Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Más tarde diría que había necesitado tomar aire y que por eso había subido. Al subir la escalera, recogió con la punta de los zapatos pequeñas borras de polvo blanquecino, pero no prestó atención.

Hizo girar el pomo de la puerta del sótano, que se abría a la planta baja. Sólo habían pasado cinco minutos. Le quedaban cuarenta, o eso creía. Seguía habiendo un poco de luz, que se filtraba por las persianas cerradas. Mientras permanecía de nuevo de pie titubeando en esa casa idéntica a la nuestra, oyó el golpe sordo del Evening Bulletin al caer en el porche y al repartidor tocar el timbre de su bicicleta al pasar.

Mi hermana se dijo a sí misma que se hallaba en una serie de habitaciones donde, si las registraba a conciencia, tal vez encontraría lo que necesitaba, un trofeo que llevar a nuestro padre, liberándose de ese modo de mí. Siempre habría rivalidad, incluso entre los vivos y los muertos. Vio las losetas del pasillo, del mismo verde oscuro y gris que las nuestras, y se visualizó gateando detrás de mí cuando yo acababa de aprender a andar. Luego vio mi cuerpo de niña alejarse corriendo para entrar en la habitación contigua, y se recordó a sí misma alargando una mano y dando sus primeros pasos mientras yo la atormentaba desde la sala de estar.

Pero la casa del señor Harvey estaba mucho más vacía que la nuestra, y en ella no había alfombras que dieran calor a la decoración. Lindsey pasó de las losetas al suelo de pino encerado de la habitación que en nuestra casa correspondía a la sala de estar. El ruido de cada uno de sus movimientos hizo eco en el vestíbulo delantero, alcanzándola.

No podía evitar que la asaltaran los recuerdos, cada uno con información cruel. Buckley sobre mis hombros en el piso de arriba. Nuestra madre sujetándome mientras Lindsey observaba, celosa, mis intentos de alcanzar la punta del árbol de Navidad con la estrella plateada en las manos. Yo deslizándome por la barandilla y diciéndole que me siguiera. Las dos suplicando a mi padre que nos diese las tiras cómicas después de cenar. Todos corriendo detrás de Holiday mientras él ladraba sin parar. Y las innumerables sonrisas exhaustas que adornaban nuestras caras para las fotos de los cumpleaños, las vacaciones y a la salida del colegio. Dos hermanas vestidas exactamente igual, con trajes de terciopelo o a cuadros o amarillo de pascua. Sosteniendo en las manos cestas de conejitos y huevos de pascua que habíamos sumergido en tinte. Zapatos de charol con tiras y hebilla rígidas. Sonriendo forzadamente mientras nuestra madre trataba de enfocar con la cámara. Las fotos siempre borrosas, y nuestros ojos, puntos rojos brillantes. Nada de todo eso contendría para la posteridad los momentos de antes y de después, cuando las dos jugábamos en casa o nos peleábamos por los juguetes. Cuando éramos hermanas.

Entonces lo vio. Mi espalda entrando a toda velocidad en la habitación contigua. Nuestro comedor, la habitación donde él guardaba sus casas de muñecas terminadas. Yo era una niña que corría delante de ella.

Echó a correr detrás de mí.

Me persiguió por las habitaciones del piso de abajo y, aunque se estaba entrenando en serio para jugar al fútbol, cuando volvió al vestíbulo delantero estaba sin aliento. Se mareó.

Yo pensé en lo que mi madre siempre había dicho sobre un chico de la parada del autobús que tenía el doble de años que nosotras pero que seguía en segundo curso. «No sabéis la fuerza que tiene, de modo que tened cuidado cuando estéis cerca de él.» Le gustaba dar fuertes abrazos a todo el que era agradable con él, y veías cómo ese amor atontolinado recorría sus rasgos y despertaba su anhelo de tocar. Antes de que lo sacaran del colegio corriente y lo enviaran a otro del que nadie hablaba, había cogido a una niña pequeña llamada Daphne y la había apretado tanto que se cayó al suelo cuando él la soltó. Yo empujaba con tanta fuerza desde el Intermedio para llegar a Lindsey que de pronto se me ocurrió que tal vez le estaba haciendo daño cuando lo que quería era ayudar.

Mi hermana se sentó en la amplia escalera del fondo del vestíbulo y cerró los ojos, concentrándose en recuperar el aliento y en el principal motivo que la había llevado a la casa del señor Harvey. Se sentía revestida de algo pesado, como una mosca atrapada en la red con forma de embudo de una araña, envuelta en su gruesa seda. Sabía que nuestro padre había acudido al campo de trigo poseído por lo mismo que se estaba apoderando ahora de ella. Su intención había sido proporcionarle pistas que pudiera utilizar como peldaños para subir de nuevo hasta ella, afianzarlo con hechos, afirmar todo lo que le había dicho a Len. En lugar de eso, se vio caer detrás de él en un pozo sin fondo.

Quedaban veinte minutos.

Dentro de la casa mi hermana era el único ser vivo, pero no estaba sola y yo no era la única que la acompañaba. La arquitectura de la vida de mi asesino, los cuerpos de las niñas que había dejado atrás, empezaron a desfilar ante mí, ahora que mi hermana estaba en esa casa. En el cielo pronuncié sus nombres:

Jackie Meyer. Delaware, 1967. Trece años.

Una silla volcada. Acurrucada en el suelo y vuelta hacia ella, la niña llevaba una camiseta a rayas y nada más. Cerca de su cabeza, un pequeño charco de sangre.

Flora Hernández. Delaware, 1963. Ocho años.

Él sólo había querido tocarla, pero ella gritó. Una niña bajita para su edad. Más tarde encontraron el calcetín y el zapato izquierdos. No se recuperó el cuerpo. Los huesos están en el sótano de tierra de un viejo edificio de apartamentos.

Leah Fox. Delaware, 1969. Doce años.

La mató en un sofá cubierto con una funda bajo la rampa de acceso de una autopista, con mucho sigilo. Se quedó dormido encima de ella, arrullado por el ruido de los coches que pasaban por encima. No fue hasta diez horas más tarde, cuando un vagabundo derribó la pequeña cabaña que el señor Harvey había construido con puertas abandonadas, cuando él empezó a recoger sus cosas para marcharse con el cuerpo de Leah Fox.

Sophie Cichetti. Pensilvania, 1960. Cuarenta y nueve años.

Como propietaria, había dividido en dos su piso y levantado un fino tabique. A él le gustaba la ventana semicircular creada por la división, y el alquiler era barato. Pero ella hablaba demasiado de su hijo e insistía en leerle poemas de un libro de sonetos. Le hizo el amor en su parte del piso, y cuando ella empezó a hablar, le rompió el cráneo y se llevó el cadáver a la orilla de un riachuelo cercano.

Leidia Johnson. 1960. Seis años.

Condado de Buck, Pensilvania. Excavó una cueva abovedada dentro de una colina cercana a la cantera y esperó. Fue la más pequeña.

Wendy Richter. Connecticut, 1971. Trece años.

Esperaba a su padre a la puerta de un bar. La violó entre los matorrales y luego la estranguló. Esa vez, mientras él tomaba conciencia de sus actos y salía del estupor en el que a menudo se sumía, oyó ruidos. Volvió la cara de la niña muerta hacia él y, mientras las voces se acercaban más, le mordió la oreja.

– Perdona, hombre -oyó decir a dos borrachos que se habían metido en los matorrales para orinar.

Yo veía esa ciudad de tumbas flotantes, frías y azotadas por los vientos, adonde acudían las víctimas de asesinato en la mente de los vivos. Veía a las otras víctimas del señor Harvey en el momento en que habían ocupado su casa, esos vestigios de recuerdos dejados atrás antes de huir de esta tierra. Pero ese día me solté para acudir al lado de mi hermana.

Lindsey se levantó en cuanto volví a concentrarme en ella. Subimos juntas la escalera. Ella se sentía como los zombis de las películas que tanto les gustaban a Samuel y a Hal. Colocando un pie delante del otro y mirando al frente sin comprender, llegó a lo que equivalía al dormitorio de mis padres en nuestra casa, y no encontró nada. Dio vueltas por el pasillo del piso de arriba. Nada. Luego entró en lo que habría sido mi dormitorio en nuestra casa y encontró la del asesino.

40
{"b":"118068","o":1}