn-. ¡Que haya dejado a su hija comprarse algo tan elegante!

Mi padre gritó desde el pasillo que nos esperaba a todos abajo en diez minutos.

La abuela Lynn se apresuró. Ayudó a Lindsey a ponerse el vestido por la cabeza, corrieron juntas a la habitación de Lindsey en busca de zapatos, y por último en el pasillo, bajo la luz del techo, le arregló la raya y el rimel. Terminó con unos toques de colorete que le aplicó en sentido ascendente en cada mejilla. No fue hasta que mi abuela bajó y mi madre comentó lo corto que era el vestido de Lindsey mirando con recelo a la abuela Lynn cuando mi hermana y yo caímos en la cuenta de que la abuela iba con la cara lavada. Buckley se sentó entre ellas en el asiento trasero, y cuando se acercaban a la iglesia, observó a la abuela Lynn y le preguntó qué hacía.

– Cuando no tienes tiempo para ponerte colorete, esto les da un poco de vida -respondió ella, y Buckley la copió y se pellizcó las mejillas.

Samuel Heckler estaba junto a las piedras que delimitaban el sendero que conducía a la puerta de la iglesia. Iba vestido completamente de negro, y a su lado estaba su hermano mayor, Hal, con la machacada cazadora de cuero que Samuel había llevado el día de Navidad.

Su hermano era una copia de Samuel en más moreno. Tenía la cara bronceada y curtida de ir en moto a toda velocidad por las carreteras rurales. Cuando mi familia se acercó, Hal se volvió rápidamente y se alejó.

– Éste debe de ser Samuel -dijo mi abuela-. Yo soy la abuela mala.

– ¿Entramos? -dijo mi padre-. Me alegro de verte, Samuel.

Lindsey y Samuel entraron los primeros mientras mi abuela se quedaba atrás y caminaba al otro lado de mi madre. Un frente unido.

El detective Fenerman estaba junto al umbral con un traje que tenía todo el aspecto de picar. Saludó a mis padres con la cabeza y pareció no apartar los ojos de mi madre.

– ¿Nos acompaña? -preguntó mi padre.

– Gracias -dijo él-, pero sólo quiero estar cerca.

– Se lo agradecemos.

Entraron en el atestado vestíbulo de la iglesia. Yo quería reptar por la espalda de mi padre, rodearle el cuello y hablarle en susurros al oído. Pero ya estaba allí, en cada poro y en cada grieta.

Se había despertado resacoso y se había dado media vuelta en la cama para observar la respiración poco profunda de mi madre contra la almohada. Su encantadora mujer, su encantadora niña. Sintió deseos de ponerle una mano en la mejilla, apartarle el pelo negro de la cara, besarla… pero mientras dormía estaba tranquila. Él no se había despertado ni una sola mañana desde mi muerte sin ver el día como algo que sobrellevar. Pero la verdad era que el día del funeral no iba a ser peor. Al menos era sincero. Era un día que giraba en torno a lo que tan absortos los tenía: mi ausencia. Ese día no iba a tener que fingir que volvía a la normalidad, fuera cual fuese. Ese día podía llevar su dolor con la cabeza alta, lo mismo que Abigail. Pero sabía que, en cuanto ella se despertara, él pasaría el resto del día sin mirarla, sin mirarla de verdad y ver a la mujer que había creído que era antes del día que les habían dado la noticia de mi muerte. Después de casi dos meses, la noción de eso se desdibujaba en el corazón de todos menos en el de mi familia y en el de Ruth.

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