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Era la habitación menos vacía de la casa, y ella hizo lo posible por no mover nada al recorrer con una mano los jerséis amontonados en el estante, preparada para encontrar cualquier cosa en sus tibias entrañas: un cuchillo, un arma, un bolígrafo Bic mordisqueado por Holiday. Nada. Luego, mientras oía algo que no logró identificar, se volvió hacia la cama y vio la mesilla de noche y, en el círculo de luz de una lámpara de lectura que Harvey había dejado encendida, su cuaderno de bocetos. Al acercarse a él volvió a oír algo, pero no llegó a relacionar los ruidos. Un coche deteniéndose. Frenando con un chirrido. La puerta cerrándose de golpe.

Pasó las páginas del cuaderno y miró los dibujos a tinta de vigas transversales y soportes, cabestrantes y contrafuertes, y vio medidas y notas que para ella no tenían ningún sentido. Al pasar la última página le pareció oír pasos fuera, muy cerca.

El señor Harvey hacía girar la llave en la cerradura de la puerta principal cuando ella se fijó en el boceto hecho a lápiz que tenía delante. Era un dibujo de unos tallos encima de un hoyo, un detalle de un estante visto de lado, una chimenea para expulsar el humo de un fuego, y lo que más le impactó: con una caligrafía de trazos finos e inseguros, él había escrito «Campo de trigo Stolfuz». De no haber sido por los artículos del periódico después del hallazgo de mi codo, ella no habría sabido que el campo de trigo era propiedad de un hombre llamado Stolfuz. De pronto vio lo que yo quería que comprendiera. Yo había muerto dentro de ese hoyo; había gritado y forcejeado, y había perdido.

Ella arrancó la hoja. El señor Harvey estaba en la cocina preparándose algo para comer: el embutido de paté de hígado por el que tenía predilección y un bol de uvas verdes dulces. Oyó crujir una tabla del suelo y se puso rígido. Oyó otro crujido y se irguió de golpe al comprender.

Se le cayeron al suelo las uvas, que aplastó con el pie izquierdo mientras Lindsey, en el piso de arriba, corría hacia las persianas y abría la obstinada ventana. El señor Harvey subió los escalones de dos en dos. Mi hermana rasgó la mosquitera, saltó al tejado del porche y bajó rodando por él, rompiendo el canalón al golpearlo con el cuerpo, mientras el señor Harvey se acercaba a todo correr. Llegó al dormitorio cuando ella aterrizaba entre los arbustos, las zarzamoras y el barro.

Pero no se hizo daño. Salió milagrosamente ilesa. Milagrosamente joven. Se levantó en el preciso momento en que él llegaba a la ventana y se detenía. La vio correr hacia el saúco. El número que llevaba estampado en la espalda le gritaba: «¡Cinco!, ¡cinco!, ¡cinco!».

Lindsey Salmón con su camiseta de fútbol.

Samuel estaba sentado con mis padres y la abuela Lynn cuando Lindsey regresó a casa.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó mi madre, que fue la primera en verla por las ventanitas cuadradas que había a cada lado de nuestra puerta principal.

Y antes de que mi madre la abriera, Samuel ya había corrido a colarse entre ellos. Ella entró cojeando y, sin mirar ni a mi madre ni a mi padre, fue derecha a los brazos de Samuel.

– Dios mío, Dios mío, Dios mío -dijo mi madre al ver la tierra y los rasguños.

Mi abuela se detuvo a su lado. Samuel peinó a mi hermana con la mano. -¿Dónde has estado?

Pero Lindsey se volvió hacia mi padre, a quien ahora se le veía como menguado, más menudo y más débil que esa hija furiosa. Lo llena de vida que estaba ella me consumió completamente ese día.

– ¿Papá?

– Sí, cariño.

– Lo he hecho. He entrado en su casa. -Temblaba ligeramente y trataba de no llorar.

– ¿Que has qué? -preguntó mi madre, negando con la cabeza.

Pero mi hermana no la miró ni una sola vez.

– Te he traído esto. Creo que puede ser importante. Tenía en la mano el dibujo arrugado. Había hecho más dolorosa la caída, pero había logrado escapar.

En ese momento acudió a la mente de mi padre una frase que había leído ese día. La pronunció en voz alta mientras miraba a Lindsey a los ojos.

– «A ninguna condición se adapta más rápidamente el hombre que al estado de guerra.»

Lindsey le dio el dibujo.

– Voy a recoger a Buckley -dijo mi madre.

– ¿No vas a mirarlo siquiera, mamá?

– No sé qué decir. Está aquí tu abuela. Tengo compras que hacer, un ave que cocinar. Nadie parece darse cuenta de que tenemos una familia. Tenemos una familia, una familia y un hijo, y yo me voy.

La abuela Lynn acompañó a mi madre a la puerta trasera, pero no trató de detenerla.

En cuanto mi madre se marchó, mi hermana le cogió la mano a Samuel. Mi padre vio en la caligrafía de trazos finos e inseguros del señor Harvey lo mismo que había visto Lindsey: el posible plano de mi tumba. Levantó la mirada.

– ¿Me crees ahora? -le preguntó a Lindsey.

– Sí, papá.

Mi padre, inmensamente agradecido, tenía que hacer una llamada.

– Papá -dijo ella.

– Sí.

– Creo que me ha visto.

No se me habría ocurrido una bendición mayor ese día que saber que mi hermana estaba físicamente a salvo. Al marcharme del cenador, temblé por el miedo que se había apoderado de mí, lo que habría supuesto perderla, no sólo para mi padre, mi madre, Buckley y Samuel, sino también, egoístamente, para mí.

Franny salió de la cafetería y se acercó a mí. Yo apenas levanté la cabeza.

– Susie -dijo-. Tengo algo que decirte.

Me llevó a la luz de una de las anticuadas farolas y luego lejos de ella, y me dio un trozo de papel doblado en cuatro.

– Cuando te sientas más fuerte, léelo y ve allí.

Dos días después, el mapa de Franny me condujo a un campo por delante del cual había pasado a menudo, pero que, a pesar de lo bonito que era, nunca había explorado. En el dibujo se veía una línea de puntos que señalaba un sendero. Nerviosa, busqué una entrada entre las innumerables hileras de trigo. La vi más adelante, y mientras echaba a andar hacia allí, el papel se deshizo en mi mano.

Un poco más adelante, alcancé a ver un hermoso y viejo olivo.

El sol estaba alto, y delante del olivo había un claro. Esperé sólo un momento, hasta que vi cómo el trigo del otro extremo empezaba a estremecerse con la llegada de alguien que no sobresalía por encima de los tallos.

Era bajita para su edad, como lo había sido en la Tierra, y llevaba un vestido de algodón estampado y deshilachado en el dobladillo y los puños.

Se detuvo y nos miramos.

– Vengo aquí todos los días -dijo-. Me gusta oír los ruidos.

Reparé en que a nuestro alrededor los tallos del trigo susurraban al entrechocar por el viento.

– ¿Conoces a Franny? -pregunté.

La niña asintió con solemnidad.

– Me dio un mapa para llegar aquí.

– Entonces debes de estar preparada -dijo ella, pero ella también estaba en su cielo, y eso hacía que diera vueltas y que se le arremolinara la falda.

Me senté en el suelo debajo del árbol y la observé.

Cuando terminó, se acercó a mí y se sentó a mi lado, sin aliento.

– Yo me llamo Flora Hernández -dijo-. ¿Y tú?

Se lo dije y me eché a llorar, reconfortada al conocer a otra niña a la que él había matado.

Y mientras Flora daba vueltas vinieron otras niñas y mujeres por el campo, de todas partes. Vaciamos las unas en las otras nuestro dolor como agua de una taza a otra, y cada vez que yo contaba mi historia, perdía una gotita de dolor. Fue ese día cuando me di cuenta de que quería contar la historia de mi familia. Porque el horror de la Tierra es real y cotidiano. Es como una flor o como el sol; no puede contenerse.

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